LA HISTORIA DETRAS DEL FESTIVAL “CATAMARCA SUENA, POR LAS TIERRAS ARGENTINAS”
Spinetta, Jaime Torres, Chango Spasiuk, el Bahiano, los Ratones Paranoicos y la catamarqueña Silvia Pacheco le pusieron voz al reclamo de cerca de 800 personas que corren peligro de perder sus tierras, vendidas en forma irregular a una empresa con capitales nacionales y estadounidenses.
› Por Karina Micheletto
desde Catamarca
“Apoyando a los pobladores de El Quimilo, Departamento de La Paz, en la lucha por sus tierras”, anuncia el modesto cartel, un pasacalle acomodado debajo del escenario. Al lado, una cartulina completa, con letras de marcador fosforescente: “El Clérigo presente. Y Pozo Verde”. El Quimilo, El Clérigo y Pozo Verde son tres de los 16 parajes rurales del sur de Catamarca que fueron vendidos de un día para el otro dentro de una transacción de 116.400 hectáreas. Adentro de esas hectáreas compradas desde lejos, y gracias al traspaso de títulos anteriores a la época de la Colonia, no sólo quedaron los ranchos, corrales y tierras de pastoreo de unas 120 familias, poseedoras de estas tierras áridas y salitrosas por vivir en ellas y haberlas hecho producir desde hace más de cien años: también hay una escuela y un registro civil. Detalles, al parecer, para los compradores, y para un Estado que mira para otro lado en situaciones que se repiten en otros lugares de Catamarca, y en otras provincias del Norte argentino. A la hora de echar de sus tierras a todos estos detalles no explicitados en los boletos de compraventa, los procedimientos varían en las estrategias y la brutalidad de la puesta en práctica. La tragedia anunciada es una sola.
La vicegobernación y la Cámara de Senadores de Catamarca decidieron dar visibilidad al conflicto que hoy atraviesan los pobladores de estas tierras recurriendo a la música. El fin de semana pasado, el Festival Catamarca suena, por las tierras argentinas reunió a artistas de distinto origen: Luis Alberto Spine-tta, Jaime Torres, Chango Spasiuk, el Bahiano, los Ratones Paranoicos y la catamarqueña Silvia Pacheco (ver aparte). Fueron los encargados de ponerle voz al reclamo. Cada uno a su modo, todos adhirieron a la consigna que nuclea la defensa de los “nacidos y criados” en estas tierras.
“Por un momento, la atención está puesta en una situación injusta. Sería romántico esperar que todo lo injusto se revirtiera. Pero las pequeñas acciones y los pequeños gestos pueden crear la base para encontrar otra manera de comunicarnos y de vivir”, expresó, por ejemplo, Chango Spasiuk. “La gran diferencia que podemos marcar está en dónde nos paramos frente a la injusticia, y cuáles son las acciones y gestos que podemos hacer en cada caso”, advirtió, agradeciendo formar parte del Catamarca suena. Spinetta fue algo más categórico: “Me cago en el rock”, explicó. “Pero no en nuestra patria, y en poder verla antes de morirme como debería ser. No a las ventas ilegítimas de tierras, no a la contaminación de las minas”. “¡Así sea!”, sobresalió el grito de alguien entre el público, reafirmando el costado gurú que porta la figura de Spinetta, quizá la última estrella (con todo lo que eso significa) del rock argentino.
En la zona en conflicto, conocida como Taco Pampa, al sur de la provincia, ocurre lo que en tantos lugares del país: la tenencia de las tierras jamás fue legalizada, con lo cual la población que vive allí desde hace años, y que mantiene sus lugares de pastoreo de generación en generación, no tiene forma de presentar ante la Justicia un papel que nunca tuvo. En principio, nada impidió que el 12 de diciembre de 2003 se transfiriera el dominio de 116.400 hectáreas de la zona sur del departamento de La Paz, por un valor de 407.050 dólares, a la empresa Los Poquiteros S. A., conformada por capitales nacionales y estadounidenses, con domicilio legal en Bariloche.
“Desde el punto de vista territorial, la adquisición incluye el 36 por ciento del Departamento de La Paz, que a su vez constituye el cuarto departamento en importancia en la provincia de Catamarca en cuanto a superficie”, advierte un informe elaborado por el equipo de gestión de la vicegobernación de la provincia. “En la compra señalada, se incluye el campo de pastoreo de nueve comunidades, habitadas por aproximadamente 800 pobladores, la mayoría pequeños productores cabriteros”, se detalla.
Peter Lee Mc Bride, representante de la empresa compradora, se mudó a Catamarca dos años atrás, luego de la transacción de venta de las tierras. Desde entonces vive en un hotel cuatro estrellas de la ciudad, pero la suya es una presencia familiar para los pobladores de El Quimilo y los parajes cercanos. A doña Estela Toledo, por ejemplo, se lo presentó la policía: él mismo acercó en su camioneta a los efectivos que querían convencerla de que, por el bien de todos, lo mejor era que dejara que la topadora tirara abajo el cerco del corral de la casa de su hijo, siguiendo la ruta de desmonte fijada. Doña Estela cuenta la historia con picardía en su acento arrastrado, bien cerradito, musical: “El me ha dicho que es de Texas, y que de donde él viene la gente se divide en buenos y malos”, cuenta. ‘Ah, bueno... –le he dicho yo–. Pues entonces usted debe venir del lado de los malos...’”. En San Isidro, donde ocurrió esta escena, viven seis familias, todos parientes entre sí.
