OPINIóN
› Por Diego Fischerman
El Teatro Colón es la inversión más significativa del Estado de la Ciudad de Buenos Aires en el campo de la cultura. Y está bien que así sea, siempre y cuando se sepa para qué. Los motivos pueden ser otros que los de 1908, cuando la sala actual fue inaugurada, o de 1925, cuando, ante la merma de público que desencadenó el cierre de las otras seis salas que programaban ópera en Buenos Aires, fue rescatado por el Estado, que, a partir de allí, dejaría de contratar concesionarias, se haría cargo de la programación de las temporadas y de su financiación y fundaría sus propias orquesta, coro y ballet. La ópera, y la música de tradición académica en general, pueden haber perdido esa condición de exclusividad en cuanto a la función artística, que a comienzos del siglo XX nadie –ni siquiera aquellos a los que no interesaba– discutía. No obstante, y a pesar de que es claro que el arte, en el campo de la música, ya no transita sólo por allí, sigue siendo cierto que el Colón hace mejores a la ciudad y los ciudadanos que lo sostienen. Se trata de un patrimonio, en gran medida intangible –tanto como la clase de arte que allí tiene lugar–, y es, sin duda, un privilegio y un motivo de orgullo.
Se habla, cada tanto, del elitismo del Colón. Y, en general, se discute más de una cosa a la vez y, como siempre, las posiciones automáticas y las certezas a priori ocultan la verdad. Hay, desde ya, como en cualquier clase de espectáculo, artístico o no, un elitismo que es el del saber. El de quienes, como muestra el investigador Claudio Benzecry en su libro El fanático de la ópera, se reconocen entre sí como parte de una elite cuyas fronteras están delineadas por un cierto conocimiento, adquirido, sobre todo, con la frecuentación. Este sentimiento “de elite” no es distinto del que esgrime un conocedor del fútbol para distinguir una jugada tribunera de un movimiento verdaderamente virtuoso. Y es claro que quien ha mirado mucho boxeo podrá encontrar, en la última pelea de Maravilla Martínez, motivos de placer que al neófito le pasarán desapercibidos. Pero no es ese el elitismo que se pone en tela de juicio, sino aquel donde lo que separa a la elite del resto es, meramente, una cuestión de dinero.
Entre las mejores tradiciones del Colón está la de haber sido, a lo largo de un siglo, un teatro bastante abierto. Por supuesto iban allí los ricos. Pero no eran los únicos que concurrían. El libro de Benzecry, nuevamente, pone en evidencia que entre el público del Colón, sobre todo en las localidades altas, hay muchos que están muy lejos de la fortuna económica. En sus relatos de infancia, y en su reivindicación de una cierta pertenencia porteña, tanto el compositor Mauricio Kagel, al regresar a Buenos Aires poco antes de su muerte, como el pianista y director Daniel Barenboim, en su última visita a esta ciudad, recordaron, como experiencias mágicas, los conciertos en ese teatro a los que sus padres los llevaban. Las experiencias del actual director del Colón, Pedro Pablo García Caffi, un asiduo concurrente a conciertos en su juventud, son seguramente similares. Todos ellos eran integrantes de la clase media, en algunas de sus numerosas capas. Y la extracción social de la mayoría de los músicos y bailarines de las orquestas y cuerpos de ballet argentinos son pruebas en el mismo sentido.
Esos relatos, eventualmente, contestan, aunque sea en parte, esa pregunta que no por obvia debería dejar de ser formulada: ¿Para qué una ciudad –y sus ciudadanos– debe sostener un teatro como el Colón? Es decir, más allá del placer que allí encuentran quienes asisten a sus espectáculos y de la calidad de lo que en sus salas se ofrezca, hay una función social indelegable, en tanto es la que le da sentido como inversión comunitaria. A un teatro privado le alcanzaría con lo primero. Mientras tuviera un público feliz por pagar por aquello que allí encontrara y le alcanzara con los fondos así obtenidos para producir los espectáculos que ofreciera, no estaría obligado a preguntarse (ni a contestar) nada más. En el caso de un teatro estatal, la ecuación cambia. El 80 por ciento de sus gastos está solventado por la comunidad y, por lo tanto, jamás debería estar cerrado a ella. No se trata de que todos vayan al Colón. Tal vez sería deseable, pero está claro que no es posible. Y además hay muchos a los que no les interesa (y no tendría por qué interesarles). Se trata de que todos los que quieran puedan ir. Dicho de otra manera: ¿tendría sentido, para una ciudad –y sus ciudadanos–, sostener un teatro al que Mauricio Kagel, Daniel Barenboim e incluso Pedro Pablo García Caffi no podrían ir? El Colón, actualmente, no sólo cobra por sus plateas precios exorbitantes, que pueden llegar a los 1600 pesos en el caso de los conciertos del Abono Bicentenario o los $3000 del Colón-Ring, sino que sus entradas “baratas” ($360 para el paraíso de pie, en este último espectáculo) son prohibitivas para un amplio sector de la sociedad que, no obstante, solventa el teatro mediante el pago de sus impuestos. Una institución privada como el Mozarteum Argentino (bastante alejada, se presume, del marxismo leninismo) instrumenta, desde hace años, un Abono para la juventud, para menores de 25 años, a precios posibles y sin comprometer la excelencia artística. Con ese abono fue que pude, en su momento –con un sueldo de cadete, primero, y, luego, de bibliotecario en el Collegium Musicum–, ver y escuchar a la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam o al cellista Janos Starker. Programas similares son llevados a cabo por otras sociedades de conciertos o por el Argentino de La Plata. Podría haber otros planes, imaginativos y distintos. Lo que no puede, ni debe, suceder es que un gobierno lleve adelante una política mediante la cual la ciudad –y sus ciudadanos– acabe pagando la fiesta privada de unos pocos. No tiene sentido que el Estado destine su inversión mayor en el área a un Teatro Colón en el que los jóvenes Kagel, Barenboim o García Caffi no podrían entrar jamás.
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