PRESENCIA DEL AUSENTE
García Márquez, tan lejos y tan cerca
Con entrada libre, el Malba presenta un ciclo centrado en el escritor colombiano.
› Por S. F.
No vino, ni vendrá. Pero “aunque no lo veamos, el Gabo siempre está”. Desde que Gabriel García Márquez pisó fuerte en la literatura latinoamericana, su presencia (o ausencia) alumbra tanto como incomoda, despierta pasiones y recelos, propicia lectores devotos y detractores más o menos recalcitrantes. Y sin embargo, hay un cordón umbilical que une al escritor colombiano con la Argentina, un vínculo afectivo-literario a prueba de polémicas –la que se generó el año pasado, cuando no fue invitado al III Congreso Internacional de la Lengua Española– y de promesas incumplidas como la de regresar al país, este año, que el propio escritor le hiciera a la senadora Cristina de Kirchner y al canciller Rafael Bielsa. Mientras la ciudad en la que nació el fenómeno García Márquez lo sigue esperando, un puñado de argentinos y colombianos comenzará hoy, a partir de las 15, el ciclo Presencia del ausente, a modo de homenaje y reconocimiento al gran autor colombiano, en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415), con entrada libre y gratuita. En estas jornadas organizadas por la Embajada de Colombia, que se prolongarán hasta el próximo viernes, participarán Jaime García Márquez –hermano de Gabo–, los escritores Luis Chitarroni y Juan Forn, el historiador Félix Luna, los libreros Alberto Casares y Alvaro Castillo, y el cineasta Augusto Bernal, entre otros (ver aparte).
La primera edición y el gran éxito de Cien años de soledad, publicado por la editorial Sudamericana, “nacieron” en Buenos Aires, en 1967. Cuando los 10 mil ejemplares de la novela –una cifra inusual para la época, en la que, como máximo, se editaban 3 mil– se distribuyeron en las librerías porteñas, García Márquez era un autor casi desconocido, de 39 años, que ya había publicado las novelas La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, y los cuentos de Los funerales de La Mama Grande, entre otros libros, pero que tenía más reputación como periodista que como escritor. La historia de Macondo (ese “pueblón” que era un “pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico”) y de la familia Buendía pronto se transformaría en la narración paradigmática de eso que se llamó “el boom latinoamericano”. Su primer lector argentino fue el editor Francisco Porrúa. Fernando Vidal Buzzi, quien trabajó con Porrúa, recordó que el editor de Sudamericana se llevó la novela un viernes. “Me llamó el sábado a las 8 de la mañana para decirme que estaba absolutamente deslumbrado, que el libro era algo que salía de lo común y era asombroso.”
Además de Gardel, Evita y Maradona, no sería extraño que a estos “mitos fundacionales” de la argentinidad se añadiera, con permiso de los hermanos colombianos por el atrevimiento, García Márquez. La Buenos Aires del ’67, en su papel de metrópolis cultural latinoamericana, bendijo a Gabo cuando aún faltaba mucho para que ganara el Premio Nobel de Literatura en 1982. El escritor y periodista Tomás Eloy Martínez, primero en publicar la crítica de Cien años de soledad en Primera Plana, sintetizó con precisión el camino del anonimato a la consagración que transitó el colombiano. “Llegó a Ezeiza en un avión demorado, a las tres de la madrugada, y sólo dos personas lo estábamos esperando: su editor y yo. Al marcharse, diez días más tarde, la multitud que lo acompañaba era tan caudalosa que Porrúa y yo lo perdimos de vista.” El autor de El coronel no tiene quien le escriba contó, en muchas circunstancias, anécdotas sobre una Buenos Aires que no dejaba de asombrarlo a cada paso que daba. “Las librerías parecen supermercados, se venden toneladas de libros, es impresionante. Yo iba caminando por la calle y vi a una mujer que salía del subterráneo cargada con dos bolsas. No lo podía creer, junto con unas papas y frutas, de la bolsa cayó un libro de Cortázar.” Muchos años después, en su casa en México, Gabo recordaría aquella tarde remota en que esa mujer le permitió conocer que alguna vez en la canasta básica argentina también estaban los libros.
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