DIEGO PERETTI, ENTRE EL CINE, LA TV Y EL TEATRO
En estos días, el actor parece omnipresente: mientras Telefé repite por enésima vez Los simuladores, se luce en la puesta de Muerte de un viajante y figura en la cartelera cinematográfica con ¿Quién dijo que era fácil?. “Soy un único Diego Peretti, demasiado inquieto”, argumenta él.
› Por Emanuel Respighi
Repasando tanto su historia personal como su carrera profesional, la pregunta se vuelve inevitable: ¿cuál es el verdadero Diego Peretti? ¿Aquel adolescente que decidió someterse al mandato familiar de que había que seguir “sí o sí” una carrera universitaria, o el que una vez recibido de psiquiatra decidió animarse a ser actor? De alguna forma, puede pensarse que no existe uno sino dos Peretti, que se complementan en serena armonía. Es que de otra forma cuesta entender cómo la misma persona puede traspasar los límites de la actuación e involucrarse “naturalmente” en los guiones de determinadas obras (protagonizó y colaboró autoralmente en el film ¿Quién dijo que era fácil?, recientemente estrenado), y al mismo tiempo remitirse únicamente a la composición del personaje por el que fue contratado en otras (como lo hace en Muerte de un viajante, de miércoles domingo en el Paseo La Plaza). “Soy un único Pere-tti demasiado inquieto”, dirá él. “Todo el trabajo que hago, aun cuando colaboro en los guiones, lo realizo en pos de la construcción de un personaje”, aclara, con la gestualidad aprendida en las tablas y la seguridad conceptual proveniente de su paso por la Facultad de Medicina.
Aunque se hizo reconocido a través de sus participaciones televisivas, desde el Tarta de Poliladron hasta el remisero justiciero de Criminal, pasando por el doctor Urtizberea de Locas de amor y el dependiente Claudio de Culpables, entre otros ciclos, Peretti es uno de esos actores que debió pasar por cada una de las instancias actorales antes de ser reconocido por sus pares y público. Alumno de la escuela de Raúl Serrano, su deseo por actuar pudo más a sus largos cuatro años de residencia en el Hospital Castex, cuando decidió que era tiempo de desarrollar el hobby mitigado y colgó definitivamente el guardapolvo blanco. Aunque no los conocimientos adquiridos en aquellos siete años de trabajoso estudio. “Al venir de la psiquiatría, como actor tengo un pensamiento muy racional. Soy un actor que para tener una interpretación visceral de mis personajes, necesito comprender muy bien tanto a los personajes como la obra en su integridad e intimidad”, explica en la entrevista con Página/12.
–Por eso se metió de lleno en la adaptación del guión de ¿Quién dijo que era fácil?
–Porque tenía muchas dudas y porque Juan (Taratuto, el director) me escucha mucho. Tiene una concepción profunda sobre los problemas de pareja y sabe sintetizar en escena conflictos complejos. En la peli tratamos de no hacer fácil lo que estaba escrito, sino hacer el ejercicio inteligente de ponerse en el lugar de los personajes y hacerlos vibrar. Tanto a mí como a Juan nos gusta ser coherentes con la historia y que los personajes hagan más de lo que digan.
–Usted ya había colaborado autoralmente en Los simuladores y ahora lo hizo también en la película. ¿La participación en los libros es buscada conscientemente o se da naturalmente, casi sin darse cuenta?
–Se va dando sin proponérmelo, casi naturalmente del diálogo cotidiano con los autores o directores. Es que la composición de un personaje no se nutre sólo de las líneas que un actor lee en un guión, sino también de un necesario feedback y trabajo con el resto de los componentes que hacen a una obra artística. Con Juan, por ejemplo, empezamos a hablar sobre el guión por teléfono, a encontrarnos de vez en cuando, hasta que decidimos encontrarnos todas las mañanas durante dos meses.
–¿Y le gusta ese otro rol?
–Mucho. Con Los simuladores también había participado en la mesa de guión y me entusiasmaba. No soy escritor ni mucho menos. Creo que tengo cierto oído para tomar distancia de la estructura general del espectáculo, o de la obra de teatro o del guión de cine o TV, y escuchar adónde puede faltar algo. Pero es más una percepción que conocimiento literario. Puedo escribir unas líneas, armar una escena, pero no más. Lo que escribo, a las dos semanas lo leo y me parece bochornoso. Termino rompiéndolo. Pero escribir una obra es algo que me gustaría hacer, tanto como jugar en la Selección de fútbol.
–Pero cada vez que es convocado para actuar participa del desarrollo de la obra activamente. ¿Es algo que tiene incorporado en tanto actor?
