BERLINALE LA COMPETENCIA INTERNACIONAL EMPIEZA A TOMAR TEMPERATURA
Los nuevos films de los hermanos Taviani, del alemán Christian Petzold y del filipino Brillante Mendoza elevaron el nivel del concurso oficial y dieron cuenta de lo que significa estar preso no sólo de una situación sino de los sentimientos.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
La ola de frío polar da la impresión de empezar a ceder, el sol ayer asomó tímidamente por un par de horas sobre el cielo de la ciudad y la competencia oficial de la Berlinale también levantó temperatura el fin de semana, después de un comienzo más bien frío. Es verdad que –al margen de la valiosa Aujourd’hui, del franco-senegalés Alain Gomis– pasaron también algunas películas intrascendentes (la francesa A moi seule, de Frédéric Videau) o sencillamente inexplicables en el marco de un concurso de un festival de la envergadura del de Berlín (la española Dictado, de Antonio Chavarrías). Pero las nuevas realizaciones de directores de la envergadura de los italianos Paolo y Vittorio Taviani, del alemán Christian Petzold y del filipino Brillante Mendoza demostraron que hay vida posible en la competencia de la Berlinale.
Los Taviani, por ejemplo. Las suspicacias y la desconfianza se palpaban en el aire antes de la primera proyección de prensa de Cesare deve morire en el inmenso Palast de Potsdamer Platz. Los autores de films fundamentales de los años ’70 y ’80 como Padre Padrone y La noche de San Lorenzo estaban casi inactivos desde hace más de una década, desaparecidos no sólo de las carteleras sino también del circuito de festivales. Pero aquí están de nuevo, en excelente forma, con un proyecto tan atípico como logrado: el registro de los ensayos y la consiguiente representación de una de las grandes tragedias históricas de Shakespeare, el Julio César, según un grupo de internos de la prisión de máxima seguridad de Rebibbia, en Roma.
La película de los Taviani empieza por el final, con el último acto de la obra, representado en el teatro de la cárcel, con familiares y público en la platea. Pero ese registro en colores cede a un espléndido blanco y negro cuando un cartel informa “Seis meses antes” y, a partir de allí, se asiste a la gestación del espectáculo, desde la primera lectura del texto y el reparto de personajes hasta los ensayos, pasando por las presentaciones del caso, por supuesto. ¿Quiénes harán de César, de Bruto, de Casio, de Marco Antonio? Un integrante de la camorra, un convicto por asesinato, otro por tráfico de drogas, un cuarto por robo a mano armada. Nadie esconde nada, todos saben (y los espectadores del film también) por qué esos hombres están allí, recluidos. Y sin embargo se produce un extraño milagro: en las voces tronantes, en los rostros curtidos, en las manos temibles de esos convictos las pasiones de las que hablaba Shakespeare cobran una vida impensada, que parece superar en convicción y verdad a la que pudiera proponer el mejor actor.
Claro, todos ellos saben, por propia experiencia, de qué trata la obra. Todos han experimentado –y de alguna manera siguen experimentando en la cárcel– la lealtad y la traición, el miedo y la ambición de poder, la violencia y la muerte. Al fin y al cabo, Shakespeare escribió sobre Roma y sus hombres y, cuatro siglos después, estos internos de Rebibbia, filmados en sus calabozos, siguen siendo prisioneros de los mismos sentimientos. Es curioso, a su vez, contrastar esta experiencia con las de Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet también en tierra italiana: mientras los autores de Othon siempre trabajaron a partir del distanciamiento brechtiano, los Taviani (también de formación marxista, pero finalmente italianos) privilegian en cambio –a pesar del blanco y negro, de las rejas y de los guardias, siempre presentes– la inmersión en el texto, pasión, la catarsis.
Hablando de prisiones... La ex República Democrática Alemana, hacia 1980, cuando nada hacía sospechar que alguna vez caería el Muro de Berlín. Hasta allí se traslada el gran director alemán Christian Petzold para narrar Barbara, la historia de una mujer presa de un sistema político y dispuesta a escaparse, pero no a cualquier precio. Cirujana reconocida y eminente, Barbara (la estupenda Nina Hoss, que ya ganó aquí en Berlín el premio a la mejor actriz por otro protagónico para Petzold, Yella), ha sido destinada a un pequeño hospital de un pueblito de provincias, para poder ser vigilada sin pudor por la Stasi, la policía secreta del régimen, que sospecha de su escasa adhesión a la causa. Allí, Barbara se topará con André (Ronald Zehrfeld), otro médico que está en una situación similar a la suya y que busca su atención y su compañía. Pero aunque Barbara nunca lo expresa, se entiende que duda: ¿Y si André fuera también un espía, un delator, aunque más no fuera para ganarse los favores del régimen?
Con su maestría habitual para reformular los géneros clásicos y el modo de relato del cine estadounidense, que ya demostró antes en Yella (donde deconstruía el film fantástico) y en Jerichow (una relectura del film noir), en Barbara Petzold va diseccionando junto a sus personajes la idea de melodrama romántico, un poco a la manera en que lo hacía Rainer Werner Fassbinder. No parece una casualidad que, entre un aluvión de citas cinéfilas, Petzold haya mencionado un film clave en la obra de Fassbinder, El frutero de las cuatro estaciones (1972), también ambientado en la asfixiante Alemania del Este.
Finalmente, ya desde su título, Captive, se infiere que su protagonista también es, como en los casos anteriores, una prisionera. La nueva película del director filipino Brillante Mendoza (mejor director en Cannes ’09 por Kinatay), protagonizada por Isabelle Huppert, está basada en un caso real: el secuestrado de un grupo de turistas y misioneros occidentales por parte de una brutal milicia musulmana enfrentada al gobierno filipino, en mayo del 2001. Que la situación de estos rehenes se haya perpetuado por más de un año, durante el cual fueron arrastrados por sus captores por los rincones más recónditos y salvajes de la jungla filipina, ya da una idea del tipo de film que propone Mendoza: una suerte de huis-clos tropical, con el choque de culturas como centro.
Como director, Brillante Mendoza es de esos que hace subir al espectador a su película y ya no lo deja bajar, hasta que concluye. Lo suyo, sin embargo, está muy lejos de la manipulación de sentimientos. Por el contrario, no hay aquí historias personales ni eso que antes se llamaban “dramas humanos”; se trata, por el contrario, de una cuestión de tono, de intensidad, de sensación de presente continuo, de la supervivencia diaria de los personajes, tanto de los rehenes como de los captores. Que no se entiendan entre ellos –por una cuestión de idiomas, de religiones, de culturas– no hace sino agregar tensión a una situación en la que los infinitos peligros de la selva parecen menores al lado de la negligencia y la violencia ciega del ejército regular filipino, empeñado en acabar con todos, secuestradores y secuestrados.
No se trata de un film perfecto, pero tampoco pretende serlo. Le basta con su energía, con su sensación de autenticidad (muchos de los intérpretes no son actores profesionales) y con otra estupenda prestación de Mme. Huppert, que últimamente –recordar sino White Material, de Claire Denis, rodada en Africa– parece vivir más tiempo en tierras lejanas y exóticas que en París.
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