Mié 19.10.2005
espectaculos

MUESTRA DE EDWARD SHERIFF CURTIS

El cazador de sombras

En el Museo Fernández Blanco se exponen algunas de las mejores fotos de este fotógrafo legendario, que retrató en la intimidad a las más importantes etnias norteamericanas.

Se llamaba Edward Sheriff Curtis, pero en las tolderías le decían el Cazador de Sombras. Pasó sus días atravesando vastedades, montado sobre una diligencia en la que cargaba una cámara de fotos enorme y enclenque. Cuando el traqueteo del viaje desarmaba el artefacto, volvía a juntar las piezas como podía, improvisando nudos para poder seguir documentando la vida de los pueblos originarios, a los que llamaba “la raza que se está desvaneciendo”. Mientras convivía alternativamente con ochenta grupos étnicos, sacó más de 50.000 fotos, registró ceremonias secretas, tuvo cuatro hijos, sufrió penurias económicas y perdió su matrimonio. Pero, sobre todo, fue articulando un archivo que funciona como colección de arte e invaluable registro histórico.
Ahora, sesenta de sus mejores obras se exhiben en el Museo Fernández Blanco (Suipacha 1422, de martes a domingo de 14 a 19), como parte de un ciclo dedicado a reforzar el vínculo con las raíces del continente. Las imágenes de la muestra Legado sagrado: Curtis y el indígena norteamericano dan cuenta del encuentro entre un esteta con vocación etnográfica y un conjunto de pueblos nativos que enfrentaban el peligro concreto de la desaparición. Una exposición que hubiera sido imposible hasta hace poco, ya que la vida de este artista, investigador y montañista fue durante mucho tiempo un verdadero misterio.
Se sabe que nació en 1868, en Wisconsin, en el centro-norte de Estados Unidos. A los 12 años, ya en Minnesota, armó su primera cámara fotográfica. Autodidacta y aventurero, su pasión por la vida de los pueblos amerindios adquirió un impulso decisivo en 1900, después de presenciar en Montana la danza del sol de la tribu piegan. Ese fue el germen de The North American Indian, un ambicioso proyecto textual y fotográfico que pretendía rescatar las tradiciones aborígenes desde Alaska a Nuevo México. “La muerte de cada anciano –decía– significa la desaparición de ritos sagrados que nadie más conoce. Hay que registrar este modo de vida o la oportunidad se habrá perdido para siempre.” Su empresa terminaría en 1930, sin que su autor disfrutara de ninguna holgura económica. El resultado: seis mil páginas repletas de texto y fotos que mostraron un país que nunca se había visto.
Desde el primero de los veinte tomos –aparecido en 1907–, Curtis experimentó con metales preciosos y utilizó técnicas como el cianotipo, que le permitían trabajar perdido en el desierto sin necesidad de un laboratorio. Paralelamente, grabó lenguas y música étnica en más de 10.000 cilindros de cera, manteniendo un método en el que confluían el virtuosismo y la constancia. También se dedicó al cine y llegó incluso a pagar para poder presenciar ceremonias vedadas al hombre blanco.
De aquel itinerario febril quedaron imágenes que pueden leerse en varios niveles. Desde una primera aproximación, aparecen rasgos de una imaginería que caló hondo en la memoria norteamericana y que encontraría un espacio de sobrevida y utilización oficial en los mitos vinculados con el western. Pero, por otro lado, la triste tranquilidad que muestran los cherookes, apaches y otros pueblos fotografiados es reflejo de un momento de reconfiguración de sus relaciones con la cultura occidental.
La paz de aquellos que aceptaron quedarse quietos frente al dispositivo fotográfico revela una confianza que contrasta con el horror que tiempo antes habían sentido al ver cómo el pintor George Catlin retrataba a sus caciques con técnicas vinculadas con el realismo europeo. Es una paz que huele a miedo.
La expresión ambigua de esos cuerpos refleja también la complejidad humana de Curtis, que se debatió entre el respeto por las culturas diferentes y el darwinismo reinante de su época. Esas tensiones y la pasión por su oficio lo llevaron hasta el límite de su salud mental, sin que la fama ni el dinero le sonrieran. Ni siquiera el apoyo de Theodore Roosevelt y J. Pierpont Morgan logró que sus obras tuvieran éxito entre el público de aquellos tiempos. Y un día de 1952, el Cazador de Sombras murió en Los Angeles, sumido en un anonimato que sólo recientemente ha empezado a disiparse.

Informe: Facundo García.

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