La ruta que lleva hacia el sur de Catamarca va mostrando los contrastes de la provincia: a medida que se avanza la vegetación se hace más rala y escasa, el suelo más arenoso y seco, comienzan a predominar los cactus y los arbustos espinosos. Un tipo de cactus aplanado y de largas espinas es el denominado quimilo. Doscientos kilómetros al sur de la capital provincial, en el departamento de La Paz, tomando un camino que parece conducir a la nada, aparece primero la escuela Nº 446, una represa, y luego el caserío alejado. Es el paraje de El Quimilo. Allí viven unas 16 familias, todas pequeñas productoras cabriteras, poseedoras de entre 100 y 400 animales cada una.
Aquí la tierra es reseca y salitrosa; para conseguir agua hay que extremar el ingenio y el esfuerzo. Toda la explotación posible de estas tierras es la que llevan adelante estas familias. Para que sus cabras y vacas encuentren alimento necesitan mantener grandes extensiones comunales, como lo hicieron durante generaciones. De las 116.400 hectáreas compradas en 2003, unas 50 mil son las que entraron en conflicto: aquellas que ocupan las viviendas y corrales de las familias, más las que necesitan para el pastoreo de su ganado, es decir, para sobrevivir.
En la casa de doña Inés Montivero todas las semanas se reúnen los miembros de la recientemente formada asociación Los ganaderos, para discutir las estrategias a seguir. Los 23 miembros activos de la asociación se saben los primeros de la zona en enfrentar un problema que ahora está apareciendo en otros puntos del departamento, como La Zanja, La Dorada o Garay, con diferentes compradores y el mismo esquema. No todos estuvieron de acuerdo con oponer resistencia, y tampoco es tan fácil: algunos aceptaron que avancen los cercos y las topadoras a cambio de diferentes promesas, otros cedieron a distintas estrategias de amedrentamiento o dieron por hecho que tenían que aceptar lo que viniera. Desde hace un tiempo, cada tanto sobrevuela la zona un helicóptero, muy bajito, que espanta las majadas. “Ahora sabemos que cuando aparece el helicóptero tenemos que ir a hacer la denuncia a la comisaría. Y que si ahí no la quieren tomar, como nos pasaba antes, tenemos que hacerles la denuncia a ellos”, explica René Romero. Para radicar cada denuncia, los productores tienen que hacer, por lo menos, 55 kilómetros hasta la comisaría de Esquiú. Desde que los pobladores de la zona tienen asesoramiento legal, las denuncias y contradenuncias con la empresa compradora se acumulan, armando fascinantes relatos a lo García Márquez. René Romero describe uno: “Cuando hemos empezado a cercar nosotros nuestros campos, para mostrar hasta dónde llegan, el yanqui nos ha hecho una denuncia en Medio Ambiente de la provincia: nos ha llegado la multa por usar los palos de algarrobo. A los pocos meses la misma secretaría le ha autorizado a él el desmonte de 600 hectáreas”. La estrategia actual va por dos caminos: por un lado, el judicial. Por el otro, un proyecto de expropiación que duerme en la Cámara de Senadores, con media sanción. “Pero eso sería dar el brazo a torcer y no lo vamos a hacer”, advierten en El Quimilo. “Nosotros no queremos que el Estado expropie las tierras. Queremos que reconozca que son nuestras.”
“Ahora sabemos que hay una ley veinteñal que nos ampara. Somos poseedores porque por más de veinte años cuidamos y trabajamos nuestra tierra”, explica Ricardo Contrera. Este argumento, enunciado con claridad didáctica, es la base de la defensa jurídica del caso que se dirime en la Justicia federal (la primera jueza que intervino se excusó luego de extrañas idas y vueltas). Los pobladores de El Quimilo hablan de amparos, medidas de no innovar y pedidos de audiencia al gobernador con un manejo técnico que sorprende. No miran para abajo cuando le hablan al que viene de afuera. Tampoco piden nada: ni ser escuchados, ni mostrar lo que les falta. Muestran la dignidad de los que se saben poseedores de una verdad. Algunos ya pensaron lo que van a hacer si algún día pierden sus tierras. Otros dicen que no lo piensan, porque no es una posibilidad. Hablan de luchar hasta el final.
Catamarca tiene 360 mil habitantes, algo así como cuatro puntos de rating. El índice de desempleo de la provincia es del 14%, y el 17% de la población económicamente activa vive de los planes Jefas y Jefes de Hogar. Las cerca de 800 personas que habitan las tierras en litigio viven de lo que producen, fundamentalmente la venta de cabritos, sin pedirle nada a nadie. Si las topadoras avanzan, no sólo se quedarán sin vivienda, también sin forma de sostenerse. El destino más que seguro que se visualiza son las villas miseria del Gran Catamarca y la dependencia de los subsidios del Estado.
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