“CONFESIONARIO”, EN EL CENTRO CULTURAL ROJAS
Los escritores Pedro Mairal y Alberto Laiseca y el músico Diego Frenkel abrieron el tramo primaveral del ciclo que Cecilia Szperling coordina desde 2004. Confesionario ya tiene libro y programa de TV propios.
› Por Angel Berlanga
El efecto de las enseñanzas del gnomo Pimentón en Alberto Laiseca, la fantasía de Pedro Mairal por convertirse en El increíble Hulk, las frases ambiguas de un par de chicas que le sirvieron a Diego Frenkel para hacer canciones: tres señales, nomás, de lo que contaron y leyeron los dos escritores y el músico en el comienzo de la etapa primavera de Confesionario, un ciclo que su anfitriona, la escritora Cecilia Szperling, inició en el Centro Cultural Rojas allá por marzo de 2004 y que para el martes que viene tendrá como invitados a Fabián Casas y Ariel Minimal. De estos encuentros ya ha brotado un programa que se emite por el canal Ciudad Abierta y un libro que repite el título y recopila las participaciones de 28 artistas que confesaron en 2005; en noviembre, además, se publicará una Segunda temporada, con lo dicho por los invitados de 2006, Sergio Olguín, Liniers, Romina Paula, Pola Olaixarac, Marcelo Birmajer, Nora Lezano, Juan Terranova e Inés Efrón, entre otros.
Confesionario –que funcionó este año en abril y mayo y retoma durante octubre y noviembre– forma parte de esa corriente cultural que quiere entrelazar lo muy íntimo con lo público. Los protagonistas de la noche cuentan algo sobre su vida privada. El resultado global, para cada noche, para lo que viene resultando el ciclo, da bastante heterogéneo, pero el martes pasado hubo un tema que predominó: infancias evocadas con humor. Laiseca y Mairal contaron de las propias, y Frenkel del origen de sus canciones; así empezó la cosa, con el músico recordando el origen de una letra: “Vivía con una novia en San Telmo. Ella solía andar en bicicleta por la ciudad y un día se fue hasta La Boca; me contó que estaba sentada al borde del Riachuelo y que vino un tipo y le dijo: ‘Si te tirás, me quedo con la bicicleta’. Nunca supe qué peso tuvo esta historia para ella, si se estaba por suicidar o no, pero me sirvió para hacer esta canción”. Frenkel cantó entonces, guitarra en mano, “Los mejores amigos”.
–¿Y vos, Alberto, hablás con desconocidos en la calle, te hacés amigos? –preguntó Szperling.
–Soy extremadamente paranoico, así que trato de no hablar –respondió el escritor–. Ni siquiera con los conocidos. A veces, por una cuestión de supervivencia, no hay otro remedio.
Laiseca se largó a hablar de “la importancia que tuvieron las revistas infantiles” en su vida. “Me formaron mucho –dijo–. Los chistes podían ser muy tontos, pero había delirio y surrealismo campeando. Yo era chiquitito, tendría unos ocho años, y me sorprendía mucho que estos tipos dijeran cosas tan raras y que además yo las entendiera.”
“Siempre digo que me crié en la Unión Soviética y que mi padre era Josef Stalin –siguió–. Felizmente, me compraba historietas: bendito sea. La única manera de sobrevivir, de escapar al ahogo, era fabricar un mundo imaginario: recortaba personajes de las revistas y armaba historias.” Y entonces leyó tramos de lo narrado por su alter ego en dos libros, Sí, soy mala poeta, pero y El gusano máximo de la vida misma.
