OPINIóN
› Por Vita Escardó *
El reality show es una de las más crudas expresiones culturales del neoliberalismo.
Pero difícilmente la realidad podría ser un show. Por definición, un show es una mostración. Un espectáculo diseñado para mostrar la realidad de una manera predeterminada. Show + reality proporciona la paradoja de pretender “mostrar la realidad”. Así, la “realidad” queda expuesta como “verdad” y no como “versión”. Otorgándole condición de existencia: si no se exhibe, no es real, no sucede.
Las ambigüedades de la traducción permiten interpretar reality show como testimonio de la realidad, como recorte universalizado. Una “muestra” de toda la realidad existente. Para el neoliberalismo, que precisa excluir para existir, es clara la expresión de deseo: no hay lugar para todos, solamente para los más “aptos”.
La estructura de los programas está diseñada tan cuidadosamente que pueden trasladarse a cualquier cultura. Es siempre la misma: competencia y descarte, hasta que el o la finalista accede al panteón de los ganadores: Top, Master, Idol...
Esta ordenación es fácilmente asimilable en el sistema de premios y castigos a través de la competencia que prima como valor social naturalizado. Se trata de ascender piramidalmente hasta un triunfo individual, a través de una serie de desafíos “iguales” para todos. El american way se adivina morboso detrás de la propuesta: la famosa “igualdad de oportunidades” que vela la inequidad de contextos desde los cuales se parte.
La impronta individual se expone con crueldad. Solamente llegará uno. Se consagra el triunfo individual con un mensaje bien claro: no hay lugar para todos. Sólo sobreviven los mejores. El mejor tattoo o la mejor modelo, no importa.
Un tema aparte es el jurado: todo este sistema de exclusión de perdedores y selección de los mejores se hace ante un “jurado de notables”. La desopilante selección de los jurados no es ingenua: juzgan quienes ya han tenido éxito en el metier a evaluar en términos de fama mediática.
Así definidas las cosas, los valores a defender están dados por quienes han logrado ser famosos. Esta es la clave del asunto: ser famoso es bueno. Punto. Tal vez sea uno de los pocos en los que el planteo es sincero: el esquema para llegar a la fama es también un esquema de eliminación de los demás. Se llama, desde hace mucho, star system. Porque el “saber” del famoso es una misteriosa e intangible cualidad de estrella. Por eso, los parámetros de evaluación se enuncian objetivamente pero se efectivizan en el summum de la subjetividad. Esto se disimula incluyendo en el jurado algún personaje “serio”, que tiene la posta del “deber ser” de la disciplina en cuestión.
Algunos reality deciden quién es el mejor en una disciplina artística. Con este mecanismo, pretenden imponer una educación estética que pretende canonizar el “buen gusto”. No se trata del placer de gustar de un artista por su incidencia en la propia percepción sino de aprender un sistema estandarizado de “bien y mal”. Posicionar a los artistas en el lugar de “aprendices” a ser juzgados por quienes “ya lograron la fama”, los convierte en sospechosos de no ser aceptados como “aptos” por una cultura que se rige por el mercado para tomar sus decisiones y que, simultáneamente, crea el mercado donde esas decisiones deben ser tomadas.
Así, el artista es convertido en un “elegido”. Y, en algunos casos, representa a una comunidad que precisa obtener algo, lo cual vuelve al sistema más perverso: se depositan en la performance del participante las expectativas de un colectivo que no puede más que observar pasivamente los devaneos de una mostración mediática desligada de la construcción comunitaria. Trasladar este sistema al ejemplo de participación de ciudadanía es obvio: son quienes gobiernan en nuestra representación quienes deben encontrar la solución a los problemas de la comunidad, mientras ésta observa pasivamente el desempeño del “elegido”. En el reality, éste cargará sobre sus hombros la responsabilidad de errar en una disciplina que nada tiene que ver con la necesidad concreta planteada. En esta línea son los “Gerundio por un sueño”.
Así vamos, noche a noche, adivinando elegidos: cocina, canto o supervivencia extrema. Apoyamos desde casa al participante que consideramos más genuino, a ver si nuestro criterio coincide con el señalado por el sistema. Si no lo hace, quedamos por fuera, es decir en riesgo. Y si la pegamos, somos cómplices del aparato de exclusión. Y sin saberlo, porque el brillo del ganador nos encandila hasta opacar la existencia de los perdedores. ¿No será hora de jugar otro juego?
* Psicóloga, psicodramatista, actriz nacional.
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