CINE/LITERATURA > SOBRE PATRICIA HIGHSMITH Y LAS NOMINACIONES PARA EL FILM CAROL
El film de Todd Haynes y Brooklyn, de John Crowley, suenan como grandes favoritos para llevarse premios en los Globos de Oro y el Oscar, trayendo sobre el tapete las persecuciones y presiones que sufrieron quienes se atrevieron a escribir sobre el amor gay.
› Por Boyd Tonkin *
Cuando la temporada 2016 de premios cinematográficos esté en plena marcha, quizá los productores deban considerar una escenografía que honre a las tiendas neoyorquinas de los años 50. El premio al mejor emporio de la época debería ser para Bartocci, donde Saoirse Ronan en Brooklyn se ajusta a regañadientes a la vida metropolitana tras llegar desde Irlanda; quizá para Frankenberg, donde un encuentro casual con Cate Blanchett en el departamento de juguetes sella el destino de la vendedora abandonada interpretada por Rooney Mara en Carol. Las películas de John Crowley y Todd Haynes parecen destinadas a llenar sus estanterías de premios. Y tienen mucho más en común que los escenarios que evocan de manera brillante los tensos rituales de los Estados Unidos de posguerra.
De manera aún más obvia, ambos films adaptan libros de novelistas gay que –una en este momento, la otra desde una distancia de más de medio siglo– investigan esa clase de pasiones que cambian vidas, que pueden destrozar las vidrieras de la conformidad social. Carol, de Patricia Highsmith, fue publicada en 1952, el año en que la heroína de Colm Tóibín, autor de Brooklyn, migra desde el Condado de Wexford. Claro que el personaje de Tóibín, Eilis Lacey, debió “solo” desa- fiar a la familia y a una aguda nostalgia por su hogar para seguir su romance con un plomero italoamericano, mientras que las de Highsmith, Therese Belivet y Carol Aird, juegan apuestas más fuertes. En esos tiempos, las madres acusadas de tener romances lésbicos en procesos de divorcio –como le sucedió a Carol– estaban en riesgo de perder todo acceso a sus hijos. Pero al seguir su corazón Eilis también pierde un hogar, y las raíces irlandesas siempre dejan huella. En diferentes claves, los libros y películas miden el silencioso terremoto de un amor rebelde en un tiempo de grandes ansiedades. Ambos insisten en que el último pecado es, según las palabras de la carta que Carol le escribe a su amada Therese, “vivir en contra de la propia esencia”.
Para un escritor como Tóibín o un director como Haynes, esos años 50 tienen un oscuro encanto. Los clichés de manual sobre las relaciones transgresoras no alcanzan para definir de modo certero la época. Es un momento en el que, en particular en la ficción, el deseo y la discreción caminan de la mano. No es sólo que esos amores gradualmente empezaban a encontrar una voz. A veces, esa voz podía abrir un camino.
Carol, publicada por primera vez por Highsmith como The price of salt (“El precio de la sal”) dos años después de su debut con la novela Extraños en un tren, vio la luz bajo el seudónimo de Claire Morgan. La película de Alfred Hitchcock sobre sus asesinos intercambiados ya había sido estrenada. Para muchos lectores, el debut de Highsmith ya cargaba con un subtexto homoerótico, al igual que otro clásico posterior, el asesinato como una subespecie del romance de El talentoso Mr. Ripley. Pero los agentes y editores temían que tuviera mucho para perder si se confinaba en un enclave gay: por ello el seudónimo. Aun así, The price of salt fue un éxito, que obtuvo excelentes críticas. De acuerdo a un escrito de 1989 de Highsmith, una posterior edición de bolsillo “vendió cerca de un millón de copias”. Durante años después de la publicación, la casilla de correo se llenó de cartas agradecidas a Claire Morgan, tanto de hombres como mujeres. De manera crucial, el amor de Carol y Therese tiene un futuro: el final feliz se ganó la devoción de sus lectores. “Antes de este libro –escribió la autora–, los homosexuales de las novelas americanas, masculinos y femeninos, tenían que pagar por su desviación cortándose las muñecas o ahogándose en piscinas, o cambiaban a la heterosexualidad”. La pulp fiction lésbica prosperaba, pero sólo podía mantenerse a salvo de las leyes estadounidenses anti obscenidad si su heroína caía en esos destinos.
Mientras tanto, en Gran Bretaña, El pozo de la soledad, de Radclyffe Hall, víctima de un proceso en 1928, reemergió sin obstáculos en 1949. Antes de embarcarse en las aventuras homoeróticas en la Antigua Grecia que la convirtieron en best seller, Mary Renault podía lidiar con los temas gay en El auriga (1953). Ayudaba tener una protagonista como Laurie Odell, cuyos servicios durante la guerra la ponían más allá de cualquier reproche social. Una buena guerra abría puertas y levantaba defensas: las hazañas navales de Gore Vidal le dieron una piel extra cuando La ciudad y el pilar de sal escandalizó a los críticos moralistas en 1948.