Despatarrante, Laiseca, con el relato de un baile de disfraces mamarrachescos en el carnaval de su pueblo, Camilo Aldao. “Cierta noche vimos pasar a un verdadero ridículo, que tenía una máscara puntuda para todo el cráneo, con dos antenitas –leyó–. Al culo lo tenía tapado con una especie de cola de insecto. No sé cómo todos los chicos nos dimos cuenta de que el tipo se había disfrazado de luciérnaga. Así que empezamos a hacerle burla: ‘Eh, mascarita, luciérnaga...’. Entonces el hombre hizo algo inenarrablemente horrible: se paró en seco, allí, en medio de la oscuridad, nos miró, y de pronto sus ojos se encendieron y apagaron –pausa Laiseca–. Tres veces. Quedamos mudos de espanto.” El escritor contó luego acerca del ambiente “de absoluto desprecio por las mujeres” en el que se crió (“Mi padre solía decir que no pensaban con el cerebro, sino con el cerebelo”), de su propio sadismo con los insectos y de los personajes de historieta: Sansón (“un tipo muy bueno, medio oligo y fuertísimo”), Langostino Mayonesi (“un navegante solitario que podía ir adonde le dieran las ganas del culo sin rendirle cuentas a nadie”) y El gnomo Pimentón: “Un enanito con barba blanca que iba con un pequeño cilindro provisto de un émbolo –contó–. No tenía más que bombear y arrojaba sobre sus enemigos un polvo mágico que los dejaba indefensos. Me tenía enloquecido. A una máquina de flit para matar moscas le saqué el tamborcito y lo llené con tierra casi impalpable: así andaba por todos lados, haciendo justicia”.
Mairal leyó, casi sobre el final, “La importancia del deporte”. “El jueves pasado cumplí 37 años y la gente que no me conoce y me ve cree que todavía no pasé los treinta. Siempre tuve este desfasaje entre mi cuerpo y mi edad. Ahora ya no me molesta, e incluso me alegra, porque veo a mis amigos totalmente pelados, echando panzas y canas, mientras yo sigo como Dorian Gray, escondiendo un cuadro que envejece por mí. Crecí con este desfasaje, no me acuerdo de haber sido distinto antes. Siempre me sentí chiquito, más flaco, más petiso que los demás, menos peludo, menos hombre. Era el segundo de la fila.” Lúcido y sencillo, de antihéroe, cargado de humor, su texto (que puede leerse completo en www.elseniordeabajo.blogspot.com) pasó por preguntarse de dónde habrá salido la costumbre de enfilar a los alumnos por orden de estatura (“¿no se daban cuenta de que era como ordenarnos por peso, del más flaco al más gordo, o por color, del más rubio al más morocho, del albino al africano, pasando por todas las gamas?”) y por evocar la ilusión de encontrarse, en cada comienzo de clases, con que estaba más alto y había crecido durante los meses del verano. “Pero ahí estaban esos tipos medio irreconocibles, mis amigos, deformados por las hormonas, con la voz cambiada, huesudos, con una seguridad y una fuerza que a mí no me habían sido dadas. Creo que por eso me obsesionaba la serie El increíble Hulk: la veía todas las tardes y soñaba con ser Bill Bixby, que advertía ‘no soy yo cuando me disgusto’ a la gente que lo ponía nervioso. Soñaba con pegar el estirón ahí, delante de todos, en medio de la clase, romper la camisa y los pantalones, con músculos y mucha fuerza, hacerme hombre de golpe, asustando a todos, inquietando a las chicas, y salir corriendo del colegio, ya como el fisicoculturista Lou Ferrigno, gruñendo, en cueros, descalzo, pero sin estar pintado de verde.”
Pero como eso solía ocurrir, Mairal optó por la táctica de pasar inadvertido y, así, desarrolló una habilidad única para jugar al rugby manteniéndose, sin que se notara, lo más lejos posible de la pelota. “Albert Camus decía que el fútbol le enseñó todo lo que necesitó aprender en la vida. A mí me pasó lo mismo con el quemado. Por ahora vengo zafando, aunque sé que el pelotazo algún día me lo van a dar.” Ahora, dijo, practica el juego paralelo, casi invisible, de la literatura, y simula que trabaja. “Pero soy torpe y no me creo nada, y siempre están a punto de aplastarme, y anticipo, esquivo, hago como que corro con todos, pero siempre me siento al margen, soñando otra cosa. Nunca me creo la vida, ese juego tan raro que practican los demás.”
Y entonces, Frenkel, que ya había cantado “El bar de la calle Rodney” y “Nada es igual”, cerró con un título muy apropiado para Confesionario: “Besos y rezos”. Amén.
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