LA MINISERIE PSIQUIáTRICO-POLICIAL INGLESA RIVER
› Por Javier Aguirre
El detectie está loco. Ve fantasmas. Discute, bromea y hasta se agarra a trompadas con los espectros, a los que conoce muy bien: todos corresponden al tendal de muertos que el veterano inspector John River fue dejando en su camino, no necesariamente por su culpa, tras largas décadas de servicio policial en Londres. Y ve, en especial, cierto fantasma, el de su compañera de patrulla, la sargento Jackie, platónico amor interruptus, que recibe un definitivo balazo en la cabeza en el comienzo mismo de la serie y así se convierte en el caso a resolver a lo largo de los seis episodios. Aunque tal vez lo que ve no sean fantasmas, sino alucinaciones... En realidad, esa duda reglamentaria (¿necesita un psiquiatra o un espiritista?) sobre las apariciones incorpóreas que acosan al atribulado inspector John River es, precisamente, la singularidad de River, la miniserie británica cosecha 2015 que ya está disponible en el menú local de la plataforma de Netflix.
El monumental River es un detective ancho, alto, blanco y frío. Parece una heladera con freezer vertical. Y el doble juego entre los problemas que carga de la piel hacia afuera (resolver el crimen de Jackie, lidiar con sus compañeros de comisaría) y los que lleva de la piel hacia adentro (resolver sus problemas mentales, lidiar con sus compañeros de cráneo) estructura una serie que, curiosamente, no necesita de un ritmo frenético para resultar, de todos modos, hechizante y magnética. Es que los fantasmas nunca tienen apuro. Y recién con el correr de los episodios, mientras River hurgue entre los sospechosos, las pistas y los cabos sueltos lógicos del enigma policial, empezará a entenderse la gravedad del factor paranormal (o psiquiátrico). Este detective está hasta las manos, quemado por el dolor y por la inclemencia del coro espectral (o alucinatorio) que parece conformar su única familia y lo hace objeto de un bullying intangible, desesperante, polifónico.
Se trata de un policial atormentado pero colorido, en una Londres deliberadamente cosmopolita y multiétnica, acaso nuevayorquizada, donde la dupla detectivesca está conformada por un actor de origen escandinavo y otro de origen paquistaní, y los principales sospechosos son siempre recién llegados del Africa.
River es el ya robusto sueco Stellan Skarsgård, ya conocido por sagas de alto perfil como Piratas del Caribe, Thor y Millenium, y que en River se torna irresistible en los huesos de este miserable inspector londinense que, a los ojos de los demás, que por momentos son los del espectador, se ríe solo, huye de una silla o le rompe la cara a una pared. Tan hosco y a la vez tan frágil.
Esa veta –la del detective de salud resquebrajada, en este caso, su salud mental– viene sembrando de historias clínicas el género, como el triste, solitario y fade out de Kurt Wallander y su acechante Alzheimer (Wallander), o como los angustiantes, inoportunos ataques cardíacos del inspector Alec Hardy en otra miniserie policial inglesa de esta década, Broadchurch. Y contrasta con el modelo del detective superdotado con el que todo empezó, un tal Holmes, superhombre por su intelecto pero también por razones físicas: el bebé de Conan Doyle, todavía hoy en series activas como Sherlock o Elementary, sigue siendo un as en la esgrima, el boxeo, la defensa personal a bastonazos del bartitsu, la tolerancia a las drogas inyectables y hasta el sexo duro con dominatrices de ambos lados del Atlántico.
River es todo lo contrario. Este héroe es un viejo malhumorado y solitario que investiga las huellas del asesino mientras da batalla a las grietas de su cordura. Y está obligado a someterse a un tratamiento en el gabinete psicológico de la Policía, para poder conservar su empleo y vengar a su abatida camarada, que bien pudo ser su chica. Y ese es el dolor que más contagia: su caso recién empieza y se sabe que ya perdió.
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