OPINION
› Por Horacio González *
A comienzos del año 1947, Victoria Ocampo dedicó la revista Sur, número completo, a las “letras francesas”. Lógicamente, tuvo que apelar a criterios de selección que quedan detallados con aleccionadora precisión en un breve prólogo del número. Advierte, primeramente, que se priva de incluir a Paul Valery –que había fallecido dos años antes– por ser un nombre suficientemente reconocido por los lectores. En verdad, no podía ser de otra manera, sobre todo en la Argentina, pues el autor de Cementerio Marino y de Monsieur Teste es citado y recurrido frecuentemente por el mundo intelectual del momento. Borges no se priva de apelar en muchas ocasiones al asombroso y un tanto atroz Señor Teste. Aceptamos pues el criterio de Victoria Ocampo, no sin cierta perplejidad. Hay un excluido por exceso. Justamente por su renombre, aunque en nota de pie de página, advierte Victoria que de todas maneras ya lo ha publicado en su editora.
Otras omisiones declaradas de nombres principalísimos de la literatura francesa de la primera mitad del siglo XX son los de Paul Claudel, Antoine de Saint-Exupéry o Jules Supervielle. Este último, ya en ese año 1947, era también muy leído y mencionado en el Río de la Plata. Si bien Supervielle tenía vínculos con Valery, su mayor lectura rioplatense se debía a su condición de francouruguayo, como Lautremont y Jules Lafargue. En cuanto a Saint-Exupéry, podía ser considerado en esa época como un autor fuertemente reconocido entre toda clase de públicos, además de tener fuertes vínculos con la Argentina y con el nacimiento de su aviación comercial. Paul Claudel es un caso diferente; valorable poeta, hacía tiempo se había convertido al cristianismo –en algo influye sobre el cubano Lezama Lima– y su libro A los mártires españoles, diez años antes de la publicación de Sur, impresionaba por su defensa mística de “la España del Cid, de la espada de la cristiandad”. Sur, en cambio, no desmentía su apoyo a los republicanos españoles, ya pasado el encanto de Victoria Ocampo por Drieu La Rochelle, ahora ya de la mano de Malraux. El relato La esperanza, de Malraux, tenía que ver también con la aviación. El futuro compañero intelectual de De Gaulle había sido el organizador de la escuadrilla republicana.
Sin embargo, tanto sobre Malraux, Gide, Aragon y Roger Caillois –publicados en el número de Sur–, la propia Victoria Ocampo reconoce que violan la primera regla de exclusión que se ha propuesto. Ellos también son acabadamente reconocibles en el plan de lecturas de los letrados argentinos. No obstante, son publicados. No ocurre lo mismo con el francés-caribeño Saint John Perse, quien por sus extrañas meditaciones poéticas de Anabásis ya era un festejado poeta en los círculos más restrictos de entendidos –Valery, por supuesto, y también T. S. Eliot–, pero es seguro que ignorado en ese momento por la mayoría de los lectores argentinos de poesía. La regla de Sur de dar a conocer a los menos conocidos fallaría también aquí.
Victoria Ocampo actúa entonces bajo esta implacable afirmación: “Lamentamos no dar nada de St. John Perse. Una doble dificultad –falta de tiempo y de espacio– nos lo ha impedido. La traducción de sus largos poemas excluye la prisa y no podría ocurrírsenos ningún corte”. Raras palabras. El artículo que Sur publica de André Gide, para la época, autor de gran reconocimiento, es de una gran extensión (hay que decir, una recreación muy interesante del mito de Teseo, que Gide había publicado el año anterior en Francia), lo que invalida la objeción a los poemas de Saint John Perse e introduce una alusión a los “cortes” que “no se harán”, que parece una ocurrencia que de por sí debería estar excluida desde el inicio de cualquier acto de publicación. Silvio Mattoni, en un comentario sobre los problemas de traducción de este importante número de Sur, hace observaciones semejantes y muy pertinentes.
El artículo de Caillois es poco memorable, pero este interesante personaje dio mejores frutos en otras ocasiones y su papel reversible entre la cultura francesa y la argentina ofrecerá poco después sus frutos como introductor de la obra de Borges en Francia, que tendrá hasta hoy una fuerte onda de expansión. Aparece en el número Malraux, con un interesante artículo sobre Lawrence de Arabia, tema de la época, sobre el que Victoria Ocampo ha escrito también un ensayo, con el que impresiona a Camus, que ofrece a Sur un anticipo de La peste. Las reglas de promover a los poco conocidos y a “los no traducidos aún” se cumplen parcialmente. Sartre ya tenía traducido El ser y la nada en castellano, cuando Victoria publica la discusión posterior, luego vastamente conocida, de El existencialismo es un humanismo. Simone de Beauvoir, efectivamente poco conocida entonces (règle accompli), en el volumen que comentamos, no se luce en exceso con una fugaz teoría de la novela metafísica.
