HANNA SCHYGULLA, ENTRE FASSBINDER Y EL UNIPERSONAL QUE RESUME SU VIDA EN CANCIONES
La actriz alemana recuerda al director de La vida íntima de Lilí Marlene y habla de su pasión por la poesía de Bertolt Brecht, la prosa de Borges y las canciones de Edith Piaf, incluidos en el unipersonal Mi vida, una biografía musical, que abre mañana el Festival de Cine de Mar del Plata.
› Por Julián Gorodischer
El beso en la mejilla, a la usanza local, incomoda a su gélida asistente germana pero nunca a Hanna Schygulla, que saluda con una sonrisa y cara de dormida, tal vez porque el asfixiante aire porteño de fin de febrero no le sienta bien a su noche en vela. No es la constante: su poder de adaptación a prueba de giras no nació en el derrotero con el espectáculo Mi vida, una biografía musical (con el que se presentará mañana en la apertura del Festival de Cine Mar del Plata, Teatro Colón) y el sábado en el Coliseo de Buenos Aires sino en la cuna. Es por haber nacido –dice– en zona de frontera alemano/polaca. Está habituada al desplazamiento propio de la vida en la posguerra. Y si un concepto despunta de su interpretación recitado-cantada en el show es el amor por “el viaje”, energía que lleva a Hanna Schygulla a sentirse ciudadana del mundo, manifiesta en la pasión por la bossa nova, la rumba cubana, el tango, la prosa borgeana y la poesía de Bertolt Brecht, remitiendo a una multiplicidad de tiempos y lugares.
Hanna está de vuelta en la Argentina, después de diez años de haberse presentado en Buenos Aires con otro unipersonal que mostró a una cantante más expresiva que técnicamente impecable. Siempre –en la actuación y en la música– privilegió la emoción a la escuela. En el recuerdo, queda la impresión, al cursar materias de actuación, de que se le iba yendo algo de espontaneidad y entrega. Como musa de Rainer Werner Fassbinder en La vida íntima de Lilí Marlene y en Las lágrimas amargas de Pietra von Kant, entre otras películas, encarnó la línea estética del genio alemán, catalogable como “un tipo de actuación estilizada –escribió el crítico Gary Morris–, de gestos lentos, muy deliberados y, a veces también, en una puesta en escena sorprendente, sofocantemente artificiosa”. Hanna se instaló como diva atípica sin la pátina naïf de otras carismáticas más clásicas en un cine atiborrado de romanticismo y figuras arquetípicas de un imaginario homosexual (Querelle, de la que no participó; Las lágrimas amargas...), radicalidad sexual, alegato antibélico y un aire frecuentemente crepuscular. La que ahora canta, y gira por el mundo con su espectáculo dirigido por la cubana Alicia Bustamante, es la mujer que era consciente en la posguerra alemana de “estar haciendo historia” en sintonía perfecta con el cineasta que se nutrió por igual de la dramaturgia brechtiana y la rutilancia de los estudios de Hollywood.
En la madurez, retoma el género afín a una diva tradicional, ofreciendo el monólogo sobre su vida, donde mecha la anécdota del pasaje de hija a madre de sus propios padres cuando envejecieron con su deslumbramiento por figuras disímiles que abarcan a la brasileña Maria Bethania o a los locales Jorge Luis Borges y Astor Piazzolla. Para homenajear y homenajearse, narra y canta. El criterio de inclusión de materiales es amplísimo y atañe a “canciones y relatos” que le han hecho un efecto. “Me hicieron soñar o expresaron algo que correspondía a mi modo de ver el mundo en un momento dado”, dice. “Primeramente tomo canciones de mi niñez. Yo soy una mujer de la posguerra –sigue–, y en esas canciones ya hay figuras relacionadas con mi vida, como la madre trabajando la tierra quemada. Dentro de las más populares, me gustaron las que hablan de viajar y de sueños. Son los dos temas de mi vida: por mi trabajo, por mis giras, y por mi nombre, que no es alemán ni polaco, y por haber nacido en la frontera.” El criterio sentimental dicta un eclecticismo que no decepciona, fundiendo a “la Piaf” (a la que admiró por lanzarse en sus canciones) pero también a Bethania... “Sabían cantar el amor de una manera no tan kitsch. Intensa. Mis referentes siempre fueron de alta intensidad, como Billie Holliday o Janis Joplin, sin que yo pueda cantar como ellas. Pero fueron las que me inspiraron.”
