A LOS 89 AñOS, FALLECIó AYER EL URUGUAYO JUAN MANUEL TENUTA
Artista cálido y modesto, brilló tanto en el teatro como en el cine y en la TV. Su variedad de registros parecía infinita, también respecto de los caracteres. Podía ser el Sergio Musicardi de Esperando la carroza o un torturador en El señor Galíndez.
› Por Hilda Cabrera
Ser un actor apasionado y reflexivo era la curiosa combinación que distinguía al uruguayo Juan Manuel Tenuta, quien falleció ayer a los 89 años, víctima de un accidente cerebrovascular. El actor inició su fecunda labor en las tablas cuando contaba apenas siete años, continuándola de manera diversa. Fue en su juventud titiritero y payaso de circo, y trotamundos al enrolarse como marinero y descubrir así las maravillas de América y Europa. Había nacido en Fray Bentos en 1924, ciudad portuaria en la que debutó en un teatro de la ciudad. Entonces era su Babilonia, por la incesante circulación de marineros y obreros de todo el mundo. Se requería mano de obra para un puerto siempre en movimiento, de modo que la vida cotidiana transcurría para el joven Tenuta entre franceses e ingleses, yugoslavos, griegos y turcos. Tiempo después, la atracción por el teatro lo trajo a Buenos Aires, donde residió durante años, y de la que debió alejarse en los ’70, cuando la Triple A y la dictadura militar marcaron el exilio. Pero la partida no menguó su apego a la Argentina ni a su querido Uruguay, tampoco su deseo de expresarse a través de la actuación. En sus conversaciones recordaba con parejo entusiasmo su aventura de marinero titiritero, actividad que le permitió –decía– “reforzar su compromiso con su país y su comunidad” y atesorar la experiencia que logró adquirir al lado de quienes consideraba sus primeros grandes maestros en las tablas. Supo cumplir el rol de “claque” junto a personalidades tan diferentes como las de Luis Arata, Enrique Muiño, Orestes Caviglia y Elías Alippi. Su tarea en los jóvenes años era “aplaudir, vivar y aprender”. La travesía con los títeres no fue un mero pasatiempo. Pudo recorrer varios países de América latina e internarse en aldeas indígenas y conocer a los aymara, los quechuas y los guajiros de la frontera colombiano-venezolana. Su voz profunda y cuidada en el fraseo era una garantía al momento de componer sus personajes. Una marca que lo distinguía tanto en el teatro como en el cine y la TV. Su variedad de registros parecía infinita, también respecto de los caracteres. Podía ser el Sergio Musicardi de Esperando la carroza (en la versión original de Alejandro Doria y en la segunda parte dirigida por Jacobo Langsner), como, en teatro, el Hermann Straub, personaje de ideología nazi, refugiado en una isla del Delta (Valhala, obra de Patricia Suárez que dirigió Ariel Bonomi). Y, para sumar contrapuntos, el contrincante en amores de la amada muerta que protagonizó junto a Norman Erlich, en Socios en el amor (del autor judío inglés Lionel Goldstein), o el Friedrich de Cuarteto, obra de Eduardo Rovner que dirigió Sergio Renán.
Casado con la actriz Adela Gleijer, padres ambos de la actriz y cantante Andrea Tenuta, fue también quien emocionó a los espectadores cuando leyó en una función de Agosto (obra que dirigió Claudio Tolcachir y contó en su elenco a Norma Aleandro y Mercedes Morán) la carta de Teatro por la Identidad. “La carta de Abuelas” recordaba que “la verdad es posible y necesaria para construir nuevos sentidos en nuestro andar. No te quedes sin saber quién sos. Tenés derecho a saberlo”. Y cuánto sabía también Tenuta de ausencias.
“Yo me entrego”, decía, cuando se le preguntaba por aquellas composiciones suyas, tan dispares e igualmente intensas: “Los actores tenemos que experimentar con todo tipo de personajes y en todos los medios, el teatro, el cine, la TV, el circo, la calle...” Aclaraba, eso sí, que no le interesaba “intelectualizar”, y acaso, como ejemplo, mencionaba a El señor Galíndez, de Eduardo “Tato” Pavlovsky, donde le tocó el rol de torturador. Y para el espectador, cumplió. No hubo medio ni circuito donde dejara de expresarse. Se lo vio en el independiente y el oficial. En los años ’80 fue varias veces contratado para participar de las puestas del Elenco Estable del Teatro San Martín, y hacer temporadas con Tato Bores y Carlos Perciavalle en la exitosa La jaula de las locas. También en musicales coloridos con tintes de comedia, como El violinista en el tejado y Mi bella dama.
Artista cálido y modesto, de esos que no amenazan con hacer ruido ni sufren la enfermedad de los opinantes, había desarrollado en Uruguay una labor fundamental. Fue uno de los intérpretes fundadores de El Galpón de Montevido, en 1949, grupo y sala que en 1954 comenzó a dirigir el uruguayo Atahualpa del Cioppo, creador al que Tenuta reconocía “su bonhomía y cultura”, y valoraba especialmente por su trabajo en el exilio, tanto en México como en otros países latinoamericanos. “En El Galpón tuvimos importantes y queridos directores, como el español José Estruch y Rubén Yáñez”, señalaba. No olvidaba referirse a su propio itinerario antes de El Galpón, su gira por Chile, pues, además de actuar, seguía en la marina mercante.
En aquella época lo atrapaba el Teatro Experimental que conducían directores y amigos chilenos, como Pedro de la Barra. Ese período poco divulgado en el medio teatral argentino testimonia el empuje de este artista en el teatro independiente latinoamericano y dentro de éste el de su país, que tuvo su Teatro del Pueblo, fundado en 1937, siete años después del creado en Buenos Aires por Leónidas Barletta. “El teatro argentino de esos años hizo escuela”, memoraba Tenuta, y lo resumía mencionando a La Máscara, de Ricardo Passano; el teatro judío IFT, con Manuel Iedvabni y Jaime Kogan; Los Independientes, con Onofre Lovero, y el Fray Mocho, con Oscar Ferrigno, a quien calificaba de revolucionario en material teatral. “Argentina y Uruguay fueron los primeros países de habla castellana que dieron obras de Bertolt Brecht”, afirmaba. Según el actor aquel hecho pionero dio lugar a una invitación de Helene Weigel, mujer de Brecht, a que fuera (él y otros) a Berlín. Otro tanto ocurrió con el escritor y dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt y la invitación a Frankfurt, donde se estrenaba El meteoro.
Era una época en que el teatro latinoamericano se conectaba de modo frecuente a través de los sindicatos de actores, y Tenuta, que había presidido el uruguayo, supo del valor de estos viajes. Entre sus varias giras y compromisos, realizados en “épocas tajantes”, memoraba su gira con Pablo Neruda: “El recitaba su Canto general y yo ofrecía mis trabajos con títeres”. Epocas que contrastaban con aquellas otras de resurgimiento del fascismo, cuando –contaba– en Argentina circulaba una frase que metía miedo. “Mate hoy un judío y mañana un uruguayo.” Circunstancia que Tenuta transmitía con infinita tristeza. Diferente era su ánimo cuando hablaba de lucha contra el olvido o de recuperación de lugares queridos, como el Teatro Solís, de Montevideo, un edificio de 1856, “uno de los más viejos y bellos de América”, señalaba con alegría.
* La familia decidió no velar los restos de Tenuta, que serán cremados hoy en el Panteón de Actores del Cementerio de la Chacarita.
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