OPINIóN
› Por Javier Aguirre
La muerte de un señor de 98 años (anciano, pero bastante más joven que su hijito Yoda, el maestro Jedi que murió a los 900 abriles) no necesariamente representa un antes y un después para la saga de Star Wars. Pero sí resulta simbólica. El maquillador y diseñador británico Stuart Freeborn, quien acaba de fallecer, fue quien entre 1977 y 1983 había creado las marionetas, las máscaras y los disfraces que dieron existencia visual a buena parte de los seres más populares e impactantes de la original trilogía de George Lucas, como el grandote piloso Chewbacca, el petiso orejudo Yoda, los retacones plantígrados Ewok o el sebáceo malandra Jabba. Pionero de los efectos especiales, Freeborn estaba mucho más cerca –si se quiere– del trabajo artesanal del titiritero Javier Villafañe que de la omnipotente deidad digital que caracterizó las últimas tres películas en rodarse de la saga, en las que el viejo diseñador inglés ya no tuvo nada que ver. Mientras la Disney celebra su reciente adquisición de los derechos de la saga preproduciendo una nueva trilogía y, prolífica como todo imperio, prometiendo desprendimientos (spin-offs, diría un anglófilo) de algunos de los personajes en “películas solistas”, los Wookies y los Hutts de la galaxia lloran a Freeborn y a su escuela. Fue el tipo que creó al Yoda de carne y hueso –y goma– a su imagen y semejanza, copiando rasgos de su propio rostro y tomando prestados algunos de Albert Einstein: anciano sabio no sólo hay que serlo, también parecerlo.
Y así como en el futbolero supone que “se juega como se vive”, el nerd-geek-freak supone que todo –todo– puede explicarse a partir de la cosmovisión de la Guerra de las Galaxias: o sea que, en sintonía con los cambios tecnológicos ocurridos en el remoto y hostil planeta Tierra en los últimos 25 años, la Star Wars analógica cedió su lugar a la Star Wars digital. En su primera trilogía, George Lucas confió la creación de algunos de los aliens más importantes del argumento a un viejo que trabajaba con látex, témpera, pelucas y varillas. Pero en la segunda trilogía optó por un ejército de mouses, discos rígidos y pixels. Y ese paso desde el “hacer lo posible” hacia el “todo es posible” define un cambio en la manera de crear válido para cualquier galaxia: de las limitaciones no dogmáticas al infinito, todopoderoso universo digital. Desde la película Jurassic Park en adelante, aquella idea –otrora positivista, escéptica, orgullosa, poronga– de “ver para creer” se convirtió en una mera confesión de ingenuidad: el sentido de la vista ya no es agente de comprobación y empirismo, sino de fe y credulidad.
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