No sabríamos dónde ubicar, entre las reglas de admisión/exclusión de Ocampo, la traducción borgeana de dos poemas en prosa de Francis Ponge, poeta inclasificable por su raro y extraordinario trabajo de relación entre las palabras y las cosas. Al que Sartre ya había introducido poco antes al propio público francés, y ahora caía en las poco interesadas (según Mattoni) manos de Borges. Hoy uno lee a Ponge y se asombra de qué intacta está su capacidad poética de interrogar la absurda cotidianidad de los objetos. Perfecta jugada anticipatorio de Victoria Ocampo, avalada no tan a lo lejos por Sartre. Luego es mencionable en la revista, y nos quedamos cortos, la publicación de uno de los artículos de Merleau-Ponty sobre el acto reflexivo en la pintura (La Duda, de Cézanne), que comenzaba a ser leído en los círculos filosóficos, del autor que poco antes había sorprendido en Francia con su Fenomenología de la percepción (règle accompli).
Victoria Ocampo, en este número de Sur, se puede decir que traza el derrotero bibliográfico de muchos programas de lectura que luego se sucedieron en la Argentina. El tono general del número es existencialista e incluso Gide y Camus podían ser confundidos en la época y pasar por tales. De todos modos, el número supone una fuerte toma de posición sobre la cultura francesa, seguido de una hipótesis obvia de recepción en las lecturas argentinas. En este número de Sur aparece la publicidad de la Revista Orígenes, que en el mismo tiempo dirige Lezama Lima en Cuba. Allí se encuentra otra tesis totalmente divergente sobre lo que es la recepción cultural, poniéndose el énfasis en el deseo previo y la secreta creatividad del que oscuramente recibe lo que ya sabe. Lezama, con genial arbitrio, llama barroca esta actitud.
Victoria no se anima a tanto. Años después, en 1982, cuando a David Viñas y a César Fernández Moreno les toca dirigir un número sobre Argentina de Les temps modernes, la revista de Sartre, deben ejercer distintos tipos de selectividades, ahora invertidas: qué argentinos escribirán sobre Argentina para el público francés, y bajo las condiciones de riesgo que imponía la dictadura militar en nuestro país. Viñas hace un gesto inédito: allí reconoce, es posible que por esa única vez de modo tan contundente, lo que se le debe a Sartre.
Valery, permítaseme esta opinión, y agrego, injustamente, puede estar hoy más vivo en la lectura del público general que Sartre, aunque la influencia de éste aún no se ha disipado totalmente. Pero parecen historias viejas. No lo son. El ejercicio de la selectividad es siempre una recurrencia en la cultura, las artes y toda actividad humana. Hay que ver con qué delicadeza se la hace, y la de Victoria Ocampo superó en la Argentina todo lo conocido en materia de destrezas de anfitriona y cuidadora del anticipo cultural, como pionera de lecturas que dejarían largos destellos. Su caso es complejo y hay que seguir discutiéndolo. Consiguió hacer del incomodísimo tema de la selección de autores, una astucia del arte o un arte de la astucia. Y cuando tuvo que explicar sus reglas de admisión, un mundo literario entero aceptó sin chistar sus decisiones, eso sí, explicadas con elegancia señorial, al punto de que el excluido hasta podría agradecer.
Si Valery era descartado, ni debía emplearse esta palabra, y de hacérselo, se explicaba que ya aparecía publicado en los otros mismos dominios de la Gran Seleccionadora, bajo otras formas y maneras de difusión. En relación con estas reglas del arte de construir aglomerados culturales heterogéneos y finamente hilados por dentro, las instituciones culturales del Estado se hallan en tal desventaja que, si la acción de Victoria Ocampo hubiera ocurrido en nuestros días y por una absurda ley del azar inverso estuviera de por medio alguna institución oficial, cualquier rudo intérprete, desconocedor de la complicada cuestión que hace a la multívoca relación entre Francia y Argentina, con asimetrías y simetrías formidables, le podría preguntar a la Seleccionadora, ante la falta de Paul Valery: ¿será porque era kirchnerista?
* Director de la Biblioteca Nacional.
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