Dom 12.08.2012
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OPINIóN

Jorge Amado, Bahía amada

› Por Mempo Giardinelli

Esta semana también Jorge Amado cumpliría cien años. Nacido en Bahía en agosto de 1912 y fallecido allí mismo en 2001, fue el creador de una literatura latinoamericana original y renovadora.

Véase la oración con la que empieza Gabriela, clavo y canela, que en su primera edición, de 1958, proponía una sensualidad textual hasta entonces desconocida:

“Esta historia de amor comenzó el mismo día claro, de sol primaveral, en que el estanciero Jesuíno Mendonça mató a tiros de revólver a doña Sinhazinha Guedes, morena casi gorda, muy dada a las fiestas de Iglesia, y al doctor Osmundo Pimentel, cirujano-dentista llegado a Ilhéus hacía pocos meses, muchacho elegante con veleidades de poeta...”

Esta prosa que hoy llamaríamos garciamarquesca –aunque fue escrita a mediados de los ’50, cuando el colombiano apenas se iniciaba como periodista– marcó un tono que luego fue común a todas las novelas latinoamericanas posteriores, a la vez que inauguró una corriente literaria que después se extendió a todas las lenguas. Plena de exotismo y musicalidad, toda complicidad y guiños, poblada de personajes extravagantes y mulatas y machos prodigiosos, de lluvias torrenciales e imposturas, la obra de Amado fue, desde el vamos, una constante clase magistral de costumbrismo latinoamericano al borde mismo del realismo mágico.

La jocundia que impera en sus páginas, y el permanente tono entre irónico y naturalista, hicieron de las narraciones de Amado –contadas todas con inusual gracia y picardía– un suave y moroso placer, característica que luego sería sello de identidad del “boom” de la literatura latinoamericana de los años ’60, movimiento del que no fue, pero debió ser, considerado uno de sus padres fundadores.

Amado se dio a conocer como un narrador excepcional desde muy joven: su primera novela fue El país del carnaval (1931) y enseguida la sucedió Cacao (1933). Con ambas, apenas pasados los 22 años, se convirtió en un clásico prematuro. Claro que supo consolidar esa fama con una docena de otras novelas, entre las que destacan la impresionante Capitanes en la arena (1944, prohibida durante años porque desnudaba el drama de los niños abandonados), la celebrada Doña Flor y sus dos maridos (1966) y la encantadora Teresa Batista, cansada de guerra (1972).

Pero sin dudas los mejores aportes de su producción narrativa a la literatura contemporánea se encuentran en la que para muchos fue su mejor obra: Gabriela, clavo y canela, que le abrió el camino hacia el reconocimiento internacional del que gozó los últimos cuarenta años de su vida.

Retratista cabal de putas y marginados, toda su obra es una sucesión de elementales y sencillas historias de amor y pasión, narradas con gracia y donaire, con profundidad y altura, y con un vuelo poético inusual. Nominado varias veces al Premio Nobel de Literatura, hubiese sido el primer brasileño en obtenerlo. Pero, igual que sucedió con nuestro Jorge Luis Borges, la denegación del máximo galardón habrá que cargarla en la cuenta del despiste o la ignorancia de los nórdicos jurados.

Quizá su “pecado literario” fue la inmensa popularidad que alcanzó: fue el escritor más popular del Brasil y uno de los más renombrados de América latina. Autor de más de treinta novelas, es aún hoy el brasileño más leído en todo el mundo. Gabriela... está traducida en una treintena de idiomas y el total de su obra vendió más de 80 millones de ejemplares. Así trazó un camino definitivo para la literatura latinoamericana, incluso desde antes del “boom”, pues junto con el mexicano Juan Rulfo y el argentino Borges integraron la tríada fundacional de ese fenómeno literario.

Amado provenía del movimiento modernista y de la literatura de ambiente rural concebida como arma de lucha política e ideológica. Desde joven se orientó hacia el antididactismo y la narración poética y sugerente que deja de lado las buenas intenciones. Así surgió su mejor veta: la del gracejo y la picardía; la que todo lo describe barroca, tropicalmente, y en la que las pasiones humanas se desbordan tanto que sólo pueden ser encauzadas por la literatura.

Ahora que se cumple un siglo del nacimiento de Jorge Amado, bien puede decirse que Gabriela, clavo y canela es una de las novelas más perdurables de nuestro linaje americano. Historia que oscila entre lo conmovedor y lo pintoresco, y que a la peripecia de sus personajes añade la precisa descripción de calles, olores, comidas, bares, prostíbulos y esa barra de arena que dificulta la navegación y encalla los barcos, más que novela es un fantástico sinónimo de Salvador de Bahía de Todos los Santos. Ese universo de playas y morros, puerto y arenales, negritud y música afroamericana, damero de santones y variopintos indígenas, europeos, árabes, judíos, africanos y mulatos, en la prosa de Amado, cuando se lee, seduce. Y para eso está.

En sus últimos años, ya gravemente enfermo y muchas veces internado, su deceso era esperado por la comunidad cultural de todo Brasil. Deprimido por la ceguera casi total que le produjo la diabetes, e impedido de los goces de la vida –la contemplación del mar y de su gente; la lectura y la escritura; el buen comer y el buen beber–, Jorge Amado se dejó morir, aunque lentamente. Gozador de la vida como pocos, cabe pensar que la dejó bajo protesta.

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