A VEINTE AñOS DE LA MUERTE DEL GRAN MILTON CANIFF
El autor de Terry y Steve Canyon marcó toda una época, con un trabajo constante de cincuenta años de publicación cotidiana: testimonio de un modo de narrar que fue modificándose, profundizándose, hasta instalarlo como auténtico maestro.
› Por Juan Sasturain
En una secuencia memorable de El estado de las cosas, esa rareza de Wim Wenders filmada y ambientada en Portugal, el veterano Sam Fuller, puesto en actor para la ocasión, formula al menos una parte importante de su credo artístico al decir –más o menos– que “la realidad es en colores pero, en el cine, el blanco y negro es más real”. Milton Caniff, uno de los mayores creadores de la historieta del siglo veinte, podría haberlo firmado también. Toda su obra –que incluye el color– lo demostró con creces durante más de cincuenta años de laburo diario: de publicación cotidiana, quiero decir. Una tira de lunes a sábado y la página entera de los domingos. Eso multiplicado por centenares de diarios de todo el mundo... Con sólo dos personajes, Terry (1934-47) y Steve Canyon (1947–88), y leves derivaciones como Male Call durante la guerra, Caniff construyó uno de los universos de ficción más sólidos, densos y convincentes de la narrativa gráfica realista contemporánea. Algo que fundó, además; que simplemente no existiría sin él.
Es sabido que la historieta norteamericana –es decir: las comics strips, según la denominación completa de origen– tiene muchos grandes autores y numerosas obras maestras absolutas prácticamente desde principios del siglo XX, a pocas décadas de haber irrumpido en los grandes diarios yankis: entre decenas de maravillas, Krazy Kat, de Herriman, y Little Nemo, de Windsor McCay –por ejemplo–, ya habían alcanzado, antes de la Primera Guerra Mundial, techos de perfección plástica y excelencia narrativa inigualados. Y la cosa siguió. Las historietas salían en los diarios y no en las revistas –los llamados comics books son de fines de los años treinta– y tenían, como lo dice su nombre, tema y dibujo humorístico, caricaturesco.
Recién en la década del treinta y con la Depresión, mientras crecían y se seguían multiplicando los monstruos del humor –Segar, Chic Young, Sterrett–, irrumpieron los relatos aventureros de dibujo más realista –-el Tarzán adaptado de Harold Foster fue pionero, junto a la obra de Roy Crane en el ’29– y así en pocos años surgieron los grandes personajes de género, del mundo del crimen, de la selva, del misterio y del espacio: Dick Tracy, de Chester Gould; El agente secreto X 9 –con guión original de Hammett–, Jungle Jim y Flash Gordon, de Alex Raymond; Mandrake y The Phantom –ambas con guiones de Lee Falk y dibujo bastante precario–, The Prince Valiant, de Foster... Los más conocidos entre muchos otros, claro. Los superhéroes más o menos voladores –Superman, Batman, Wonder Woman, Captain Marvel– vendrían sobre el final de la década, y ya con las revistitas instaladas en los kioscos.
En medio de ese proceso comenzó su obra, la desarrolló y llevó a inesperados lugares de originalidad y excelencia, rompió el molde, el gran Milton Caniff, maestro de maestros, si cabe. Una calificación que lo coloca en un podio generacional muy selecto –el de la innovación del relato realista–, junto a Will Eisner, el de The Spirit, otro longevo incombustible.
Caniff había nacido en un pueblito de Ohio en 1907 y siempre supo –como su amigo y colega Noel Si-ckles– que quería ser autor de comics. A principios de los treinta fue a Nueva York y después de varias pruebas se le dio. Por un tiempo hizo Di-ckie Dare y en 1934 le encargaron, desde el comando del Syndicate del Chicago Tribune, un relato que ya vino con nombre puesto –Terry & The Pirates– y arranque argumental prefijado: un chico que recibe del abuelo el mapa de un tesoro en China y debe defenderlo de la codicia de los piratas que “infestan” el mar y los ríos correspondientes... Un esquema infantiloide que –tras inédita metamorfosis– duraría doce densos años.
En el arranque, Terry Lee parece Tintin, un pibe rubio de jopito con medias a la rodilla, que tiene de tutor o encargado al joven Pat Ryan –pinta y pasta de aventurero– y de ayudante al chinito Connie, ingenuo gracioso y orejudo, para las payasadas. Nunca faltaban, en los treinta, un negro o un indio o un chino o un mexicano de laderos pueriles. Pero acá no era una pareja, sino un trío. Y eso –y otros factores– hicieron que la tira se disparara, se saliera de cauce y de plan.
