PRESENTACIóN DE BESAR A LA MUERTA, PRIMERA NOVELA DE HORACIO GONZáLEZ
Junto a Ricardo Piglia y María Pía López, el sociólogo y director de la Biblioteca Nacional mostró en público su debut novelístico, que gravita en torno de un asado, en el que se especula con humor ácido sobre política y teología.
› Por Silvina Friera
Las páginas del manuscrito no tienen “gran valor literario”, afirma un supuesto lector que descubrió en esas líneas la historia de un fracaso o de varios. “¿No habían sido sepultadas en el polvo literario del pasado las noveletas conversacionales?”, ironiza una voz, acaso la del profesor Rupestre, que destila sombrías ironías acerca del mundo universitario argentino. Pensándolo mejor, el escrito posee algunos valores, pero suena anticuado y vencido. Algunos juegos macedonianos, a todas luces innecesarios, certifican que la vetustez no ha aparecido como un elemento extraño, sino que ha sido buscada deliberadamente... Este preludio sobre las probables atribuciones y la calidad de una obra que flirtea con la idea de lo “menor” es la rúbrica inicial con la que Horacio González pone toda la carne en el asador de la lengua en Besar a la muerta (Colihue), su primera novela. Una ficción que gravita en torno de un asado y tres personajes: el Padre Poggi, el ex sacerdote Santiesteban y el profesor Rupestre. Entre entrañas, mollejas y vino tinto, especulan sobre política y teología en una larga conversación que se prolonga toda la noche, afilada por el ácido corrosivo de un humor burlón. “Me escapé del hospital”, ironizó Horacio González cuando entró a la sala Alfonsina Storni del predio de La Rural. El director de la Biblioteca Nacional estaba internado y fue autorizado por su médico para realizar la presentación del libro junto con Ricardo Piglia y María Pía López.
“Quiero desmentir que la internación sea una operación de marketing. No somos tan refinados”, bromeó Aurelio Narvaja, dueño de Colihue. “Leí la novela y no podía dejar de reírme, pero esa ironía está ligada a hechos bastantes trágicos –comentó Piglia–. Yo creo que se tendría que llamar ‘El beso de Perón’. Horacio pertenece a una tradición que podría estar encarnada por (Ezequiel) Martínez Estrada y que tiene que ver con esa distinción que hace Leo Strauss entre Atenas y Jerusalén. Decía que era una pena que nuestra tradición fuera la de Atenas, que era la tradición del concepto, mientras la de Jerusalén era la tradición del relato. La mejor representación de esta tradición es la Biblia, donde la palabra de Dios es narrativa; es el relato el que constituye el mundo.” El autor de Respiración artificial señaló que en los libros de ensayo de González hay alguien que reflexiona a partir de un acontecimiento. “Un relato no se interpreta: se vuelve a narrar. Podríamos entender también la tradición cultural como un sistema de narraciones que se replican, que se anulan, que se critican, que se vuelven a replegar. Los relatos no cierran el sentido sino que dan a pensar. Esta ha sido siempre la virtud de Horacio.” La novela pivotea en torno de dos cuestiones: los acontecimientos y las palabras. “Horacio es muy sensible al modo en que las palabras han ido cambiando el significado y está siempre atento al movimiento narrativo que tienen las palabras”, explicó Piglia. “El acontecimiento es el momento de la muerte de Eva Perón y la percepción que tiene el cura Hernán Benítez, que en un momento le dice a Perón: ‘Ahora tiene que besarle la frente’. Esa escena remite a otras escenas donde siempre alguien muere, y a grandes discusiones en torno de la liturgia y las creencias. Entre el misterio de las palabras y el misterio de una escena donde está muriendo Eva Perón se teje esta novela que pertenece a la mejor tradición argentina, una de esas novelas que al principio todos dicen pero ‘¡esto no es una novela!’ y uno piensa que es demasiado buena para ser una novela, es decir, está más allá del género, como las novelas de Macedonio o Marechal.”
López planteó que esta novela, como los ensayos del escritor, son formas “muy extremas de una fenomenología que pone en observación el mundo de las palabras, el funcionamiento de la lengua y su propia historicidad”. El género de la escritura nunca fue un armazón coercitivo para el autor de Restos pampeanos. “Cuando uno leía los ensayos de David Viñas, se encontraba que estaban los personajes de la ficción en la escena de la crítica literaria. En el caso de Horacio, hace la transfiguración inversa: los pone ante una novela donde están todas las fuerzas reflexivas del ensayo”, comparó la directora del Museo del Libro y de la Lengua. “Horacio siempre combatió contra los dispositivos de captura de la palabra; por eso la crítica a su escritura señalaba la complejidad, el carácter barroco de una escritura, que tenía que desplegar un as de significados, pero al mismo tiempo decir entre líneas para esquivar los dispositivos de captura.” La ficción puede ser otro mecanismo posible para sortear esta trampa de los dispositivos. “Lo que me sorprende del estilo de esta novela es el pasaje a un tipo de escritura donde ya nadie le podría decir que es un escritor barroco, un escritor que pone al lector ante la exigencia ardua de detenerse ante cada línea porque abrió una paradoja, un matiz, una duda interna a la misma formulación de las palabras –analizó López–. Esta apelación a la ficción le permite esquivar el dispositivo de captura de las palabras, una tensión formidable de la época en que vivimos, poniendo el juego de entrelíneas en un juego entre personajes.”
Reticente a la nomenclatura, González aclaró: “Llamarla novela es una suprema responsabilidad, pero el editor dijo que es una novela. Esto revela el indebido papel que los editores juegan en la historia. Es más bien una farsa, un relato de tipo farsesco”. El epígrafe de la novela –cuya ilustración de tapa es el famoso lienzo Venus de Urbino de Tiziano– es una frase del Padre Poggi: “¡Tiziano es nuestro hombre!”. “¿Cómo Tiziano va a ser peronista?”, se preguntó González. “Si el Papa es peronista, Tiziano puede ser peronista. Esto es lo que me llevó a la ficción, a ese juego carnalesco con la religión. Es una discusión teológica farsesca, pensando en todo lo que la Iglesia sabe pero no puede confesar.” La ficción le permitió al director de la Biblioteca Nacional pensar el momento político argentino sin pronunciar las palabras del ahora: “Estoy en la posición de aprendizaje –confesó–, es lo que permite seguir escribiendo”.
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