Dom 14.01.2007
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CONTINUA EL DEBATE SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL

Aportes para una biblioteca mejor

La designación de Elsa Barber como subdirectora descomprimió la situación tras la renuncia de Horacio Tarcus. La socióloga María Pía López y el profesor e investigador Hugo Vezzetti aportan miradas distintas sobre el tema.

› Por María Pía López * Y
Hugo Vezzetti *

OPINION

No es una discusión en abstracto

En las últimas semanas la Biblioteca Nacional y los modos de dirigirla han sido el centro de un debate que si bien no ha omitido el agravio personal a su director, ha tenido la virtud de desplegar una serie de discusiones y diferencias que atraviesan el mundo intelectual argentino. Porque lo que está en cuestión, cuando se discute de qué modos se gestiona la Biblioteca, son ideas acerca de la política, las instituciones públicas y los modos de intervención intelectual. No se trata, es claro, de una discusión en abstracto sobre estas ideas: una disputa por el poder en una institución cara a los activistas culturales de la Argentina se ha convertido en el núcleo de debates no poco relevantes. El origen –explícito en las argumentaciones con las que el ex subdirector justificó su renuncia, pero también en el apoyo presuroso y alarmado del diario La Nación y de un grupo de investigadores– no debe excusarnos de la reflexión sobre las trazas fundamentales de la división que, ahora, se hace explícita y que tuvo la forma brusca de firmas enfrentadas en distintas convocatorias.

No es la disposición de la Biblioteca a enlazarse con la más novedosa técnica lo que se juega: pruebas abundantes ha dado la gestión actual de su compromiso en colocar la técnica no sólo como herramienta de preservación y difusión, que permite una redefinición de la condición del lector, sino también como objeto de una reflexión sobre sus potencias y obstáculos. Antes que la renuencia de un primitivismo atemorizado, las intervenciones públicas que ha realizado la Biblioteca exhiben un intento, tan complejo como profundo, de pensar al mismo tiempo la aplicación tecnológica y sus efectos.

¿Qué significa acusar a una institución de pensar sus propias condiciones de funcionamiento y de situarse reflexivamente respecto de sus transformaciones? ¿Lo grave no sería una institución despojada de esa conciencia sobre los lenguajes, los métodos, las formas del conocer? La oposición entre técnica –modernizadora– y debates –primitivistas– exime a quienes la forjan de concebir modos necesariamente innovadores de tratar la gestión de lo público. En un país cuyas instituciones han sido despojadas de sus sentidos tradicionales y también del don de la creencia social, su renovación exige no omitir capa alguna de los problemas.

Se trata de no convertir en fórmulas abstractas los problemas que es necesario afrontar, conversión que se opera aislando ciertas zonas del conocimiento social –la técnica, la ciencia– como patrimonio de especialistas, y poniendo los datos “concretos” al servicio de una idea ya constituida. Menos se trata de considerar abstractamente la institución que debe afrontarlos. Las instituciones estatales no han sido sustraídas de lógicas corporativas que tienden a fracturar el espacio de lo común en función de intereses sectoriales. Tampoco el campo intelectual, ni los ámbitos universitarios. Ese modo de funcionamiento lejos está de provocar la necesaria renovación de lo público. El problema es cómo se lo contrapesa, desde qué idea de la política, desde qué prácticas. La visión de una serie de ciudadanos separados, confrontados a las instituciones como consumidores o clientes, no sólo porta los problemas que la teoría crítica se encargó tenazmente de señalar. Más aún: es una visión que peca de falsedad. Lo social, que no cesa de politizarse en distintos sentidos, es una trama de encuentros, lazos, conflictos, que atraviesan las posiciones individuales. Cómo se forjan los lazos entre esas zonas de lo social –vínculos que suponen instancias de pensamiento, de intervención cultural, de incitación, de renovación técnica– puede ser el desafío fundante de una institución como la Biblioteca Nacional.

