AGUSTIN ALEZZO, LA PASION POR EL TEATRO, SUS TEXTOS PREFERIDOS Y EL ROL DEL DIRECTOR Y EL INTERPRETE EN LA ESCENA
Los múltiples elogios a su puesta de Yo soy mi propia mujer son sólo un eslabón más en la larga cadena que alimenta el historial de Alezzo, que analiza los momentos más satisfactorios de su carrera –y los otros– y no oculta su satisfacción por su primera puesta en El Duende, el espacio donde funciona su escuela de actuación.
› Por Cecilia Hopkins
Con más de 70 puestas en escena en su haber –la anteúltima, la premiada Yo soy mi propia mujer, del norteamericano Doug Wright, con Julio Chávez–, Agustín Alezzo volvió a uno de los dramaturgos de su preferencia, el estadounidense Thornton Wilder, con el estreno de Otros tiempos de vivir, un montaje que reúne tres de sus obras cortas. Se trata de un espectáculo muy particular para el director: es el primero que realiza en El Duende, su propia sala, habilitada desde el invierno pasado en el espacio donde funciona su escuela de actuación, en Córdoba al 2700. La obra se presenta como un viaje hacia ciertas zonas reveladoras de la infancia, la juventud y la madurez. “La larga cena de Navidad –la última de las piezas– no habla de una sola familia sino del tiempo cíclico que vive la humanidad”, reflexiona el director, y es precisamente esta habilidad con la que el autor de Los idus de marzo pasa de lo general a lo particular, uno de los rasgos que más aprecia de su escritura.
Dispuesto a hilvanar recuerdos de diferentes épocas, Alezzo repasa ante Página/12 parte de su vida en el teatro: fue a los 16, a poco de terminar el bachillerato, cuando comenzó a pensar en dedicarse a la escena. Pero antes de lograrlo plenamente, debió enfrentarse a las resistencias de su madre, que deseaba para él un título universitario. Fue por esta razón que, paralelamente a sus primeros estudios de teatro, cursó tres años de derecho, hasta que creyó que había aplacado en parte la ansiedad de su familia acerca de su futuro. Si bien no llegó a conocerlo porque murió dos meses antes de su nacimiento, su padre debió haberle legado su inquietud por el arte: era bandoneonista de una orquesta de Santa Rosa, La Pampa, lugar donde tendría que haber transcurrido la infancia del futuro director si su madre no hubiese decidido trasladarse al centro de Buenos Aires. Así, Alezzo frecuentó el teatro desde muy chico, acompañado de su madre, tíos y abuelos: “No había teatro para niños, así que veía todo tipo de obras”, recuerda, al tiempo que hace el recuento de sus actores preferidos: “Recuerdo a Arata, a Mecha Ortiz, López Lagar y muy especialmente, a Tita Merello: ella me impactó por su gran espontaneidad y su energía”. Cuando de adolescente entró a Nuevo Teatro, allí conoció a Alejandra Boero y Pedro Asquini. Más tarde, junto a Carlos Gandolfo, Augusto Fernandes y Pepe Novoa, Alezzo se dedicó a profundizar en el trabajo actoral que había propuesto en sus escritos el maestro ruso Constantin Stanislavski. Poco después, cuando conoció a la austríaca Heddy Crilla, a partir de allí se abrió una nueva y prolongada etapa en su desarrollo artístico: “Ella me formó”, resume el director. “Trabajé 27 años con ella: me dirigió, la dirigí yo y codirigimos también. Fue una vida de permanente intercambio”.
–¿Crilla fue un modelo para cuando comenzó a enseñar?
–Ella era muy exigente, como hay que ser..., no andaba con vueltas. Y también yo fui signado por esa forma de ser. No andar con vueltas es decir las cosas como son y no dar palmaditas en la espalda. El actor tiene que darse cuenta dónde están sus fallas, para poder trabajarlas. El amor propio al actor lo acompaña mucho, y esto puede ser un serio impedimento para su crecimiento. Porque si no soporta las críticas, no va a poder avanzar.
–¿Cómo era usted mismo como intérprete?
–Como actor trabajé 17 años, a través de los cuales me fui desarrollando lentamente. Cuando viajé a Lima, donde viví dos años, allí se produjo un momento de gran libertad expresiva. Eso me fortaleció mucho. Luego, al volver al país, actué sólo cuatro años más, porque ya había comenzado a dirigir. Fue una tarea que yo no esperaba realizar y, aunque no tenía ninguna expectativa, me terminó atrayendo enormemente.
–¿Cuál fue su primera dirección?
–Mi primera experiencia fue con La mentira, de Natalie Sarraute. Me fue muy bien, y yo mismo me asombré del resultado. Después hice en el teatro Payró uno de los espectáculos que más quiero, Ejecución, del canadiense John Herbert. Cuando Alfredo Alcón la vio, me llamó para que lo dirigiera al año siguiente (1970), en Romance de lobos, de Valle Inclán. A partir de ahí no paré de trabajar, dirigí más de 70 espectáculos.
–¿Por qué eligió Perú para vivir?
–En realidad, quería irme a vivir a París. Pero como tenía amigos en Perú, pensé que el despegue sería más sencillo si yo pasaba un tiempito allí antes de dar el gran salto. Después de trabajar allá dos años, cuando volví a Buenos Aires para irme a París, me descubrieron una enfermedad pulmonar y me quedé. Teníamos con Fernandes un proyecto para presentar en el festival de Nancy, pero se había frustrado. Lo interesante de la vida es que uno hace planes sólo para entretener el tiempo, porque después siempre pasa otra cosa diferente.