–Si me dejan, sí. Salvo que el guión me parezca impecable, las dudas yo las vuelco. No me da lo mismo decir o hacer cualquier cosa. Después, de acuerdo con las respuestas que obtenga, es que decido si me meto de lleno o no con la realización, más allá de mi tarea como actor. Porque hay valores, opiniones, formas estéticas que entran a jugar. Me parece que tengo un tono educado que, por lo general, ayuda a establecer un diálogo que aporta a la obra y a mí muchísimo en la composición del personajes.
–¿Y se da cuenta de hasta qué punto puede aportar y hasta cuándo no?
–Con ¿Quién dijo...?, por ejemplo, llegó un momento en el que se acercaban los ensayos y la filmación, y le dije a Juan que no quería hablar más nada del guión para concentrarme en la construcción del personaje. Imaginariamente, a la hora de componer mi personaje, no quiero sentir nada que huela a mi perfume. Cada personaje es una persona nueva, no una parte de mí. Me quiero olvidar de cualquier aporte que haya hecho porque corro el riesgo de remarcar ese rasgo. Necesito apartarme del guión para concentrarme en lo que le ocurre a mi personaje.
–¿Y resulta fácil esa abstracción después de haber estado tan activo en el desarrollo del guión? ¿No sigue cuestionando el guión?
–Ya no. No hay trabajo más placentero en cine y teatro que tratar con guiones que a uno le parece que tienen cierta profundidad, que ya hay una opinión incluso en la interpretación y hay coincidencia con el director.
–Y, en su caso, ¿comprende inmediatamente cuándo debe en tanto actor subordinarse al texto, como en el caso de Muerte de un viajante?
–Un actor debería comprenderlo, a mi criterio. Uno puede agregarle su propia esencia a un personaje, pero la letra del autor, en una buena obra de teatro, no se debería cambiar, ni forzar, ni susurrar más de lo debido. El mejor guión es el que se lee como una partitura musical, sin ambigüedades y con cierta coherencia interna. Si el libro está muy bien escrito, no hay por qué tocarlo. Hay que seguir el mapa del autor. El problema es que muchas veces se trata de universos complejos que, en el análisis de mesa, requieren inevitablemente de una interpretación que se discute con compañeros, familiares, amigos, que enriquece no sólo la faceta artística sino también la humana. Eso pasa con Muerte de un viajante. Si todo funciona bien, el actor no tendría que poner más ego del que necesita.
–La inquietud por estar al tanto de los detalles de la obra y de dedicarle tiempo suficiente a la comprensión del texto responde a sus comienzos teatrales, no tanto a su ya extensa carrera televisiva, mucho menos tolerante al trabajo en el tiempo.
–Yo no soy de los que llegan sobre la hora a un ensayo, grabación o función. En las primeras obras que hice junto a Esteban Student (adaptador de Crónica de una fuga), de la que también participó Alejandro Fiore, le dábamos mucho espacio y lugar al análisis de texto, con obras como el cuento “La máquina de follar”, de Charles Bukowski, que estrenamos bajo el nombre de La ilusión del orgasmo. Eran obras muy psicologistas y físicas. Entonces, puede ser que la tendencia al análisis tan exhaustivo provenga de esa autoescuela que hicimos con mis compañeros. Pero la realidad es que cuando veía cine, sin pensar en ser actor, ya era de analizar mucho la estructura naturalmente.
–¿Y la psiquiatría? ¿Qué rol juega a la hora de componer un personaje? ¿Facilita o vuelve compleja esa creación?
–Antes que actor, fui psiquiatra. No conozco otra manera de ser. La psiquiatría me ayuda a darme la fe que debe tener un actor para expresar determinados sentimientos. Si uno no vio a una persona muy angustiada y un director le pide que haga determinados gestos, probablemente el actor piense que es exagerado, o que no se condice con la realidad. En cambio, si uno vio comportamientos bizarros por angustia, temor, ansiedad, uno tiene más fe en componer determinados personajes, los comprende un poco más. Ya no tanto desde lo psíquico-racional sino desde lo físico-actitudinal. La psiquiatría me da cierta concepción de la angustia, como de tantos otros sentimientos o estados, un poco más amplia que la de aquel que no tuvo contacto con esos cuadros. Eso me ayuda a tener más fe en vivir ciertos conflictos en forma humana.
–¿Alguna vez se preguntó por qué en la pantalla grande lo llaman siempre para hacer comedias y en TV, para hacer unitarios dramáticos?
–No, qué sé yo... Prefiero hacer guiones bien hechitos, independientemente del género, a hacer dramas porque sí, fácilmente olvidables. No me muero por hacer dramas en cine, porque incluso no hay una oferta tan grande dentro del cine nacional. Me llegaron algunos guiones dramáticos para cine, pero no me convencían o no tenía tiempo de hacerlos. Hice Alma mía, Tiempo de valientes, que si bien son comedias, tenían guiones muy buenos. Ese es mi parámetro.
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