Porque para bien de Terry y de la historia del comic, se dieron algunas circunstancias: primero, que Caniff tuviera de amigo a Noel Sickles, autor de Scorchy Smith –una de aviadores– y notable narrador gráfico que le prestó su pincel y su mano, le enseñó de las manchas, del blanco y negro, de los valores plásticos; segundo, que al personaje de Pat Ryan le fuera bien con las mujeres y que a Caniff le gustaran (dibujarlas, al menos); tercero, que Caniff fuera al cine y que de ahí se trajera –además de los modelos vivos para sus chicas– encuadres, secuencias y perspectivas que hasta entonces nadie había usado así y, por último, fue bárbaro que la historieta se ambientara en China y que los japoneses estuvieran tan cerca –en la geografía y en la historia– como para hacer que rápidamente la ficción se fuera mimetizando con la historia real, y se pasara de piratas de cuento a invasores de verdad...
Así, empezaron a aparecer las chicas, en general en el bando equivocado: las memorables Burma –rubia inspirada en Jean Harlow y en la Joan Crawford de Lluvia– y sobre todo la perversa Dragon Lady con ojos, gambas y boquilla de una Dietrich pasada por Oriente... Y sobre finales de la década, mientras Terry crecía, se hacía hombrecito y se difuminaban tesoros infantiles y consabidos piratas, proliferaban los personajes, se ampliaba el fresco, se venían batallas y escenarios cada vez más documentados y en serio, y con ellos la pintura realista –como nunca hasta entonces– de soldados, tipos raciales, armas, vehículos, explosiones... Con la entrada de Estados Unidos en la guerra, los personajes se alistan –Terry en la Fuerza Aérea, Pat Ryan en la Marina– se separan, van al frente mientras la historieta militarizada alcanza sus topes de excelencia. Precisamente, la muda secuencia final de despedida de Terry –el personaje y la tira, de manos de Caniff– suele citarse como modelo, compendio de esas virtudes.
Como le sucedió simultáneamente a otro grande de los treinta, Alex Raymond, con su Rip Kirby, a Caniff la posguerra le trajo la posibilidad/necesidad de mudanza de (tipo de) héroe, algo más maduro y adulto. La desmovilización provoca la adaptación de personaje y autor al nuevo contexto: el aviador, veterano de guerra Steve Canyon –cuya secuencia de presentación fue objeto, muchos años después, del análisis pormenorizado de Umberto Eco en capítulo famoso de Apocalípticos e integrados– tendrá en origen una empresa de vuelos comerciales, Horizons Unlimited, siempre al borde de la quiebra, con oficina clásica y secretaria oriental, siempre a la espera de clientes salvadores. Ese será, en principio, el lugar desde el que arrancarán las sucesivas aventuras que han de llevar –pese a malvados y (sobre todo) malvadas recurrentes– al flaco y rubio piloto a distintos puntos del planeta a ganarse unos dólares y a defender la democracia.
Casi inevitablemente, con los años cincuenta, entre Corea y la Guerra Fría, Canyon termina alistándose otra vez porque la patria lo llama. De ahí en más y hasta el final –tres décadas (sic) de lenta e inevitable decadencia de popularidad...–, las actividades político-aventureras del héroe estarán cada vez más asimiladas a las necesidades generales de la política exterior de su país, signadas por el anticomunismo más furioso. En ese sentido, Canyon es primo hermano de otro piloto privado también dibujado como los dioses y movido por intereses similares en misiones análogas: Johnny Hazard, de Frank Robbins.
La historia y la justicia artística –hermana de la poética– han querido que la calidad excepcional del autor octogenario que dibujó prácticamente hasta el final de su vida –Milton Caniff murió el 3 de abril de 1988, hace en estos días veinte años– superara largamente las contingencias de la época y el lastre de las ideologías.
Milton Caniff fue un maestro inigualado en lo suyo y para los argentinos un autor de enorme y directa influencia; mayor y más productiva incluso que la de Raymond y la de Foster, los otros modelos que poblaban los cursos de historieta de aquellos años de apogeo nacional. Para ser breves: ni Hugo Pratt ni Alberto Breccia –los dos más grandes dibujantes de aventuras realistas que dio este país en su época de oro, entre mediados de los cuarenta y comienzos de los sesenta– habrían sido lo que llegaron a ser sin la influencia directa de Caniff, del que aprendieron a contar en blanco y negro, a encuadrar, a usar el pincel y combinar luces y sombras, a dibujar mujeres inolvidables. Y qué decir de los múltiples discípulos de Breccia y Pratt.
El Breccia de la última etapa de Vito Nervio y de Club de Aventureros, a fines de los cincuenta, es el más clásicamente Caniff. Después, se tomaría el buque personal... En cuanto a Pratt, nunca dejó de homenajearlo. Ernie Pike y Ann y Dan están llenos de Caniff, incluso con alevosas citas que llegan hasta el Corto Maltés. También él, Pratt, se bajó de Caniff y tomó su propio barco. Pero, como tantos, partió de ahí.
Con Milton Caniff se fue, hace veinte años, uno de los más grandes narradores gráficos de nuestro tiempo.
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