EL PROYECTO DE YACOMUZZI
› Por Cristian Vitale
Roberto Yacomuzzi trata de pintar su aldea con músicas y palabras. Como es de Quemú Quemú, un pueblo del noroeste de La Pampa que apenas supera los tres mil habitantes, y solo se corrió unos cien kilómetros (Santa Rosa) para profundizar en llanuras y gentes, lo que le sale es un fino remanso sonoro enmarcado por huellas y milongas, apenas despabilado por poesías agudas. Lo que Yacomuzzi intenta, además y puntualmente en su flamante disco Ellas... las cantoras, es vestir aquello con ropaje de mujer. Por eso el título, y por eso Liliana Herrero, Edith Rosetti, Laura Albarracín, Luna Monti y Marita Londra, entre otras, como canales inevitables para contar sobre sus derredores y circunstancias. “Puedo decir que la mujer como intérprete viene consolidando un trabajo muy destacado, de una gran coherencia en lo ideológico, en consecuencia en lo estético y en el mensaje, lo cual la coloca un paso adelante del conjunto de los intérpretes masculinos”, asegura este compositor con largo peregrinaje por esos suelos pampeanos que viene desandando hace largos ratos.
Por Los Cuatro Rumbos, por caso, banda juvenil que, en los ’60, lo ayudó a descubrir y consolidar sentimientos de pertenencia entre sangres españolas, italianas, criollas e indígenas, y un paso posterior que lo llevó a indagar en Ricardo Nervi, Edgar Morisoli o Juan Bustriazo Ortiz, y aprovechar tales musas pampeanas –independencia creativa mediante– para dotar de miradas al grupo Alpatacal, junto al que generó la cooperativa de trabajo CoArte. O por Libresur, experiencia que compartió con Lalo Molina, Pato Arias y Juan Falú, y editó el disco Una rama del árbol. “Seguramente mi poesía obedece más a estímulos que a modelos estilísticos, tal vez por mi vertiente puramente intuitiva; aunque sería zonzo de mi parte pretender que esté desprovista de influencias o similitudes, dada mi admiración por los creadores de la canción folklórica y el tango desde los ’40 hasta la hecatombe del ’76, como así también la fuerte identificación con nuestros predecesores provincianos. Encontrar el caracú es algo que le dejo a quien coma el puchero”, grafica el autor de “Confesión del viento”.
–¿Por qué la mujer en el centro de su trabajo?
–Transcribo un texto mío: “En los comienzos del tiempo, Dios creyó tenerlo todo en un puño. Se equivocaba, y aunque hay quienes afirman que fue la única vez, fuera de su arbitrio había quedado la mujer. Entonces uno y la otra se abocaron con ahínco a la tarea de crear sus propios mundos y no son otros que los dos que llegan hasta nuestros días en conflictiva armonía. Bienaventurados aquellos que puedan disfrutar de ambos universos”. Puedo decirlo así o a través del tema “Batón de algodón”, un expreso homenaje a la mujer sin brillos, “la que no trabaja”, según una clásica expresión, y cabría preguntarse si el concepto incluye no piensa, no siente.
Lo contrario podría decirse sobre el resto de piezas con voz de mujer que pueblan el disco. Sobre “De sombras largas”, por caso, un remanso de llanura y distancias a cargo de Liliana Herrero. O sobre “Cielo de entonces”, y la voz afín de Marcela Eijó, que remite a la infancia de Yacomuzzi en Quemú Quemú, donde descansan sus padres, abuelos y amigos y que el autor condensa con la frase “voces que un gran silencio me dejaron”. O sobre la pata cuyana que se desprende de “Si yo supiera”, tonada cantada por Luna Monti, con arreglos de Juan Quintero.
–¿Por qué aparecen las orillas y las tristezas a menudo en sus textos?
–La casa de mi infancia era la última en una sucesión de humildes quintas al este de mi pueblo; por su puerta pasaba una calle que se perdía en el horizonte. Eramos los “ricos” del barrio porque mi viejo, albañil, tenía un “forté”: ¿No serán esas las orillas que recalan en mis textos?
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