OPINION
› Por Alberto Wainer*
Hay entre todos los Ibsen posibles, uno al que insistimos en visitar y revisitar. La razón es que, a cien años de su muerte, lo encontramos latente en la gran mayoría de los sistemas teatrales contemporáneos, pese a los ibsenianos y el ibsenismo que se obstinaron en construir con una de las etapas de su teatro un modelo rígido, estrecho y subordinado a determinados discursos sociales que el transcurrir del tiempo ha superado, relativizado o asimilado al statu quo, más allá del grado de subversión que pudieran poseer en el que momento de su incorporación al universo dramático por el genio de Ibsen.
Jorge Luis Borges, al recordar ese episodio en el que Peer Gynt, al final del tercer acto de la obra que –hay que recordarlo– consta de cinco, recobra el ánimo al pensar que nada puede ocurrirle porque aún faltan dos actos para que termine la historia de la que él es el protagonista, además de reafirmar su admiración por Ibsen –“uno de mis escritores favoritos”, dice– está subrayando la modernidad del dramaturgo que dispone con tanta naturalidad del recurso de la metateatralidad que –aunque tenga orígenes pretéritos– se constituyó a partir de Pirandello, Genet, Pinter y hasta Beckett, en una suerte de distintivo de las estéticas antiilusionistas. Lo que no es poco viniendo de quien ha sido capturado por la preceptiva como paradigma de la idea aristotélica en el drama moderno y, por sobre la audacia de sus temáticas, también de la pièce bien faite burguesa. Decíamos, a partir de otra de las cuestiones sobre la que –con la muy bienvenida excusa que nos proporcionó la conmemoración del centenario de su muerte– reflexionamos recientemente, que se nos imponía que la vigencia del autor les debe menos a la verosimilitud psicológica, al reformador social y al moralista, que a la sensibilidad y la pluralidad de sentidos y resonancias del poeta. Y hablamos de una sensibilidad artística forjada en la temprana fascinación por las eddas y la poesía escáldica o esas antiguas sagas épicas o narrativas que tanto inspirarán al autor de Madera de Reyes, a punto tal que en su desmesura tan poco aristotélica, asume y confunde las regiones del bardo, las del mitólogo y las del historiador, según el ejemplo de aquel Snorri Sturluson que, en el siglo XIII –tiempo y espacio en el que los dos pretendientes a la corona, Haakon Haakonsson y el Yarl Skule, confrontaron sin tregua ni piedad sus respectivos derechos– escribió la renombrada Heimskringlo (o Saga de los reyes de Noruega), en la que los límites entre la crónica, las tradiciones populares y la pura invención resultan imperceptibles, o el de un tal Petter Dass que al componer La trompeta de Nordland, extenso poema topográfico, parece anticipar el paisaje de un buen trecho del viaje de Peer Gynt.
* Dramaturgo, investigador.
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