Dom 20.01.2013
espectaculos

OPINION

Revancha

› Por Eduardo Fabregat

Es la medianoche del jueves. El Bajo porteño tiene ese aspecto típico de la zona de oficinas fuera del horario de oficina, y más allá de la actividad de cartoneros y algún lumpen perdido procurándose una moneda como cuidacoches, la calle está en absoluta quietud. Bueno, no absoluta. En la calle San Martín flota un rumor, un rumor que puertas adentro del Ultra Bar es tempestad. “¿Querés saber si te van a dejar cruzar? ¿O querés de una vez poner un pie en la calle?”, canta, pregunta, interpela Juan Pablo Fernández, y el lugar es un hervidero de respuestas. A su lado, Federico Ghazarossian descose el bajo, tira acordes o puntea, explota las posibilidades armónicas como sólo lo consiguen los que saben de verdad. Atrás, Luciano Esaín es una usina de potencia salvaje y al mismo tiempo sutil, dobla las voces y –como apuntó el productor radial Pablo Russo– toca como un condenado a muerte en su última noche tras la batería. “En algo vos y yo nos parecemos, la misma sed, el mismo otro lugar / En algo vos y yo nos parecemos, andar buscando revancha”, canta, interpela otra vez el guitarrista y cantante, y el bar se viene abajo.

No hay muchas vueltas: quien no va a los shows de Acorazado Potemkin se está perdiendo una de las mejores bandas que ha dado el rock argentino de los últimos años.

No es que en la escena local no estén pasando cosas. Afortunadamente, las dificultades de la era post Cromañón tienen un contrapeso en la efervescencia artística y creativa que vive el movimiento rock, que de mediados de los ’60 para acá siempre ha encontrado los caminos para reinventarse y salir de sus mesetas. En la década ’00 existió el fundado temor de que el rock argento –con sus debidas excepciones– se hubiera convertido en una rolinguería de segunda mano; hoy, quien esté atento podrá descubrir múltiples ofertas, con una saludable diversidad de estilos y modos de producción. Pero no caben dudas de que Acorazado Potemkin es uno de esos grupos que definen un momento, que concentran una serie de virtudes que los vuelven ineludibles. Curioso camino para una banda nacida en un jardín de infantes, con Lulo y Juan Pablo cantándole “Los muertos”, nada menos, a una banda de niños fascinados que incluía a sus propios hijos.

Curioso, pero al cabo lógico: el ex Pequeña Orquesta Reincidentes y el baterista multitarea (Esaín toca en al menos otras tres bandas) sumaron al ex bajista de Don Cornelio y Los Visitantes y actual contrabajista de Me Darás Mil Hijos, y en sólo dos días, el 28 y 29 de enero de 2011, registraron en los estudios Ion Mugre, un disco sencillamente imprescindible. De manera sintomática en un momento en el que la industria musical se reformula y nada es lo que era, Mugre se fue haciendo conocido desde los márgenes: ofrecido “a la gorra” en el sitio web de la banda, ese paquete de canciones empezó a correr de boca en boca, garantizando una fiel base de fanáticos deseosos de experimentar en vivo esa intensa mezcla en la que conviven Jimi Hendrix e Invisible, el salvajismo eléctrico y la melodiosa musicalidad, la furia y el terciopelo, la siniestra carga de “Puma Thurman” (“El garage, los azulejos, el cuerpo en una mesa de metal...”) y el intenso desgarro emocional de “La mitad”: “Y si es cierto que lo nuestro se termina / y si es cierto que hay que hacerle un final / Entonces quiero que te lleves mi hombro izquierdo / que sin tu pelo no lo voy a usar jamás”. Canciones “inundadas y desbordadas”, como definió Fernández a Cristian Vitale en estas páginas antes de su primer show, en noviembre de 2009. Finalmente, el año pasado el sello Oui Oui hizo justicia realizando una hermosa edición física del disco, completando el círculo.

Desde la base, allí donde las grandes compañías discográficas dejaron de mirar y escuchar para concentrarse en productos económicamente rendidores y autotuneados, Acorazado Potemkin viene construyendo su propio historial mítico. Si existe algo parecido a la justicia musical, en un par de años estos conciertos en Ultra, el Salón Pueyrredón o la Ciudad Cultural Konex (donde tocarán el 9 de febrero en un programa demoledor, junto a Pez y los cordobeses Sur Oculto, otra banda a seguir) tendrán la dimensión de aquellos primeros shows de Soda, Sumo, Virus o los Redondos, a los que centenares de personas dicen haber asistido cuando eran veinte.

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Las referencias a la industria musical no son caprichosas. Esta semana se conoció la noticia de la bancarrota de HMV, la última gran cadena inglesa de venta de música, un hecho que fue lamentado en Twitter por un amplio arco de músicos de ese país. “Una descarga digital no es un álbum”, apuntó Graham Coxon, guitarrista de Blur. Cierto que HMV cometió el pecado de no aggiornarse a tiempo y ofrecer una plataforma de venta vía web (tanto de descargas digitales como de discos físicos) para evitar que sitios como Amazon se comieran el mercado, y para compensar la competencia de los grandes supermercados vendiendo CD a menor precio. Lo terminó hundiendo una deuda de 170 millones de libras, pero también su falta de recaudos ante un negocio que se fue achicando y transformando. Es otro indicador del ocaso de formatos físicos en el Primer Mundo, pero tampoco hay que cometer el error de suponer que es un fenómeno exclusivo de tierras ajenas: basta echar un vistazo a una cadena que se llama Musimundo, pero pone en sus vidrieras heladeras y lavarropas, y allá por los fondos conserva algo llamado batea de discos.

Hace tiempo que el melómano alimenta sus instintos en pequeños locales donde aún puede entablar un diálogo alimenticio con el tipo que está detrás del mostrador; se hace difícil encontrar alguna clase de asesoramiento en locales donde los discos se despachan, y el despachante apenas si conoce los nombres del Top Ten. Uno ya no se amarga mucho: sabe que las cosas más interesantes están en las viejas y queridas cuevas, y que hay mayores posibilidades de sorprenderse buscando en Soundcloud o Bandcamp que en el sho-pping alfombrado con displays de One Direction y el último rapper o chica bonita soulera de la fábrica en serie. No es que no haya propuestas valederas en la gran industria: las hay, y siguen alimentando el circuito. Pero pierden por goleada ante lo intrascendente disfrazado de maravilla.

Para los músicos, hoy ser independiente no es una pose o un intento de parecerse a MIA o los Redondos, sino la alternativa más fiable a pesar de los riesgos y la incertidumbre. Para el público, especialmente aquel que ama comprobar que se puede seguir hablando de un rock argentino fecundo y estimulante, corren tiempos más que interesantes. Tiempos de salir a ver, ponerse a escuchar, desprenderse de prejuicios y dejarse sorprender. De no esperar el permiso y poner el pie en la calle. De andar buscando revancha, y encontrarla.

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