En este sentido, dos caminos parecen inconducentes –o sólo conducentes a sentar posiciones maniqueas y empobrecedoras–. Uno, el que opone una lógica del ciudadano-consumidor y una lógica de los privilegios corporativos. Ambas son compatibles y podrían ser reunidas incluso bajo el signo de la técnica y de la ciencia. Ninguna de esas lógicas debe ser el pivote de las políticas institucionales. El otro es el que considera opuestas las intervenciones culturales y las innovaciones técnicas. Si lo que está en juego es el sentido de una institución, no será sobre el deshilvanamiento de su entramado con un amplio mundo cultural e intelectual. Precisamente, porque no hay sólo –salvo en la abstracción de su formulación o en el deseo de sus formuladores– tal serie de ciudadanos separados que se acercan con el ticket correspondiente a solicitar la provisión de un servicio. La trama de la cultura nacional, en la que existe la Biblioteca, supone grupos activos, espacios de discusión, sistemas de afinidades, líneas de investigación, que se entrecruzan con ella.

¿Por qué imaginar que lo que existe no existe? ¿Por qué desmontar, de la experiencia misma de la Biblioteca, esas dimensiones? Se lo hace en nombre de una proveeduría eficiente de servicios para investigadores, como si la expansión de las intervenciones que una Biblioteca Nacional toma a su cargo, incita o respalda, fuera en desmedro del acopio de datos o la elaboración teórica más rigurosa. Investigadores somos, pero también activistas culturales y personas de sensibilidad política: no pretendemos instituciones culturales incapaces de dialogar con esa multiplicidad de nuestras vidas. No se trata, sólo, como se ha considerado en Ñ hace una semana, de dos intelectuales. Se trata, también, de modos diferentes de valorar las intervenciones culturales. Las personas que han respaldado públicamente la dirección actual de la Biblioteca Nacional participan de modos bien diversos de la vida pública argentina y no suelen expresarse en favor del gobierno actual. Es su misma heterogeneidad, y la imposibilidad de considerarlos un grupo de afinidad o de interés, lo que indica que la Biblioteca Nacional no sólo no ha dejado de cumplir sus funciones naturales, sino que ha creado modos novedosos de habitar el entramado cultural.

* Socióloga y ensayista.

OPINION

El destino de una institución

La crisis que hoy estalla en la BN debe ser puesta en perspectiva para evitar una consideración superficial o desviada de un problema de extrema gravedad. Lo que centralmente debe ser sometido a la deliberación pública es el destino de una institución fundamental de la cultura y la inteligencia que ha caído, no ahora sino en los últimos quince años, en un pozo oscuro de ineficiencia y desprestigio. La gestión de Elvio Vitali se inauguró hace dos años con un proyecto de reforma y recuperación de las funciones básicas de la Biblioteca: preservar, organizar y gestionar el acervo bibliográfico nacional, registrar y conservar la producción editorial, ampliar el patrimonio, coordinar un sistema de bibliotecas, crear dispositivos diversos (que hoy son digitales) que favorezcan el conocimiento y empleo de esa base documental por un amplio conjunto de lectores y, particularmente, por los investigadores.

Hoy sale a luz, por la renuncia de Horacio Tarcus y su detallado informe de gestión (que merece ser leído y difundido), un cuadro muy preciso de los problemas y los obstáculos, algo que no se había hecho público hasta ahora y que aporta las bases para una discusión seria. El diagnóstico inicial mostraba una gravísima emergencia en la institución en materia de inventarios, control del ingreso y resguardo del material, depósitos, etc. Además, el escaso poder de las sucesivas direcciones se ha correspondido con el desmedido papel de los grupos sindicales que sustituyen de facto a los marcos formales del poder en la institución. Con el término “modernizar” se sintetizaban en verdad una serie de objetivos que no sólo buscaban los cambios técnicos y acrecentar el papel de los especialistas, sino romper con los abusos, el clientelismo y las corruptelas. La transparencia, el control de gestión, el saneamiento administrativo, la calificación del personal, los concursos públicos, la incorporación de bibliotecarios y especialistas en informática fueron planteados como los pasos necesarios, sólo posibles con la decisión de una dirección dispuesta a enfrentar las resistencias de los beneficiarios de las rutinas y los privilegios establecidos.

