ENTREVISTA AL CATALAN MANUEL DELGADO
Irónico y provocador, el antropólogo desmonta el discurso políticamente correcto de cierta clase media europea. Delgado cuestiona la noción de “tolerancia” y apunta contra las estrategias de exclusión en los centros urbanos.
› Por Silvina Friera
Habla tan rápido que a veces cuesta seguirle el ritmo, pero su claridad conceptual amortigua el impacto que provoca esa velocidad con la que transmite sus ideas. El público que lo escuchó en el Teatro San Martín, durante su intervención en el Tercer Encuentro Internacional de Pensamiento Urbano, pudo apreciar a este irónico antropólogo catalán que cuestionó a diestra y siniestra las correcciones políticas que lo ponen de tan mal humor. Sin anestesia y en una seguidilla vertiginosa, Manuel Delgado arrojó sus dardos contra varios blancos. Dijo que para hacer una buena tesis académica había que juntar “dos o tres frases con palabras difíciles para que no se entienda nada”. Respecto de sus colegas añadió que más que interrogarse sobre el futuro de las sociedades deberían preguntar “cuánto cuesta un alquiler”. Acusó a los arquitectos de asociarse al Estado y al capital privado para realizar negocios non sanctos: comprar tierras a precios públicos para después “vendérsela a la gente a precios privados”. Y recordó que a mediados de los ‘80, bajo el cobijo de los llamados planes especiales de reforma interior, en el casco viejo de Barcelona se llevaron a cabo derribos y expropiaciones que, lejos de realojar a las familias desalojadas y mejorar sus condiciones de vida, “acabaron siendo destinados al asentamiento de clases medias y altas deseosas de sumergirse en un barrio tradicional y multicultural, convenientemente desinfectado de conflictos”.
El autor de El animal público (Anagrama) señala que la planificación urbana equivale a ordenar y disciplinar las sociedades. “El problema es cuando esa planificación urbana tiene la convicción de que va a solucionar por sí misma problemas sociales que son de índole estructural y profunda, y cuando considera que cierta disposición de un entorno, que la forma creativa y con frecuencia osada de organizar un espacio público, va a resolver automáticamente problemas cuya raíz no es arquitectónica sino social y económica”, subraya Delgado en la entrevista con Página/12. “Se dice que si tú haces un buen proyecto, no tienes que dejar que la realidad lo estropee. Pero en Puerto Madero, que estaba previsto que fuera una zona exclusiva, no se pudo evitar la aparición de bolsones de miseria.”
–En Barcelona, en Buenos Aires, en todas las grandes ciudades, ¿el marketing turístico globalizador propone ocultar la miseria, sacarla del foco de la cámara del turista, pero también de la mira del ciudadano?
–Sí, porque no hay una planificación a fondo de las ciudades sino de su mera imagen, que tiene únicamente como destinatarios las guías turísticas y los libros de buena arquitectura. Las ciudades están construidas para ser fotografiadas, pero no para ser habitadas. Cualquier persona que desmienta esa voluntad de ver un espacio pacificado, sosegado y previsible, cualquier persona que no esté en condiciones de contribuir a ese paisaje, automáticamente será digna de ser excluida.
–El discurso de la globalización trata de mostrar que es correcto, en términos de modernización, reciclar zonas viejas o fabriles de las ciudades. ¿Qué implicancias ha tenido y tiene este reciclaje?
–Ahí está la cuestión, lo que yo y nadie con un mínimo de sentido común puede cuestionar es que la ciudades cambian y tienen que cambiar, pero ¿a favor de quién?, ¿para quién? Imaginemos que se rehabiliten barrios degradados. Si hay lugares insalubres, uno esperaría que la planificación urbana, pública o privada, contribuyera a mejorar la vida de la gente. Sin embargo, se trata de instalar ciertas infraestructuras de orden simbólico, cultural, pero la pregunta siempre al final es la más prosaica: “Oye, ¿cuánto vale el metro cuadrado?”. En el caso de las zonas donde han desaparecido las industrias, todo está dispuesto para que nos olvidemos de que hubo obreros, grasa, humo, y lo que queda quizás sea algún resto fabril elevado a la categoría de resto arqueológico. La tentación, con frecuencia, es la defensa romántica de los barrios viejos, que en el fondo tiene mucho de reaccionaria y que es un sentimiento típico de clase media, de gente que no vive en el barrio, pero que puede pasearse de vez en cuando buscando algún tipo de verdad, de singularidad, de autenticidad. Es muy peligroso porque se pierde de vista que hay gente viviendo allí y que las rehabilitaciones de esos barrios deberían beneficiar a los vecinos, lo que no ocurre porque ya no pueden pagar los precios de la renta.
–¿A qué atribuye ese interés de los sectores medios por mudarse a barrios tradicionales reciclados que han tenido un pasado popular?
–En Europa no queda bien ser rico, a la gente no le gusta vivir en barrios de clase alta. A la clase media española le avergonzaría vivir en Puerto Madero, preferiría vivir en un barrio popular rehabilitado, en nombre de la mixtura y de la mezcla. Toda esta política de planificación urbana que sirve para generar heterogeneidad social nunca se aplica en los barrios ricos. Ahí está el truco; a nadie se le ocurre heterogeneizar los barrios ricos, lo que hay que heterogeneizar son los barrios pobres, básicamente para atender la demanda de un mercado de viviendas que está encantado de apropiarse de barrios con sabor popular que les permiten a los que se mudan a esos lugares adquirir una respetabilidad social que jamás obtendrían en un barrio de clase alta, aunque sus viviendas sean iguales o muy parecidas a las de la clase alta. Cualquier intervención, al menos en Europa, siempre acaba provocando esa pregunta fundamental: ¿cuánto va a valer después el metro cuadrado?
