Mié 04.09.2013
espectaculos

OPINIóN

Figaro qua, Figaro là

› Por Diego Fischerman

El tarjetón tiene en su anverso la foto del telón rojo que fue parte de la campaña mediática antes de la reinauguración del Teatro Colón. En el ángulo superior izquierdo están las letras “BA”, con la tipografía que forma parte de las comunicaciones del Gobierno de la Ciudad, y en la parte inferior dice “Buenos Aires Ciudad”, al lado del escudo de la Ciudad Autónoma, y la frase publicitaria “En todo estás vos”. Letras grandes, blancas y en mayúsculas, convocan “AL COLON” y, sobre ellas, se ve un blasón con una tijera cruzada por un peine y la leyenda: “Día del peluquero”, seguida por la afirmación “La Ciudad quiere homenajearte con una invitación especial”.

El reverso es peor. La foto y la firma del jefe de Gobierno, Mauricio Macri, y de su escudero Horacio Rodríguez Larreta rubrican un texto en el que se habla de una venerable tradición comenzada cuando “allá por 1877, un apasionado barbero argentino llamado Domingo Guillén decidió inmortalizar el Día del Peluquero haciendo una celebración en el Teatro Coliseo”. Pese al dato erróneo, dado que el viejo Teatro Coliseo, frente a la Iglesia de la Merced, fue demolido en 1873 y el nuevo, frente a la Plaza Libertad, no fue construido hasta 1905, el convite al “estimadísimo barbero, peluquera, estilista” dice esperarlo “el domingo 15 de septiembre en el coliseo más bello de Buenos Aires, el prestigioso Teatro Colón” y lo estimula a “invitar a todos los peluqueros y peluqueras que trabajan con vos para que también se sumerjan (sic) en este aniversario”.

Más allá de que el conglomerado gobernante en la ciudad –resulta imposible llamarlo partido político– está lejos de ser homogéneo y de que muchas de las acciones ideadas desde el rincón de Rodríguez Larreta están lejos de ser gratas al ministro de Cultura, Hernán Lombardi, y de que de uno y otro lado suelen irritar a –y ser irritados por– el director del Colón, Pedro Pablo García Caffi, este “día del peluquero” en el Colón no está aislado de hechos como la utilización del San Martín como salón para el cumpleaños de un amigo de Mauricio Wainrot –con el ballet que él dirige animando la fiestita– o para una convención de intelectuales de derecha (perdón por el oxímoron). O la entrega de los Martín Fierro y la próxima reunión del Comité Olímpico Internacional en el Colón. O la elección de “Miss Boquita” en la Usina del Arte. En todos estos casos se evidencia una relación de tensión muy fuerte con el fundamento de estos teatros, es decir ni más ni menos que con lo que hace que se justifique su existencia como emprendimientos públicos, financiados por los impuestos ciudadanos. Podría tratarse, por supuesto, de salones para eventos. O de salas destinadas al teatro comercial o a músicas que pudieran garantizar ganancias económicas. Pero, en esos casos, no tendría ningún sentido que las pagara la ciudadanía.

Si no se cree en la función del Estado como resguardo del patrimonio cultural y como motor de nuevas creaciones en el campo de las artes, los teatros como el San Martín o el Colón no tienen sentido. Los teatros públicos no encuentran su justificación en el hecho de que puedan resultar buenos negocios. No se han creado para eso, no se destina a ellos un presupuesto generado por los impuestos para eso, y, si lo que se quisiera fuera eso, habría caminos mucho más eficaces (renta de cocheras, la comercialización de la soja) que destinarlos a aquello para lo que no fueron pensados. Pero, además, si se tratara de un programa de alquileres racional, que no alterara las programaciones de los teatros y cuyo producido se informara con claridad y se destinara, por ejemplo, a más funciones con entradas muy baratas, o a encargos a obras de dramaturgos y compositores, o a estrenos de composiciones nuevas, la cuestión sería muy otra. En este caso, con los peluqueros (y más adelante, por qué no, los agrimensores, los empleados textiles, los enfermeros y enfermeras, los talabarteros y los podólogos, todos ellas y ellos con profesiones tan dignas como la de los barberos y estilistas del cabello) de lo que se trata es de la utilización de los bienes públicos como si fueran posesiones privadas. Y de una gestión de gobierno que, partiendo de su desconocimiento e incomprensión de la materia, es incapaz de generar políticas al respecto. Es muy posible que el Teatro San Martín y el Colón no hayan formado parte, como lo ha sido para miles de porteños, de la educación sentimental de Gabriela Michetti, Diego Santilli, Horacio Rodríguez Larreta o Mauricio Macri. Es posible que ellos se encuentren algo azorados ante estas salas que estrenaron obras de Constantino Gaito, Gerardo Gandini, Martín Matalón y, también, Richard Strauss o Giacomo Puccini, y por las que pasaron Tadeusz Kantor, Pina Bausch, Oscar Aráiz, Ariel Bufano, Ana Itelman o Juan Carlos Gené. Podría apostarse a que jamás han concurrido a los ciclos de la Sala Lugones. Quizá verdaderamente no sepan para qué eran ni para qué deben ser estos teatros. Corresponde que sean los ciudadanos, todavía hoy sus dueños reales, quienes les enseñen y exijan respeto por ellos y su historia.

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