Mar 21.06.2016
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OPINIóN

Un trono para la ficción

› Por Eduardo Fabregat

(ADVERTENCIA: esta columna contiene spoilers sobre el episodio 9 de Game of Thrones. Si aún no vio “Battle of the bastards”, absténgase de leerla.)

Hay momentos que definen la era moderna de la ficción televisiva, jalones de este momento histórico en el que las series se han convertidos en productos de calidad cinematográfica, que desmienten la visión de la TV como una hermanita menor del séptimo arte. Creaciones que, con la amplificación añadida de las redes sociales, hacen historia y se convierten en clásicos. “Battle of the bastards”, el episodio del domingo de Game of Thrones, sirve y servirá como ejemplo de hasta dónde se puede llegar en la cadena evolutiva de las ficciones creadas para la pantalla chica.

Claro que la adaptación de las novelas de George R. R. Martin ya había ingresado en los libros con sus cinco temporadas anteriores. Pero el noveno y anteúltimo episodio de esta sexta temporada fue, cómo decirlo, demasiado. La fiebre posterior en Twitter, Facebook, sitios especializados y foros de discusión sirve como termómetro: en los minutos posteriores a la emisión por HBO, a medida que el intenso tráfico pirata alrededor de la serie hacía lo suyo, el fandom estalló. Había razones de peso. En varios episodios, la serie supo entregar momentos de altísimo impacto, pero a menudo -la Boda Roja, la muerte de Hodor– eran impactos dolorosos. Es un signo de esta era: lo que en las series del siglo pasado era impensable, como liquidar a un personaje especialmente querido por el público, nunca asustó a los productores David Benioff y D. B. Weiss. Pero el episodio del domingo combinó todas las virtudes de realización conocidas con una inédita sensación de satisfacción. Aunque los Stark sumaron la enésima baja (ay, Rickon, ¿y si probabas corriendo en zigzag?), esta vez hubo revancha de unas cuantas afrentas. Aunque Jon Snow estuvo a punto de pagar cara su inocente caída en las trampas de Ramsay Bolton, la aparición de Littlefinger y el ejército Arryn (hola, Gandalf y los muchachos de Rohan) significó un definitivo vuelco en la batalla. Y aunque Bolton pudo darse un último gusto liquidando de un flechazo al gigante Wun Wun -maldición, otro personaje querido que se despide–, su final como almuerzo de sus propios sabuesos fue uno de esos momentos de inexplicable e incontenible arenga frente a la pantalla.

Y como si todo ese festín de resurgimiento del blasón del huargo no fuera suficiente, el episodio ofreció una doble satisfacción con Daenerys montada en Drogon, reduciendo a cenizas a sus enemigos. Con Tyrion y Grey Worm explicándole algunas cosas a esos “sabios amos” que, caramba, no hacen mucho honor a su apelativo despreciando e insultando a una muchacha a la que le basta con decir “dracarys” para que las cosas se pongan calientes. Liberados de los libros de Martin (recuérdese que esta temporada es la primera en la que no hay un libro original editado), los realizadores de Game of Thrones empezaron a anudar a su modo algunas líneas argumentales que van preparando el terreno al gran final del año próximo. Y si alguna vez fueron acusados de dejar siempre mal paradas a las mujeres de la trama, este año destilaron un feminismo que evapora las humillaciones de Sansa o el rol de simples procreadoras de las mujeres en general. Arya Stark se recibió de asesina sin rostro y va en busca de venganza; Sansa está muy lejos de la muñeca boba de las primeras temporadas (“Usted va a morir mañana, Lord Bolton. Que duerma bien”); en otra de las grandes escenas del noveno episodio, Daenerys Targaryen y Yara Greyjoy intercambiaron líneas sobre el pésimo papel de los hombres en los Siete Reinos y forjaron una alianza a la que habrá que temer. Más de uno sigue suponiendo que el brote de fe de Margaery Tyrell es una actuación que terminará de manera poco favorable al High Sparrow; Cersei Lannister, gran manipuladora de los viejos tiempos, la está pasando mal aun con la Montaña zombie de su lado, pero nunca se la puede dar por vencida. Y no hay que olvidar a a Lady Olenna (la enorme Diana Rigg) y las Serpientes de Arena, mujeres de armas tomar. Literalmente.

Pero más allá de los detalles de una trama apasionante, lo que convierte a la serie de HBO en un hito en las ficciones televisivas es su realización. No es casual que el director de “Battle of the bastards” sea Miguel Sapochnik, el mismo que pegó fuerte con “Hardhome” en la temporada pasada. Desde la subjetiva con la bola de fuego en el inicio hasta la semisonrisa de Sansa en la escena final, alejándose de la perrera donde Ramsay se convierte en Bolton Chow, este episodio fue la cumbre de una temporada donde no hubo puntos bajos ni escenas de relleno, donde cada noche dejó pasajes inolvidables. Nunca en la TV se vio retratada una escena de batalla con semejante salvajismo, con una perfecta síntesis entre violencia, suciedad, confusión y adrenalina. Hubo mucho dinero de producción, sí, pero sobre todo un relato visual cinematográfico, tan visceral como los soldados peleando sobre una montaña de cadáveres y tan bello como esa imagen de Davos recortado sobre un amanecer de sangre.

El próximo domingo, “The winds of winter” promete 70 minutos de metraje, el más largo de toda la serie. Es un momento que el público espera y teme: Sapochnik deberá esmerarse para superar semejante aquelarre. Y está la ansiedad del final y la inevitable convicción del vacío que sobrevendrá, los largos meses sin un juego de tronos que se ha convertido en auténtica adicción catódica. La sensación de que el invierno ya llegó. Y va a ser largo, y muy frío.

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