RETROSPECTIVA DE MIKIO NARUSE
La obra del maestro del cine japonés es una perla del Festival de Tesalónica.
› Por Luciano Monteagudo
desde Tesalonica
Siempre es bueno volver a los clásicos. La mayoría de los grandes festivales –Berlín, Venecia, San Sebastián (Cannes aquí es la excepción)– compensa el alud de novedades de cada temporada con la revisión de la obra de algún maestro del pasado o el estudio monográfico de un movimiento o un período en particular de la historia del cine. En el caso del Festival de Tesalónica –que alberga varias retrospectivas, entre ellas una decididamente exótica dedicada al film noir griego, en la que habrá que aventurarse, no sin riesgos– se trata de insistir, una vez más, en la importancia de Mikio Naruse. Injustamente desconocido en Occidente hasta mediados de la década del ’80, Naruse (1905-1969) debe sin embargo ser considerado uno de los realizadores más valiosos de toda la historia del cine japonés y su nombre sólo encuentra parangón junto con los de maestros de la talla de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. La retro Naruse que propone ahora Tesalónica –como la que tres años atrás ofreció en Buenos Aires la Sala Leopoldo Lugones– no hace sino volver a confirmarlo.
Algo más que eso, incluso. El alcance, la trascendencia de un cineasta como Naruse se mide justamente por su grado de modernidad, que hace que el cuerpo de su obra pueda seguir tan vivo, tan presente, en el marco de un festival dedicado a exponer la actualidad del cine. Nada hay en él de pieza de museo. Es más, aunque el período de oro de su obra se desarrolló hace ya medio siglo, se diría que –más allá de la nostalgia que provoca el blanco y negro o de la visión de una Tokio de posguerra, con un cielo todavía despejado, sin las torres y rascacielos que hoy la caracterizan– películas como Vida de casados (Meshi, 1951) y El relámpago (Inazuma, 1952) le hablan al espectador de hoy de igual a igual, con una madurez y una actualidad sorprendentes. El crítico francés Jean Douchet –uno de los primeros en ocuparse de estudiar su obra– definió muy bien esta sensación cuando escribió que “Naruse proponía algo que es preciso calificar como moderno y que justifica la admiración que se le tributa en nuestros días. Naruse fue moderno por su extremada atención a los movimientos y pulsaciones más ínfimos de la vida. Su cámara se adhiere a cada instante del presente de sus personajes”.
Naruse –una influencia determinante en cineastas orientales contemporáneos, como Edward Yang y Hou Hsiao-hsien– se inició como asistente de Heinosuke Gosho, en los estudios Shochiku, durante el período mudo, y tuvo sus primeros éxitos como director en la década del ’30. De esta etapa, Tesalónica exhibe una auténtica rareza, Sueños recurrentes (Yogata no yu me, 1933), una película muda que será acompañada por música en vivo del grupo electrónico local Your Hand in Mine. Pero fue recién a partir de los años ’50, en una serie de melodramas para la compañía Toho, que Naruse alcanzó su verdadera culminación. Autor de sutiles trasposiciones de la literatura de Fumiko Hayashi y Yasunari Kawabata (sus autores predilectos), Naruse se convirtió también en el creador de varias de las más legendarias estrellas femeninas del cine japonés, las actrices Hideko Takamine, Isuzu Yamada y Setsuko Hara. Con ellas como estandarte, Naruse retrató el desmoronamiento de la familia patriarcal japonesa y el malestar conyugal, siempre desde el punto de vista de la mujer.
Mucho antes de la llegada del feminismo, Naruse trató temas particularmente sensibles para el público femenino, como el dilema entre permanecer fiel a la familia tradicional o tomar un rumbo independiente. A diferencia de las mujeres inmortalizadas por Ozu y Mizoguchi, que solían aceptar su condición sacrificial con estoicismo, las mujeres de Naruse son también víctimas del mundo masculino, pero se rebelan contra el sistema que las oprime y prefieren un camino solitario antes que resignar su libertad. En un cine tan codificado como el japonés, donde cada director tenía su especialidad, la de Naruse era el shomingeki, o el film de corte realista, con personajes provenientes de la clase trabajadora. Pero a diferencia del melodrama convencional, los films de Naruse nunca castigan a sus personajes ni el guión presenta un destino clausurado, inmutable. Por el contrario, su cine está siempre abierto, nunca termina con el plano final. Es más, se diría que la vida de sus heroínas –como la de La voz de la montaña (Yama no oto, 1954), sobre novela de Kawabata, que elige el aborto y la separación antes que seguir al lado de un hombre que no la ama– recién comienza cuando aparece la palabra fin.
Alguna vez, el crítico español Miguel Marías aconsejó: “Hay que correr detrás del primer Naruse que se ponga a nuestro alcance porque es uno de esos cineastas que cambian nuestra idea del cine”. Bueno, a eso se dedican gran parte de los espectadores de Tesalónica.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux