OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Ven a buscar en las piedras
toda la música tuya
Tan después de la lluvia
sale a ver su fantasma...
Recuerda que la luna
es sólo un cuerpo
entre tus lágrimas
y el vacío sideral...
(“Vacío sideral”, LAS, 2008)
Sucedió la semana pasada, en uno de tantos momentos vacíos de los feriados navideños frente a la pantalla. CN23 ponía al aire uno de esos balances que hacemos los periodistas cuando la temporada está terminada, las noticias escasean y la fecha casi que obliga a echar la vista atrás y tratar de resumir lo que pasó. Y de pronto, entre todo ese fárrago de recuentos y de imágenes, apareció Luis, Luis en la cancha de Vélez, Luis cantando “Alma de diamante”. Fue instantáneo: primero un nudo, después una electricidad recorriendo el cuerpo y finalmente un incontrolable torrente de lágrimas.
Cómo te nos fuiste así, Flaco.
Pasó casi todo el año, días, semanas y meses desde ese 8 de febrero, y aún es difícil hacerse a la idea. Estamos todos esperando que un afiche anuncie un show y nos libere del equívoco, que Luis se aparezca con una gorra de Tangalanga y se nos cague de risa, tire “¿Sabés qué pasa? Ustedes son muy fanáticos, viste, muy fanáticos...”, se acomode la Strato roja y un, dos, trés, cuá. Sabemos que no va a ser, claro. Ya entendimos que la vida a veces es perra y se lleva a los artistas que nos hacen felices, que traducen cosas inasibles en piezas de belleza infinita, y nos enojamos y puteamos y nos miramos con incredulidad, y apretamos el puño queriendo ajustarle las cuentas al cielo, y vemos que ya no somos chiquitos. Y volvemos a no querer creerlo.
Este año perdimos a un artista irrepetible. Y al mismo tiempo, este año Luis estuvo más presente que nunca. Porque al dolor hubo que conjurarlo con canciones, y cada vez que sonó algo de Luis nos sentimos un poco menos tristes, un poco menos vacíos, aunque se nos mojaran las mejillas y se hiciera otra vez el nudo en la garganta. Luigi se volvió canción, y dejó tanto, tanta magia conjurada, concebida, registrada en cuarenta años de carrera, que no podemos dejar de sentirlo entre nosotros.
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(Dicho sea de paso: 2012 fue un año espantoso. La señora que corta los hilos trabajó sin descanso, golpeando una y otra vez a la cultura argentina. Basta encadenar una dolorosa lista que incluye a Leonardo Favio, Caloi, Juan Carlos Gené, Juan Alberto Badía, Leda Valladares, Ubaldo De Lío, Héctor Tizón, Octavio Getino, Diego Rapoport, Lydia Lamaison, Walter Santa Ana, Jorge Luz, Alicia Zanca, Adrián Otero, Emilio Villanueva, Mabel Manzotti, Gogó Andreu, Norberto Suárez, Estela Raval, Alicia Steimberg y Olga Zubarry. Si se mira más allá de las fronteras y se suma a gente como Antonio Tabucchi, Carlos Fuentes, Ray Bradbury, Adam “MCA” Yauch, Ernest Borgnine, Jon Lord, Osvaldo Fattoruso, Chris Marker, Donna Summer, Jim Marshall (inventor del amplificador sin el cual el rock no sería rock), Chavela Vargas, Dave Brubeck, Ravi Shankar, Gerry Anderson, Gore Vidal, Donald “Duck” Dunn, Tony Scott y aún más, no hace falta abundar en el concepto.)
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Como a veces sucede, la muerte de Luis Alberto Spinetta provocó que se hiciera justicia con su nombre, que más allá de su público incondicional el pueblo entendiera qué clase de artista se había ido, que la cultura argentina debe poner en el mismo pedestal a Gardel, a la Negra Sosa, a Borges, a Cortázar y a Luis Alberto. Aunque a él le desagradara la idea de los pedestales (“No me interesa estar hecho de bronce”, me dijo en la única entrevista que le hice, en 1991), porque se trata de un sitial hecho de merecimiento artístico, y a Spinetta podía desagradarle la cosa burocrática, pero tenía plena conciencia del valor de su obra. Por eso, por no bastardearla ni bastardearse, decidió cagarse en las reglas del negocio y hacer las cosas a su manera, y si había que guardar el disco de Los Socios del Desierto un año y medio pues lo guardaba, y si no quería formar parte del circo no formaba parte del circo.
Todos los músicos que tocaron con Luis, y los técnicos que trabajaron con Luis, hablan de él con un amor infinito. Lo he comprobado en reportajes radiales y gráficos, y en charlas informales sin grabador prendido: resulta reconfortante que su gigantismo musical haya sido acompañado por una ética de trabajo y una búsqueda de calor en el vínculo humano que completan el cuadro. A Javier Malosetti se le llenan los ojos de lágrimas cuando recuerda que Luis le daba la misma importancia al ensayo como a la pausa del mediodía en que cocinaba para sus músicos. Rodolfo García, Machi Rufino, Baltasar Comotto, Gustavo Gauvry, Eduardo “Dylan” Martí, Héctor Starc, León Gieco, el Portugués Da Silva, por mencionar algunos de los que pasaron por el programa que este cronista conduce en la AM 750: todos, cuando aparece la figura del Flaco, hacen una pausa y tratan de encontrar en vano el término que haga justicia. A todos los desborda la misma sensación de vacío, de incredulidad, de algo inexplicable, de lo irrepetible que fue haber transitado el universo de Spinetta.
En Rebeldes, soñadores y fugitivos siempre sonaron sus canciones, pero este año difundirlo se convirtió en una obligación moral, una necesidad de que su música esté en el aire cada día. En el público se multiplicó esa extraña mezcla de pesar por la ausencia y felicidad por la escucha; algunas canciones estuvieron en el borde de lo intolerable, por sí y por la carga emotiva que llevan, los recuerdos de cada uno. Ale, maestro de una escuela de Palermo, vivió momentos de magia pura ecuchando el programa con sus alumnos de cuarto grado, en un aula presidida por esa imagen de Luis sentado en la vereda con el cartel “Hoy todos somos docentes”. Almendra, Pescado Rabioso, Invisible, Banda Spinetta, Jade, Los Socios del Desierto, las talentosísimas agrupaciones que lo acompañaron en su carrera solista; las Bandas Eternas, en suma, nos acompañaron cada vez que la tristeza nos enfriaba el alma.
¿Intuía Luis lo que estaba por suceder, que nos hizo semejante regalo el 4 de diciembre de 2009 en Vélez? Esa noche fue el non plus ultra, el sueño cumplido, la impensada oportunidad de verlos a todos sobre el escenario, de sentirnos plenos, mejores, gracias al milagro de la música. De unir todas las historias. Lo que vino después multiplicó el valor y el amor de esa larga velada en Liniers. Tener la caja con los discos y los DVD es el pellizco necesario para convencernos de que no lo soñamos, que fue verdad.
Spinetta se fue, y Spinetta sigue cantando. Y cada vez que esa voz conmovedora vuelve a sonar, y su poesía vuelve a expresar lo que apenas nos sale sentir, la Parca da un paso atrás. Derrotada, al menos por un rato. Deslumbrada por el reverdecer del jardín de los presentes.
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