CANNES SIGUEN LOS SALTOS DE NIVEL ARTISTICO EN LA COMPETENCIA DEL FESTIVAL
En una selección oficial despareja como pocas veces, el francés y el mexicano mostraron perfiles bien diferenciados.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
¿Tanto cambia la vida de un hombre después de la experiencia de la guerra? ¿O en el campo de batalla expresará sin reservas aquellas conductas que lleva larvadas dentro de sí? Y al regreso, ¿es posible articular esas emociones extremas, describirlas, ponerles un nombre? De esas preguntas, para las que no necesariamente pretende ofrecer una respuesta, está hecha Flandres, la nueva película de Bruno Dumont, el gran director francés que se dio a conocer diez años atrás con La vida de Jesús y que se consagró con La humanidad, ganadora del Grand Prix de Jury de Cannes 1999. Había mucha expectativa aquí en el festival por su regreso, después de la profunda decepción que significó su tremendo paso en falso con Twentynine Palms (2003), una experiencia fallida en todo sentido, una suerte de salto al vacío sin red, de esos que sólo son capaces de dar los directores que aspiran a los extremos.
Artista de la soledad y de la desesperación, Dumont (48 años) no alcanza en Flandres las alturas de L’humanité, pero igualmente demuestra su estatura de gran cineasta, capaz de enunciar con apenas las primeras tomas todo un mundo propio. Aquí es un paisaje rural, no muy diferente al del pequeño pueblo agónico de La vie de Jésus: una granja; unos jóvenes secos, embrutecidos por el trabajo duro y el aislamiento; un cielo gris y unos árboles yermos que esperan el fin del invierno. La expresividad de los planos generales de Dumont sólo es equivalente a sus planos de detalle, como cuando pasa de un rostro a una mano de mujer que se posa sobre la mano de un hombre y en ese corte directo –de pronto, como si se tuviera acceso a un secreto olvidado– se reconoce la herencia casi perdida del cine de Robert Bresson.
Como Bresson, Dumont también descree del valor de la música en sus películas y prefiere la vehemencia del silencio y la lacónica elocuencia de los actores no profesionales. Todo aquello que en su nuevo film transcurre en el campo lleva ese sello indeleble, que se pierde un poco cuando los muchachos de la granja se descubren lejos de allí, en un país terroso (¿Irak?), peleando brutalmente una guerra en la que no creen. Esa zona obliga al film a una abstracción, porque Dumont no quiere hablar de un conflicto bélico en particular sino de la guerra en general, y es entonces cuando Flandres pierde en verdad y en profundidad. Por lo menos hasta que el film devuelve a uno de los combatientes a su tierra natal y a esa mujer –casi una niña, todavía– a quien el soldado quizás ama desde siempre, de toda la vida, aunque nunca haya sabido antes cómo decírselo.
Si el film de Dumont se ubica –junto con los de Aki Kaurismäki, Nanni Moretti, Ken Loach y Pedro Almodóvar, todos veteranos de Cannes– entre los puntos altos de la competencia, en cambio Babel, el nuevo sermón de la montaña del mexicano Alejandro González Iñárritu, baja una vez más el nivel del concurso oficial, particularmente irregular este año en Cannes. El director de Amores perros y 21 gramos insiste con su fórmula de film coral, con múltiples acciones paralelas, como una manera de ubicarse por encima de sus personajes y, desde su propio cielo, condenarlos o expiarlos, según el caso.
Rodada en el desierto de Marruecos, en el centro de Tokio y en la frontera caliente entre los Estados Unidos y México, Babel reúne un puñado de nombres famosos –Gael García Bernal, Brad Pitt, Cate Blanchett, Koji Yakusho (el actor favorito de Shoei Imamura y Kiyoshi Kurosawa)– y toda una catarata de tragedias personales que incluyen el sufrimiento y la muerte de niños, con las que Iñárritu pretende sensibilizar al espectador y elaborar sus propios mandamientos: no beberás alcohol, no jugarás con armas, no abandonarás a tus hijos, etcétera.
Para purificarse los sentidos, en todo caso, nada mejor que escapar por la Croisette hacia la Quincena de los Realizadores, la alternativa a las elección oficial, donde su director artístico, Olivier Père, organizó “una manifestación cinéfila, ecléctica y generosa por excelencia”, según sus propias, justas palabras. Antes que a las proclamadas obras maestras (como la de Iñárritu, cuya ambición es llevarse uno de los premios principales de Cannes), la Quinzaine prefiere los descubrimientos, los mestizajes culturales y la cruza de géneros, como lo probó su film de apertura, el danés Princess, una mutación entre animación y acción real, ya comentado en estas páginas. En los días sucesivos siguieron apareciendo extraños ovnis, films de una imaginación o una originalidad inusual, como es el caso de Fantasma, el nuevo film de Lisandro Alonso –que ayer colmó las 1200 butacas de la sala Noga y sobre el cual se volverá más adelante– y la sorprendente película catalana Honor de caballería, del debutante Albert Serra.
Contra el academicismo y la tiranía del guión que dominan desde hace años al cine español, Honor de caballería propone a cambio un film de una libertad y una frescura fuera de lo común, que lo convierten hasta ahora en la revelación de Cannes 2006. La paradoja es que esta película tan suelta y tan joven está inspirada en el libro de los libros de la literatura española, Don Quijote de la Mancha. Pero a diferencia de tantas adaptaciones plúmbeas, ahogadas por la producción y el vestuario, esta derivación cervantina se reduce a lo básico, a lo esencialmente cinematográfico: apenas Don Quijote y Sancho Panza viajando, conversando a veces, incluso durmiendo.
En vez de elegir aquellos pasajes más famosos y trillados (no hay a la vista ni un solo molino de viento), deliberadamente Serra prefiere narrar –a la manera de un Ozu mediterráneo– el paso del tiempo y los espacios en blanco. Allí están entonces la amistad tácita y los silencios compartidos: cuando cae la noche (y el film se oscurece en su totalidad) y cuando vuelve el día y se escucha el deslumbrante despertar de la naturaleza. Una belleza áspera, una poesía austera, un humor genuino son algunas de las muchas virtudes de este film tan libre como insólitamente fiel al espíritu del libro que lo inspira.
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