JÜRGEN HABERMAS DEFIENDE SU PASADO Y REFLEXIONA SOBRE EL PRESENTE
El filósofo alemán sostiene, después de haberle ganado un juicio por difamación al historiador Joachim Fest: “No tuve ninguna posibilidad de identificarme con los nazis”.
› Por Juan G. Bedoya *
Jürgen Habermas (Düsseldorf, Alemania, 1929) es uno de los grandes filósofos contemporáneos, con hallazgos de pensamiento tan influyentes como el concepto de patriotismo constitucional. Sus posiciones bioéticas, sobre política europea o contra la guerra de Irak, lo colocan en primera línea como intelectual comprometido. En 2004 debatió en Munich sobre los fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal con Joseph Ratzinger, antes de que fuese elegido Papa, y acaba de ganar un pleito con el historiador Joachim Fest, que insinuó que había simpatizado con los nazis. Pese a sostener aún hoy que “la vida de un filósofo es pobre en acontecimientos externos”, Jürgen Habermas, que cumplió en junio pasado 77 años, lleva décadas en la cresta de la ola, esta vez a cuento de una polémica sumamente desagradable para él: la acusación de que se relacionó con el nazismo, insinuada en la autobiografía del historiador Joachim Fest Yo, no. ¿Un nuevo caso Günter Grass, afiliado a las Waffen SS a los 17 años? ¿Acaso sirvió Habermas a los 16 años en el ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial, como hizo el papa Joseph Ratzinger, dos años mayor? El filósofo acaba de ganar el pleito que inició contra Fest por difamación y despacha el asunto casi con displicencia, absolutamente tranquilo. Desde hace décadas es una instancia moral universal, uno de los grandes filósofos modernos –un Hegel de este tiempo, se ha dicho–, lo que lo trae y lo lleva por el mundo, de tarde en tarde, desde su retiro en un lago de Baviera, dictando lecciones magistrales o presentando libros. Se publicaron recientemente su libro Entre naturalismo y religión (Paidós) y otro que firma junto a Ratzinger, que recoge el debate que ambos tuvieron hace dos años en la Academia Católica de Baviera sobre Dialéctica de la secularización. Entre la razón y la religión (Ediciones Encuentro).
–¿Qué sensaciones le dejó el pleito que le ganó al historiador Fest?
–Diré sólo que el Tribunal Superior de Hamburgo ha prohibido a la editorial Rowohlt, a petición mía, la difusión del pasaje correspondiente por ser intencionadamente difamatorio.
–En el primer capítulo de su último libro, hablando de la esfera pública política y de sus raíces biográficas, usted adelanta una explicación llamativa. Parece reducir su no relación con el nazismo a una mera cuestión de edad. “Tuve la suerte de un nacimiento tardío”, dice.
–Unicamente he mencionado la feliz circunstancia de que nosotros éramos lo bastante mayores como para poder recordar aún nuestra juventud bajo el régimen nazi, pero demasiado jóvenes como para poder hacernos culpables de los crímenes de ese régimen. Yo, personalmente, debido a mi handicap (tiene una nasalización distorsionada), no tenía además ninguna posibilidad de identificarme con la visión del mundo entonces dominante. Pero reflexiones de este tipo no disculpan a quienes en aquella época se convirtieron en criminales o en cómplices. Lo peor de nuestro pasado nacional estriba en la circunstancia de que un régimen criminal fuera respaldado durante tanto tiempo por una parte tan amplia de la población.
–Si volviera a tener que pensar en Heidegger contra Heidegger como lo hizo, con ese título, en los años ’50 (o en el caso Carl Schmitt, del que escribió poco más tarde), ¿volvería a sentir la misma perturbación?
–No veo motivo para cambiar una sola letra de mis críticas. Los sentimientos, naturalmente, cambian con el paso del tiempo. En 1953 era estudiante y me sentí engañado por Heidegger como profesor académico, porque negaba su corresponsabilidad en lo ocurrido.
–¿Qué opinión tiene respecto del reciente develamiento por Günter Grass de su afiliación voluntaria a las Waffen SS?
–Para mí es un enigma el porqué no ha hablado antes sobre ello.
–Pertenece usted a una generación comprometida. ¿Cómo han marcado esas circunstancias su filosofía?
–Sólo podría responder a esta pregunta con una autobiografía. Pero muchas veces he hablado sobre la censura moral que significaron para nosotros las revelaciones sobre los campos de concentración en el verano de 1945, como también, algo después, los procesos de Nuremberg.
–Usted debatió hace dos años con el entonces cardenal Ratzinger en la Academia Católica de Baviera. Meses después fue llevado al pontificado. ¿Mejorará la relación de esa poderosa iglesia con la modernidad?
–Como es natural, me parece elogiable que el Papa subraye la racionalidad de la fe cristiana. Pero en su discurso de Ratisbona atribuyó este mérito a la helenización del cristianismo y a la relación del cristianismo con la metafísica griega. Esto contiene una doble provocación. Por un lado, la modernidad piensa más bien posmetafísicamente. El concepto fuerte de razón metafísica se ha hecho problemático. Con esto quiero decir que hoy preferimos que sean Kant o Wittgenstein, antes que Platón, quienes nos ilustren sobre qué quiere decir “racional”. ¿Debemos, pues, volver más atrás de estos modos modernos de pensar? Por otro lado, la imbricación de la racionalidad de la fe cristiana con una vía filosófica específicamente occidental también plantea la pregunta por la exclusividad del acceso a la fe: ¿no hay caminos, en otras tradiciones, que conducen a una fe “racional”, compatible con la renuncia a la violencia propia de la democracia y de los derechos humanos?
–Se lo creía a usted, como diría Max Weber, un filósofo “carente de oído musical para la religión”. Sus últimas reflexiones desmienten esa impresión. ¿Qué escucha ahora, ante las nuevas convulsiones entre religiones y culturas?
–Ciertamente, soy amusical ante la religión, como Weber. Pero en mi opinión, en la esfera pública política los ciudadanos seculares y religiosos, como miembros de la misma comunidad política, deben abordarse con respeto mutuo y disposición a aprender recíprocamente, es decir, con los oídos abiertos. No creo en un choque inevitable de civilizaciones. Sólo podemos integrar a inmigrantes de orígenes culturales y religiosos ajenos si, por nuestra parte, también abrimos nuestras formas nacionales de vida. La integración no es una vía de sentido único, sino que exige la ampliación del propio horizonte. Naturalmente, el Estado democrático de derecho debe imponer sus normas. Pero eso no lo niega nadie. Por tal motivo, combatir el odio y la violencia exige una autoconciencia tranquila, no afán de provocar. En la misma medida en que la guerra contra el terrorismo no es una guerra, tampoco ese imaginario islamofascismo es una magnitud espiritual que nos amenace. Quien se dedique a juguetear con este sinsentido lo que hace es tocar a rebato contra un indeterminado enemigo interior. Debemos precavernos frente a semejante militarización del espíritu occidental.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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