Delgado no pierde la amabilidad cuando se enoja. El antropólogo pertenece a la raza de los malhumorados que en vez de elevar la voz apelan a la ironía para tomar distancia y ganar en perspectiva. “La ciudad siempre ha sido un festín en un mundo que vive básicamente del beneficio a cualquier costa. Lo que ocurre es que ahora parece que cada día existen menos escrúpulos, y ya nadie intenta disimular que se está poniendo en venta las ciudades, convirtiendo a sus habitantes en meros figurantes de un spot publicitario que tienen que estar todo el tiempo sonriendo y circulando, como si fueran un ballet, por un espacio público pacificado, tranquilo y amable en el que reina la urbanidad y la cortesía.”
–¿Qué pasa con los inmigrantes en estas ciudades?
–Depende si pueden comprar o no. Los inmigrantes son un factor de rehabilitación extraordinaria; están haciendo revivir barrios enteros que estaban en proceso de degradación, aunque la opinión pública mayoritaria se empeñe en convencernos de que los inmigrantes deterioran los barrios.
–¿Por qué Europa está tan fóbica?
–Como si Europa no tuviera antecedentes fóbicos graves; que una minoría pueda ser acusada de todos los males y perseguida no creo que sea un fenómeno especialmente de las sociedades europeas, por lo tanto no hay nada nuevo bajo el sol. Es fantástico que los inmigrantes tengan la culpa de todo, ¿qué haríamos sin ellos? Tanto las mayorías sociales como los gobiernos están encantadísimos de que los inmigrantes estén ahí para echarles la culpa. Por supuesto que hay problemas, como corresponde a una mutación en el paisaje humano. De pronto en las ciudades españolas han aparecido personas de un aspecto fenotípico distinto del habitual, con rasgos culturales que no son los propios de los españoles. Pues claro que hay problemas, pero ¿no los habría si no estuvieran los inmigrantes? Esos problemas entre comillas son una cuota que vale la pena pagar porque el futuro de las ciudades depende de los inmigrantes, nos guste o no nos guste. A mí me encanta, aunque hay gente que lo encuentra problemático.
–¿Cuál sería el problema?
–En Barcelona vivo en un barrio que se ha llenado de chinos. Hay gente a la que le molesta, pero a mí me molesta la gente que se molesta. Al final, acabas comprando en sus tiendas o yendo a sus peluquerías, que no están mal, y estoy pensando si algún día no iré a darme uno de esos masajes que ofrecen a 12 euros (risas). Pienses lo que pienses, acabarás llamando a su puerta para pedirles la sal y acabarás diciendo lo que dicen todos: que la culpa la tienen los chinos, los moros, o los sudamericanos, que “salvo mi vecino, son buenas personas”. Estas son las consecuencias del multiculturalismo; por eso cada día prefiero más ese racismo grosero de la gente que va por ahí diciendo que la culpa de todo la tienen los inmigrantes, que ese antirracismo sutil de gente de clase media, que jamás se le escapará ni una sola frase ni una sola palabra ni una sola insinuación a las que nos tienen acostumbrados los xenófobos, pero que en cambio en su práctica cotidiana es más excluyente que el racista.
–¿A qué se refiere? ¿De qué manera excluye el antirracista?
–En el casco antiguo de Barcelona se hizo un trabajo de investigación que advierte que las personas que tienen expresiones de índole xenófobas explícitas, que alimentan las encuestas inquietantes con las que la prensa advierte del aumento de la xenofobia, llevan a sus hijos a los colegios públicos del barrio donde acabarán mezclándose con los detestados inmigrantes. Mientras que la gente de clase media, que jamás contestaría de forma incorrecta a una encuesta, lleva a sus hijos a colegios privados o públicos, pero fuera del barrio para no mezclarse. Puesto a elegir, prefiero al que dice lo que piensa. Los antirracistas son muy peligrosos.
–¿Por qué? ¿Acaso por la corrección política?
–Sí, porque son virtuosos. El Fórum Universal de las Culturas que se montó en Barcelona fue una tomadura de pelo. Ese tipo de retórica es vomitiva e hipócrita; sirve para hacernos creer que frente a la injusticia y a las asimetrías lo que hace falta es amor, comprensión y tolerancia, palabra que detesto. ¿Tú quieres que te toleren?
–Es una palabra que implica la aceptación del otro porque no queda más remedio...
–Los que usan la palabra tolerancia creen que planificar el lenguaje sirve para que las desigualdades sociales queden anuladas por el hecho de no hablar nunca de ellas. La palabra prohibida es explotación; de hecho ya no hay clases, hay culturas. Esto es fantástico, me maravilla cómo puede cambiar el mundo con el lenguaje. Ahora hay que comprender a las culturas...es un lenguaje vaporoso que entiende que la alternativa es más comprensión y no más justicia. Los mismos que piden comprensión son los que firman la orden de expulsión de los inmigrantes.
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