SEBASTIAN WAINRAICH, LA SIMPATIA CAUSTICA
Los dos se educaron junto a Fernando Peña, crecieron en la parodia a la farándula y hoy representan el aspecto más corrosivo del notero televisivo y el conductor radial. En 2007, tanto Wainraich como Arias están preparados para redoblar la apuesta.
› Por Julián Gorodischer
La naturaleza poco expresiva de sus facciones es inquietante: nunca se sabrá realmente lo que pasa por su mente en este momento. Si las diferencias con Ronnie Arias (ver aparte) están en la superficie y atañen al carácter –más parco, menos enfático, más afín a las pausas y los implícitos que a la verborragia risueña–, el blanco es el mismo: la tele, es decir, la gente que habita en la tele, esa fauna de participantes de reality show, galancitos, heroínas de telenovela, políticos en campaña electoral y conductoras de todos los géneros acostumbrados a ocultar más de lo que muestran, a reír de lo trivial y omitir lo importante en un desfile por sillones y pasarelas con la única excusa de promocionar estrenos. Ni Sebastián Wainraich (en su programa de radio Metro y 1/2 por la FM Metro, de lunes a viernes a las 18; en el segmento Kitsch de Duro de domar, este año a las 19, y en Televisión registrada, los sábados a las 22) ni Ronnie Arias entran en ese juego: prefieren el acoso o el repaso estelar con una simpatía cáustica que golpea fuerte.
Como Ronnie, Wainraich (el típico jewish prince de Villa Crespo, juntado con Dalia Gutman y esperando a su primogénito para julio) entró en estado de despojo: se desviste, se quita, se saca de encima lo que sobra para construir el mismo efecto. Tal vez, este movilero que pasó en 2006 a rango de conductor (o este conductor que resume la TV de la semana, junto a Gabriel Schultz, con menos voluntad editorialista que la dupla anterior de TVR y tal vez con más gusto por el trash) haya entendido que menos es más cuando se trata de hacer parodia. En Kitsch transmitirá únicamente desde un loft pelado. En la radio optó por la estructura clásica de presentador y locutora frente al micrófono. Así se los ve cualquier día en Metro y 1/2, en conversación afable que pretende el retrato generacional. Así somos los de 30, expresan Wainraich, Julieta Pink y el productor y columnista Pablo Fábregas cuando comentan y debaten la llegada del primer hijo, la mudanza al tres ambientes, la rutina de la pareja, pero con más desdén que gusto, con menos pretensión celebratoria que esa melancolía que Wainraich seguramente aprendió de su adorado Jerry Seinfeld. “No venimos a hacer nada de vanguardia –se escuda–, pero esto no quiere decir que sea algo solemne.”
–¿Sólo se trata de empapar al producto de sus circunstancias?
–En la radio, que es más íntima, eso está bueno. Me gusta contarles que voy a tener un hijo, pero no les cuento todo, sólo el título. Que me quiero mudar lo dije hoy por primera vez. Y enseguida llega el mail que te dice: yo me mudé, yo voy a tener un hijo. Es más relajado de lo que puede ser la TV, donde no hay tiempo para esos comentarios.
–¿Podría trazar una historia de su vida, de acuerdo con los lugares en los que vivió?
–No, pero sé que soy hinchapelotas en la búsqueda. La casa me da cagazo, porque soy un chico de departamento; me gusta el PH.
A Wainraich, a diferencia del más solitario Ronnie, le gusta integrar un equipo generacional: formar parte de un conjunto de conductores radiales y televisivos heterosexuales en la gama de los 30 que descree más de lo que se integra; que respeta rituales (ir a la cancha/ cenar entre amigos/ casarse y tener hijos), pero no los promociona como lo que hay que hacer. A pesar de tratarse también de grupos de varones, no se respira en esos encuentros el aire de barra de gomazos como de Showmatch: esto es otra cosa. Son cenas/ charlas/ programas/ salidas de varones dóciles, menos afines a la promoción trampa que a los cuidados del bebé, más preocupados por intercambiar recetas de gourmet.com o ideas futuras de agrupamientos creativos que por reproducir los clichés de la conversación masculina. “A lo mejor sí conformamos una generación –asume Wainraich–. Seguramente hay afinidades en cierto escepticismo; hay cierto tipo de humor proveniente de las sitcoms. La mía es Seinfeld, pero a Matías (Martin) no le gusta Seinfeld, por ejemplo. Yo lo tengo ahí arriba: él me indujo al stand up (este año se lo verá en Cómico 3). Me quedaron frases, más que monólogos de Seinfeld, como cuando una mina le dice Qué poco hombre que sos, y él responde: Y todos esos trajes que tengo en el placard. En otro episodio, Seinfeld viaja en un avión con una mina y le dice ella: ‘Nunca conocí a un hombre que supiera tanto de nada’, y eso me gustó. Seinfeld no es actor; es comediante y monologuista. Aprendí más del texto que del acting. Busca paralelos, observaciones en todos los temas.”
Cuando monologa, siempre termina hablando de los mismos temas. “Como en las películas de Woody Allen y en las de Quentin Tarantino: siempre son los mismos temas. Vas a verlos y menos sabés.” ¿Qué temas? Relaciones de pareja, vida familiar, el sexo con la misma mujer. En los talleres de Marcelo Birmajer aprendió a pintar la propia aldea. En los de la poeta Tamara Kamenszain entendió que “un tipo ganador, que se las sabe todas, no hace reír”. El perdedor sarcástico es su innovación contradictoria que en él ocurre con fluidez. Tal vez sea la manera de evitar la soberbia: quien se somete a su escarnio similar no podría estar en falta durante la parodia. En eso, Wainraich encontró la manera de ser demoledor y querible: empieza por torturarse él mismo.
“Yo hablo de judaísmo –sigue–, de mis padres, de mis manías. En el show de stand up da risa. En un contexto dramático sería para internarme.” ¿Cuánto de judío? Todo. En unos años, si filmara, si se forjara como cuentista más allá de su primer libro Estoy cansado de mí, tal vez podría consagrarse como la versión moderna y degradada de Woody Allen, importando el mito, aplicándolo a los estrenos de Sofovich y los lanzamientos de Canal 9 en vez de los cócteles de Manhattan. En realidad, ese mito ya fue recreado. Tal vez quiera insertarlo en su nueva etapa de despojo. “A medida que va pasando el tiempo, todo va cambiando. Yo no respeto ningún ritual, me siento judío y ya. ¿Circuncidar a mi hijo? Prefiero mantenerlo en la intimidad. Bah, sí, para que tenga el pito como el padre.” Según reflexiona la joven investigadora en lengua idish Romina Goransky, tal vez la clave para actualizar y localizar la práctica de rituales judaicos sea elegir uno. Ella –por ejemplo– decidió no comer cerdo: la identifica esa restricción sobre otras. “Yo antes condenaba esas cosas –dice Sebastián Wainraich–, pero ahora sé que está bien. Yo elegí acercarme a la literatura judía, a través de Isaac Bashevis Singer, y tomé clases con Marcelo Birmajer porque me gustan los mismos temas, aunque a lo mejor él es más visceral. Lo que me gusta del judaísmo es que se pone en duda todo el tiempo. Yo no busco provocar a nadie, pero cada vez que hablo de una religión, ¡los religiosos se ofenden tanto! No le hace bien a una religión ser tan susceptible. La aleja de la gente.”
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