–¿Qué otros espectáculos suyos recuerda que lo han dejado conforme?
–Muchos me gustaron. Algunos de ellos fueron Danza de verano, de Brian Friel, Cartas de amor en papel azul, de Arnold Wesker, Las brujas de Salem, de Arthur Miller, Ah, soledad, de O’Neill. Con Sólo 80, (de Colin Higgins) tuvimos con Heddy Crilla un éxito de tres años. Fue la única obra que repuse, años después, con Rosa Rosen, pero esa vez me equivoqué, porque fue un fracaso.
–¿Cómo elige las obras?
–Hay autores que me encantan, como Chejov o Ibsen. Pero el reparto es fundamental: si uno no cuenta con los actores adecuados, mejor no hacer una obra. Muchas veces dejé de hacer obras por esa razón. Pero siempre busqué hacer textos que me han conmovido. Cuando no pasa esto, la imaginación no trabaja en relación a ese material. Y entonces aparece el oficio, pero así no se resuelven las cosas.
–¿De qué puestas se arrepiente?
–¿Cuáles fueron mis peores experiencias? La peor de todas fue Llegó el plomero, de Sergio De Cecco. Yo había creado el Grupo de Repertorio, con el que llegamos a tener 26 obras en diferentes salas chicas, algo inusual, subversivo. De esas obras yo había dirigido unas seis. La propuesta del grupo consistía en lanzar directores jóvenes, con actores y escenógrafos también jóvenes. Allí se iniciaron Julio Ordano, Luis Agustoni, Beatriz Matar, Aída Bortnik, Ariel Vaccaro, Beatriz Seibel. Pero de los teatros profesionales no me llamaban. Hasta que me ofrecieron estrenar esta obra de De Cecco en el Regina y yo quise probar. Pero el texto no me gustaba y no estaba motivado para hacerlo. Yo creo que fue un muy mal espectáculo, a pesar del elenco: Haydeé Padilla, Lito Cruz, Nelly Prono, Julio López, José María López. La hora pico, de Marta Degracia, con Tino Pascali, tampoco me salió bien, no me encontré con la obra y terminó decididamente mal. Poner el esfuerzo en algo que no puede ser mejorado es una gran frustración. Pero con el teatro uno tiene que seguir adelante, no es como con la pintura o la escritura, que uno puede comenzar de nuevo las veces que se quiera. En el teatro hay mucha gente comprometida, hay fechas de estreno, una empresa detrás, constructores, vestuaristas, y no se puede parar.
–¿Qué obras suyas considera que fueron injustamente criticadas?
–La crítica, en general, fue muy generosa conmigo. Sin embargo, a mi puesta de Ricardo III, de Shakespeare la crítica le pegó mucho. Y a mí no me pareció justo. Fue muy interesante el encare del papel protagónico que hizo Alfredo Alcón, quien hasta el momento no había explotado el humor como actor. A mí me pareció uno de sus mejores trabajos. El humor negro que le dimos a la obra no le gustó a la crítica, que a veces tiene una idea previa, establecida, de cómo deben hacerse ciertos autores.
–¿Cree que la palabra es crucial en el teatro?
–La palabra es un aspecto fundamental en el trabajo del actor, pero hay que ver otras cosas antes. El trabajo del actor consiste en aprender a usarse a sí mismo en escena, porque él mismo es su instrumento. Tiene que trabajar su cuerpo, su voz, sus emociones a través de ejercicios de imaginación, concentración y memoria sensorial. Y debe improvisar sobre situaciones que no ha vivido y aprender a adaptarse a los otros.
–¿Qué textos elige para que un actor dé sus primeros pasos?
–Textos de autores argentinos –Cossa, Gorostiza, Discépolo, Gambaro–, porque están más cerca de la idiosincrasia y el lenguaje de los actores. Para alejarse hay tiempo. Luego podrá meterse con otros autores. De los que están vivos, para mí, Pinter es el mayor. Tiene una modernidad, una teatralidad tan particular, que no se parece a nadie. Lo bueno que tiene es que no es modernoso.
–¿A qué llama “modernoso”?
–Son aquellos autores que tratan de ser originales, para asombrar, por esnobismo. Y la originalidad, me parece, no se puede buscar sino que surge de la propia singularidad. A mí me interesan los autores buenos. Me gusta el teatro de texto. Aunque hay producciones hechas a partir de creaciones colectivas que me han gustado mucho. Pero creo que el actor no reemplaza al autor, su tarea es otra. Bartis me gusta enormemente, es un creador. Pero hay pocos como él.
–¿Qué piensa del estilo de actuación de sus puestas, tan alejadas de lo representativo y lo natural?
–En su caso están en consonancia con lo que él quiere expresar. Esa forma de actuar no es un exabrupto, sino que forma un todo con lo que él está contando. Es una unidad expresiva. El arte consiste en lograr que todas las partes se conjuguen en un todo.
–¿Le interesa reflejar la actualidad en su teatro?
–A mí me preocupa mucho lo que pasa en el mundo. Pero pienso que no es imprescindible hacer una indicación directa de los acontecimientos actuales en un espectáculo. El teatro es una metáfora. Uno puede hablar acerca de lo que pasa hoy contando otra cosa. Por ejemplo, en Ricardo III, nosotros teníamos presente la imagen de Menem todo el tiempo. Porque Menem no habrá matado gente, pero mató otras cosas...
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