Cuando se trata a la ligera la cuestión de la informatización integral (que serviría para mejorar la eficiencia en el servicio y garantizar un mejor control administrativo), o peor aún, se le opone una defensa enfática de las “tradiciones” de la vieja Biblioteca, en verdad se reniega de aquel diagnóstico y de la voluntad de reforma y recuperación que lo animaba. Tarcus denuncia que esa situación crítica sigue vigente, pese a los incrementos muy sustanciales del presupuesto. La Biblioteca en lo que se refiere a su funcionamiento real no ha mejorado en la medida de lo esperable, aunque pueda ostentar una extendida actividad como centro de actividades culturales y de edición, que son las actividades que parecen interesar más a su director. Ese diagnóstico coincide con la experiencia de muchos de los usuarios de la BN; una justificada preocupación por el destino de la entidad se expresó en una carta que recogió 300 firmas en dos días, pese al receso del verano, y que los medios dieron a conocer muy fragmentariamente.

El secretario de Cultura, José Nun, confirma hoy que cuando tuvo que reemplazar a Vitali, quien renunció para asumir como legislador, pensó que Tarcus era la persona más capacitada para asegurar una continuidad y que fue Vitali quien lo convenció de que González “había aprendido muchísimo”. (La Nación, 30/12/06). Confirma también lo que Tarcus deja sentado en su renuncia: hubo un “acta de compromiso” que establecía una división de funciones entre la dirección y la subdirección. Las tareas bibliotecológicas quedarían a cargo de la subdirección. González no puede desconocer, entonces, que asumió condicionado por ese reparto de responsabilidades. Hubo quienes anticiparon entonces, a partir de su gestión previa en la Biblioteca, que no iba a cumplir ese acuerdo: a fines de 2005 renunciaron la directora de Atención al Usuario y el Consejo de Bibliotecarias en pleno. De modo que las dudas sobre el funcionario (hoy lamentablemente confirmadas y acrecentadas) fueron planteadas no por sus contradictores sino por quien lo puso en el cargo y respaldadas por los especialistas que venían trabajando con él. La división de funciones, que hoy rechaza con el argumento pueril de que la BN es “una e indivisa” (Página/12, 31/12/06), no ha surgido de algún propósito oscuro o de una conspiración facciosa, sino que estuvo entre las condiciones que aceptó para asumir el cargo. Esa primera reacción de González acumula calificativos denigratorios sobre el renunciante y sus intenciones: “Pensamiento lineal, con temas de izquierda pero con resultados reales de derecha”, “infantil lenguaje de un capitalismo tecnocrático”, “cientificismo”, “espíritu de mercería”, “mesianismo de cuño gerencial”, “arrebato de soberbia que no mide consecuencias ni se atiene a responsabilidades asumidas”. El tema es justamente el de las responsabilidades de los funcionarios: sería importante que se haga pública el “Acta de compromiso”, ahora rechazada por el director, para determinar los incumplimientos respectivos. La segunda respuesta (Clarín, 9/1/07) es aun más sorprendente: discurre libremente, como un visitante ajeno al cargo que ostenta y a la institución, sobre la filosofía y la ética del libro, los intelectuales, la tecnología y la modernización y otras cuestiones.

Lo que brilla por su ausencia es alguna respuesta concreta al grave cuadro de situación planteado en el Informe y la renuncia. Tarcus ha dado un ejemplo de ética pública dando a conocer, por primera vez en muchos años, un diagnóstico fundado; expone no sólo críticas sino un extenso programa estratégico para la BN. Lo esperable de los funcionarios estatales responsables, el director de la Biblioteca y el secretario de Cultura de quien depende, es una respuesta que esté a la altura de la seriedad de esa exposición.

* Profesor de la UBA e investigador del Conicet.

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