No espera recibir honores; ella recorre el mundo más como una fan que como una consagrada; ya una vez renunció a la gloria de ser la gran actriz alemana por la rutina que imponían los cuidados familiares, o dijo que no a Hollywood temiendo una vida alterada por la fama. Pero hay un No que borraría si pudiera dar marcha atrás, el que le respondió a David Lynch ante la propuesta de protagonizar Terciopelo azul, en el papel que correspondería luego a Isabella Rossellini. “Es que siempre pensé que Hollywood me pondría límites y estrés; me habría alejado de mí misma –justifica la negativa de entonces–, y que era mejor no aspirar a eso. Pienso que fue una lástima no haber aceptado. Pero el guión era tan brutal, que no podía imaginarme en la película. Me daba asco. No podía imaginarme poniéndome mucho rato dentro de eso. Sobre todo porque en ese momento estaba viviendo un tiempo duro con la madurez de mis padres. Tenía que sacrificar muchas ideas, glamour, carrera, para entregarme a eso. Fue un renunciamiento.”
–¿Un retiro antes de tiempo?
–Ese es otro de los temas de mi biografía. Hay ahí un primer ensayo de retiro cuando tuve deseos de retirarme del cine, como forma de probarme a mí misma que hay cosas que me importan más. En ese momento, en 1976, sentí que no me gustaba verme en la pantalla, y que tenía que hacer un trabajo interior para salir de un exilio, una introversión bajo mi piel. A veces las cosas que hacés no se pueden explicar, pero hay una voz interior que te lo pide.
–¿Cómo imagina esa otra vida posible en Hollywood?
–Yo gané al comprobar que no me dejo llevar por los fines hacia un gran éxito. No voy a dejarme caer en la trampa de ser una gran star. Yo creo que es una trampa. Tengo otro crédito, como icono, pero no vivo como una estrella. No me acosan, y eso es importante para mi salud interior. Además, cuando estoy disponible, las cosas me llegan sin que yo las busque. Hay coincidencia entre mi paisaje interior y el exterior. Cuando mi padre murió a los ’97, yo estaba de nuevo disponible, papeles de teatro que llegaban sin salir a pedirlos en un anuncio en el periódico. Nunca dije Aquí estoy de nuevo.
Como diva/a antidiva en rotación continua, Hanna Schygulla no se niega a hablar de ciertos temas, aunque sean remanidos: la influencia de Fassbinder se reitera más como agradecimiento a lo que todavía es gracias a él que como marca no superada. “Yo cuento el encuentro –dice–, cómo nos vimos en la escuela; mi impresión sobre él, su proyección sobre mí. Nunca lo supe bien. El supo que esa joven que era yo sería importante para su cine.” Lo admite: nunca volvió a recibir propuestas de tanta originalidad. “¡El fue un genio!”, con la dolorosa convicción de que no volvió a ponerse en mejores manos desde principios de los ’80, cuando brilló como Líli Marlene. En esa época marcada por el antigermanismo en su propio país, entendió que pertenecía a una generación bisagra, que debería reaprender lo suyo o renunciar a ello para siempre. “Ese rechazo de mi generación es uno de los temas que toco en mi biografía musical –cuenta–. ¿Qué pasa cuando eres la generación posterior al fascismo, y no te gusta identificarte con eso? Para reconciliarte buscás a quienes están de tu lado. Yo puedo identificarme con Bertolt Brecht. Era el único que preguntaba, que ponía todo en duda, hasta interrogándose sobre la condición del hombre: qué es y qué debe ser. ¿Dónde está la fraternidad? ¿Qué hace hombre a un hombre? ¿Por qué el hombre es enemigo de su hermano? Todas esas cosas que se expresaron luego con la potencia de la revolución que estalló en Francia en Mayo del ’68.”
“Con el paso del tiempo me doy cuenta de que esa obsesión que tenía Fassbinder por crear es frecuente en gente que debe hacerlo pese a las circunstancias, y que tiene un talento inmenso –recuerda–. Me impresiona la totalidad de la obra, sus 40 películas en trece años. Pero no especialmente Lilí Marlene: fue solamente la película que logró abrirlo al público masivo.” Tampoco diría que los films más sublimes de su director fetiche son los que contaron con su participación. “Me gusta El miedo devora el alma –admite–, y yo no estoy. Nuestra relación era muy intensa, pero sólo en el trabajo; yo nunca vivía con el grupo. Tenía una pequeña participación marginal en ese mundo. Era marginal en su vida, pero central en su obra.” Y así en la vida como en la obra, tanto en el cine como en las canciones de Mi vida, una biografía musical, nunca se trata –cree Schygulla– de “querer o tener que ser perfecto”. “Puedes ir progresando sin esas dudas que te van frenando. Hay que tener la osadía de hacer. Por ejemplo, cantar sin saber cantar”, proclama.
–¿En qué se basa esa defensa de la espontaneidad?
–Me he perfeccionado haciéndolo, pero nunca tomé un curso para cantar. Yo pienso que las cosas se aprenden más rápido practicándolas. Porque si pasas por todos los métodos, pierdes lo que tienes, la naturalidad, el talento original. Me gusta funcionar con el olfato; esa manera de acercarse a la creación puede ser de una gran originalidad.
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