Sáb 10.02.2007
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STEVEN SODERBERGH PRESENTO EN COMPETENCIA “EL BUEN ALEMAN”

En los albores de la Guerra Fría

Protagonizado por George Clooney, el film retrata a Berlín en la inmediata posguerra. Cao Hamburguer, en tanto, retrata la dictadura brasileña en O ano em que Meus Pais Saíram de Férias.

› Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín

Por más que lo intente, uno nunca puede dejar de amar a Berlín”, dice el personaje de George Clooney en un pasaje central de The Good German, la nueva película de Steven Soderbergh que ayer marcó el ritmo de la segunda jornada de la competencia de la Berlinale. Filmada en contrastado blanco y negro, a la manera de un film noir de los años ’40, El buen alemán transcurre en la Berlín de la inmediata posguerra, cuando la ciudad estaba en ruinas y las facciones vencedoras se dividían su territorio como si fueran las porciones de un Apfelstrudel. En ese paisaje aún humeante después de la batalla, un corresponsal extranjero (Clooney) regresa a Berlín para cubrir la conferencia de Potsdam de agosto de 1945 –cuando Churchill, Truman y Stalin se encontraron como aliados por última vez– y descubre que debajo de la miseria y los escombros se mueve no sólo un activo y vicioso mercado negro, sino también una compleja subasta de científicos nazis, disputados por las potencias triunfantes. (Aunque la película no lo nombra, entre ellos alude al ingeniero Werner Von Braun, inventor de los fatídicos cohetes V-2, que estuvo a punto de ser secuestrado por la URSS y luego se convertiría para EE.UU. en un pionero de la exploración espacial.)

La particularidad es que no se trata de un film realista, de reconstrucción de época, sino de una película concebida a la manera de las de aquellos tiempos, con algunos modelos evidentes –como el personaje de Cate Blanchett, que remite al de Alida Valli en El tercer hombre– y otros más bien secretos, como el thriller de espionaje Berlin Express (1948), de Jacques Tourneur, que aprovechó escenarios reales y cuya trama internacional parece ahora evocada por The Good... “Hicimos una investigación minuciosa para saber cómo se filmaba en aquella época, para conocer los secretos que creíamos perdidos”, dijo Soderbergh en la atiborrada conferencia de prensa que siguió a la proyección, en la que estuvo acompañado por Cate Blanchett, porque Clooney –ausente con aviso– está rodando un nuevo film. Para Soderbergh –por tercera vez en competencia, después de Traffic (2000) y Solaris (2002)– lo más difícil fue el trabajo con los actores: “Les tuve que recordar que sesenta años atrás todo era muy distinto, que esto era antes de Marlon Brando y Montgomery Clift y del trabajo del ‘Método’ en el que se formaron. La perspectiva era otra, completamente distinta”.

Sin resentimientos, Soderbergh reconoció que su nueva película “tuvo unas críticas terribles en EE.UU.”, pero que aun así “fue una de mis mejores experiencias, quizá lo más cerca que estuve de hacer esa película perfecta que uno parece capaz de materializar sólo en la cabeza”. El propio Soderbergh –que en un aparte reconoció que en mayo empieza a rodar su versión del Che Guevara, protagonizada (en español) por Benicio del Toro–- se ocupó personalmente de la fotografía y de la mayoría de las trucas, lo que quizá lo distrajo de la trama, excesivamente enlazada y oscura. Aun así, queda muy claro que el film se dirige a descubrir el nacimiento de la Guerra Fría, cuando dejan de existir los bandos de héroes y villanos para ingresar en la era del más craso relativismo moral.

Otros tiempos y otros bandos en pugna son los que consigna O ano em que Meus Pais Saíram de Férias, la película brasileña en competencia por el Oso de Oro. Dirigida por Cao Hamburguer, se la podría encuadrar en la línea de nuestra Kamchatka o incluso de la chilena Machuca: un relato de iniciación en tiempos de la dictadura militar. Es junio de 1970, Pelé viene de marcar su gol número mil y Brasil se prepara para el Mundial de fútbol. Pero mientras casi todo el país discute si también tienen que jugar Tostao y Everaldo, hay algunos –sobre todo jóvenes universitarios–- que deben salir obligatoriamente “de vacaciones”, como informa el título de la película, en referencia al exilio forzoso que provocaba el gobierno militar de Garrastazú Medici. Es así como el bueno de Mauro –12 años, amante del fútbol, hijo de un matrimonio de militantes– se muda a la casa de su abuelo paterno, en el barrio judío de San Pablo. Lo que sus padres no saben cuando lo dejan precipitadamente allí es que el abuelo acaba de morir, por lo que Mauro terminará adoptado por los vecinos y amigos del finado.

Niñez, fútbol, nostalgia, judaísmo, dictadura parecen demasiados temas y demasiado grandes para un solo film, pero el paulista se las ingenia para desactivar todos los clichés que acechan en cada esquina del guión y consigue armar un relato vívido, sincero, bien contado, que busca la complicidad de la platea, pero sin traiciones ni golpes bajos. Lo que queda es una crónica de los años de brasa narrada con la cálida templanza que aporta el paso del tiempo, un retrato de época que tiene de verdadero esos pequeños apuntes que provienen de una experiencia autobiográfica.

La tercera película en competencia fue I’m a Cyborg, But That’s OK, del coreano Park Chang-wook, celebrado en Buenos Aires por su demencial Oldboy (2003), que formó parte de una controvertida trilogía sobre el tema de la venganza. Aquí Park decidió hacer un film más amable que sus precedentes (cargados de una violencia sádica), no por ello necesariamente convencional. La protagonista es una chica con fantasías esquizofrénicas (Jung Ji-hoon, superestrella pop del firmamento asiático), que termina internada en un manicomio: se piensa a sí misma como un cyborg, por lo general inofensivo pero también capaz de convertirse en una máquina-ametralladora. Muy lejos de ser un film logrado, pleno de momentos de humor que sólo parecen haber funcionado en Corea (donde vendió casi un millón de entradas), I’m a Cyborg... tiene dos méritos: uno es adoptar el punto de vista de los locos por encima del de los cuerdos. El otro es consecuente con el primero: no deja de ser liberador ese momento en el que la protagonista, convertida en una Terminator, decide atacar a toda la institución médica. De pronto, la soberbia, el autoritarismo, la condescendencia vuelan por los aires en la afiebrada imaginación de Park Chang-wook, que baña los níveos delantales médicos en un justiciero mar de sangre.

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