El eterno arte inglés del eufemismo siguió floreciendo. En 1945, Evelyn Waugh podía situar como trasfondo un romance entre Charles y Sebastian en Retorno a Brideshead dejando suficiente espacio como para que su negativa de que allí hubiera intimidad física fuera plausible. De Hemlock and after de Angus Wilson (1952) a The Bell de Iris Murdoch (1958), una sucesión de novelas abrió la puerta del closet centímetro a centímetro. Muchos protagonistas se las arreglaron para evitar el suicidio o la conversión. Las historias de temática gay de los 50 a menudo florecían en los borrosos márgenes entre el discurso y el silencio, el candor y el ocultamiento. En la literatura, como en la vida, el prejuicio aún ordenaba tener prudencia. Una campaña anti homosexual liderada por el secretario de Estado sir David Maxwell Fyfe atrapó a figuras de alto perfil como John Gielgud y lord Montagu en una red de procesamientos. En las artes, cualquier caída en lo sexualmente explícito suponía el riesgo de estar bajo la ira de magistrados; aun cuando, en 1959, la Ley de Publicaciones Obscenas ofrecía la defensa del mérito literario.
Por toda la persecución, las fuerzas de la tolerancia se hicieron más fuertes. Con una sola voz en disidencia, los paladines del establish- ment del Comité Wolfenden señalaron en 1957 que “la conducta homosexual consentida entre adultos en privado no debería ser considerada una ofensa criminal”. En 1954, lord Montagu había sido sentenciado a 12 meses de prisión, pero al dejar la corte se encontró con una multitud que lo ovacionaba. La literatura gay inglesa pasó por los años 50 en puntas de pie con una confianza cada vez mayor.
Los escritores gay también tomaron una oblicua inspiración en su propia experiencia para escribir romances entre amantes heterosexuales divididos por clase, por su background o por un anillo de bodas. Para 1945, este género de pasiones latentes apagadas por las obligaciones o convenciones había alcanzado la perfección de un David Lean en su película Breve encuentro, basada en una obra teatral de Noel Coward, Still life. Coward no era el único maestro de las relaciones malditas. La soterrada angustia de parejas afligidas aparece en obras de Terence Rattigan, de El profundo mar azul a Mesas separadas. En su trabajo posterior, Rattigan sugirió que su desgraciado Mayor Pollock quizá se había arruinado más a causa de hombres jóvenes que de mujeres. En Estados Unidos, el anticomunismo de la era macartista amplió su red para atrapar a víctimas gay. En 1950, una investigación condujo a la expulsión de 91 empleados gay del Departamento de Estado. Aun así, en Carol, como en la vida de Highsmith, la psiquiatría es una mayor amenaza para las mujeres homosexuales. En la película, Carol se somete a un tratamiento psiquiátrico para “curarse” de su amor y conseguir acceso a su hija. A fines de los 40, la misma Highsmith pasó por más de treinta sesiones de psicoanálisis. Por un tiempo quiso casarse con el escritor Marc Brandel, y creyó en la ortodoxia de que esa terapia la convertiría en alguien “normal”.
Fue ese sinsentido lo que llevó indirectamente a El precio de la sal. En diciembre de 1948, la autora tomó un trabajo en la tienda Bloomingdale para poder pagar sus sesiones con la analista Eva Klein Lipshutz. En la sección de juguetería y durante el período navideño, habló brevemente con una sofisticada rubia que quería una muñeca para su hija. Esa noche, Highsmith bocetó la historia de su novela, que “fluyó de mi lapicera como si viniera desde la nada”. La misteriosa rubia había dejado una dirección. En junio de 1950, Highsmith tomó un ómnibus al suburbio de New Jersey donde vivía su musa desconocida: no para conocerla, sino para observar. Su diario apunta que se sintió “bastante extraña, como un asesino en una novela”. Volvió para seguir observando a “Carol”, pero nunca le habló.
De esa obsesión llegó el relato de un romance que desafía el desprecio y las restricciones. Probó que, aun en los 50, el amor entre personas del mismo sexo podía ser imaginado sin una visión punitiva o trágica. Ese lugar y tiempo hizo crecer la infelicidad, especialmente para las mujeres. Para su magnífica biografía de Highsmith, Beautiful shadow, Andrew Wilson rastreó a la “Carol” original. Su hija recordó a Kathleen Senn Richardson como una mujer “autosuficiente, que no le tenía miedo a nada”, pero también como una alcohólica que entraba y salía de hospitales psiquiátricos. ¿Qué demonios acosaron a Kathleen? Highsmith nunca lo supo. Tampoco supo que su elegante inspiración un día cerró las puertas del garage y se asfixió con el escape de su auto. Fue el 30 de octubre de 1951: “Carol” estaba muerta aún antes que naciera Carol.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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