J. M. COETZEE Y PAUL AUSTER EN BUENOS AIRES
Los escritores, primeras figuras de la actual Feria del Libro, se limitaron a leer fragmentos de Aquí y ahora, el libro que registra el intercambio epistolar entre ambos. El encuentro, algo frío para el público, debió sortear algunos problemas técnicos.
› Por Silvina Friera
“El mundo sigue enviándonos sorpresas. Y nosotros seguimos aprendiendo.” El final de una carta de J. M. Coetzee a Paul Auster, publicada en Aquí y ahora (Anagrama & Mondadori), intercambio epistolar entre los dos escritores, podría ser el principio de lo que sucedió ayer por la tarde en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Primero recorrieron el predio durante unos diez minutos junto con Gabriela Adamo, directora de la Feria, y Carlos Ruta, rector de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam). Después, cuando aparecieron caminando por el escenario de la sala Borges, 1500 personas aplaudieron como si cada palma de la mano se sacara chispas con la otra. “Vamos a leer extractos de nuestro libro”, anunció Auster. Quién iba a imaginar que, en pocos segundos, asistirían a un episodio ciento por ciento austeriano. El autor de La invención de la soledad recordaba una “curiosa historia” cuando participó como jurado del Festival de Cannes en 1997. En medio de esa tumultuosa vorágine de famosos, le estrechó la mano a Charlton Heston, justo con quien menos ganas tenía de entablar conversación alguna por sus ideas políticas “abominables”. El sonido intenso y molesto de un acople marcó la primera interrupción. “Al mismo tiempo, hay un concierto de música electrónica”, bromeó el narrador norteamericano. “Parece una película de ciencia ficción de los años ’50: vienen los platos voladores”, agregó. El “más allá” y los desperfectos técnicos continuarían un rato más. “Creo que es mi voz convertida en otra voz”, arremetió Auster, como un actor que sabe improvisar sobre la marcha.
Coetzee, tan ajeno y distante, parecía una estatua de piedra o un inefable dios sudafricano a quien nada ni nadie puede conmover. Menos un pedestre inconveniente sonoro. Ni un músculo de la cara se le movía. “¿Hay alguna manera de arreglar esto?”, preguntó Auster un tanto preocupado y luego decidió retirarse “dos minutos” –aclaró en español para tranquilizar al público– hasta que se resolviera el problema. Superada la amenaza de los “platos voladores”, los escritores regresaron. Auster completó la lectura de esa carta en la que repasa las veces que se encontró con Heston: en la feria del libro de Chicago unos días después de Cannes y en un hotel de Manhattan. “¿Cómo debo interpretar esto, John? ¿Te pasan a ti estas cosas, o es sólo a mí?”, concluye la carta del autor de Diario de invierno. Aunque hacía años que se leían mutuamente, se conocieron en febrero de 2008, cuando Auster y su esposa, la escritora Siri Hustvedt, asistieron al Adelaide Literary Festival, en Australia, donde vive Coetzee. El autor de Desgracia le propuso embarcarse en un proyecto común de intercambio epistolar en el que “podamos sacarnos chispas el uno al otro”. El resultado es Aquí y ahora (2012), las cartas que se enviaron entre 2008 y 2011 en las que reflexionan sobre la amistad, el deporte, la crisis económica, la paternidad y la creación literaria, entre otras cuestiones.
El Premio Nobel de Literatura evocó una partida de ajedrez que sostuvo con un ingeniero alemán en un barco en el que viajaba rumbo a Estados Unidos. Había aceptado un empate que pronto devino obsesión por la corazonada de que con cuatro o cinco movimientos hubiera logrado que capitulara el contrincante. “No me gustan las formas del deporte que imitan demasiado fielmente a la guerra, en las que lo único que importa es la victoria, y la victoria se convierte en una cuestión de vida o muerte, puesto que la guerra carece de gracia –confiesa el autor de Vida y época de Michael K en una carta de 2009–. En el fondo de mi mente, tengo una visión ideal –y tal vez inventada– de Japón, en la que uno no se reprime de infligir la derrota a un oponente porque la derrota es algo vergonzoso y por tanto imponerla es vergonzoso.” La selección de la correspondencia trazó una suerte de galaxia temática sobre la cuestión del tiempo y el espacio dentro de la ficción –¿será que nuestra mente deplora el vacío?, se interroga el autor de Brooklyn Follies–, sobre la cualidad visual que Coetzee llama “vagamente un aura o una tonalidad” y los límites de la interpretación. “Tu nombre es tu destino. El único problema es que tu nombre sólo dice tu destino de la misma manera que la sibila de Delfos: en forma de enigma. Sólo cuando estés en el lecho de muerte descubrirás lo que quería decir ‘Tamerlán’ o ‘John Smith’ o ‘K’. Una revelación borgeana”, planteó el sudafricano en otra de sus cartas.
“Me ha pasado la vida explorando mi propio nombre y meditando sobre él, y mi gran esperanza es nacer de nuevo en la piel de un indio americano –confesó el narrador norteamericano–. Paul: en latín, pequeño, humilde. Auster: en latín, viento del Sur, un eufemismo norteamericano de ventosidad. Por lo tanto volveré a este mundo llevando el orgulloso y enteramente apropiado nombre de Pequeña Ventosidad.” No hubo diálogo más allá de los fragmentos de las cartas que leyeron. Quizás algunos esperaban más interacción aquí y ahora. Luego firmaron ejemplares, cumpliendo, cada uno a su manera, con sus firmas y dedicatorias, con sus nombres, esa promesa de ser “hermanos de sangre”.
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