Jue 24.04.2008
espectaculos

MARIA DE BUENOS AIRES, DE ASTOR PIAZZOLLA

Volver al mismo tango

Julia Zenko y Guillermo Fernández le ponen cuerpo y voz a la obra que el autor de “Adiós Nonino” estrenó hace cuarenta años, con textos de Horacio Ferrer, sin lograrse una dramaturgia clara.

› Por Diego Fischerman

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MARIA DE BUENOS AIRES

De Astor Piazzolla sobre texto de Horacio Ferrer
Dirección de escena: Marcelo Lombardero
Dirección musical: José Carli
Dirección musical adjunto: Néstor Marconi
Diseño de escenografía y multimedia: Tito Egurza
Coreografía: Oscar Aráiz
Diseño de iluminación: José Luis Fiorrucio
Diseño de vestuario: Luciana Gutman
Elenco: Julia Zenko, Guillermo Fernández, Horacio Ferrer y grupo de bailarines/actores.
Orquesta: Néstor Marconi (bandoneón), Pablo Agri (primer violín), Raúl Di Renzo (segundo violín), entre otros.
Teatro Nacional Cervantes
Funciones: Jueves, viernes y sábados a las 21. Domingos a las 20.30

María de Buenos Aires es una obra importante. Y es una obra fallida. Se discutió, y aun se lo hace en algunos ámbitos, su legitimidad como “ópera”, como si la pertenencia a ese género otorgara un salvoconducto de calidad. No es tan importante, en todo caso, ver lo que aquello que sus autores bautizaron como operita no es, sino, más bien, lo que es: un largo poema con interpolaciones musicales. Estas inserciones, más allá de la repetición del tema de María y de la sucesión de acordes del tema lírico de “Adiós Nonino”, que aparece como fuente de varias de las piezas, funcionan como números cerrados. En rigor, la forma de la obra con la que Astor Piazzolla intentó “entrar” en el mercado del espectáculo porteño de una manera diferente de la de las agotadoras y poco redituables actuaciones, noche tras noche, en pequeños clubes, a la manera de los grupos de jazz, es mucho más cercana a la de los shows de tango de la calle Corrientes, o a las películas del género, que a cualquier otra categoría musical existente.

La obra que Piazzolla estrenó hace cuarenta años, con textos de Horacio Ferrer, carece de acción y de una dramaturgia clara. Es, más bien, en consonancia con cierta tradición literaria argentina muy en boga entre los años cuarenta y setenta, una alegoría metafísica donde los personajes no tienen carnadura de tales, sino que son apenas las marcas terrenas de aquello que simbolizan. Eran obras donde los personajes, invariablemente, se llamaban Juan (con su variante Juan Pueblo), Eva, Adán o María (acompañados o no por la apelación a la ciudad de Buenos Aires en su apellido) y, cuando no, combinaban nombres griegos y míticos con locaciones barriales y populares o con prosaicos apellidos mortales, logrando combinaciones de la clase de Prometeo González o Ifigenia Gutiérrez. En este caso, el Duende, María, Porteño Gorrión con sueño, las Amasadoras de tallarines o el Coro de los psicoanalistas contaban una historia de símbolos y representaciones muy parecida, eventualmente, a la del propio Piazzolla, tratado por algunos como un traidor digno del destierro y por otros como un mesías y, en ambos casos, mucho más por lo que representaba, por su lugar simbólico, que por su propia música. El poema que le acercó Ferrer narraba, a la vez que la doble fundación de una Buenos Aires femenina, tal como él lo explica, la caída de un tango encanallado y su resurrección asistida por el Duende. Un argumento que, lógicamente, no tardó en seducir a Piazzolla, identificado ni más ni menos que con ese salvador que venía a sacar al tango de su supuesta ignominia.

El texto de Ferrer combina neologismos, en una suerte de relectura del lunfardo a la ’68, y abundantes menciones a iconos reconocibles de la ciudad o a la percepción que de ellos podía tener el letrista, como cuando habla de “un raro beatle y sus twistes” un año después de la Banda del Sargento Pepper y mientras Almendra ya comenzaba a imaginar su formidable primer disco –en el que, no obstante, los rastros de María de Buenos Aires son notables–. Esas señales de pertenencia tienen siempre algo de decorado artificial. Son postales de turista mucho más que un posible material poético. Pero, independientemente de las controversias que pueda despertar la estética de Ferrer, que ya en su momento fue condenada por la intelectualidad y saludada como una buena nueva por gran parte de los músicos y letristas de tango todavía en actividad, además de por una considerable proporción de su público, lo cierto es que la obra, a la que asistieron con rigor militante los piazzollianos, estuvo lejos de despertar la acogida imaginada, incluso entre sus defensores.

De todas maneras, y aun cuando la obra sea insalvable en su estructura, que vuelva a escena cuarenta años después en una puesta que la trata con inteligencia y creatividad y con una interpretación musical que apuesta al filologismo, es loable y mucho más cuando lo hace en la reapertura del Teatro Nacional Cervantes –nuevamente los símbolos–. Mala o buena, María de Buenos Aires es una obra de Piazzolla, contiene algunas músicas magníficas –entre ellas la extraordinaria “Fuga y misterio”–, y merece ser escuchada y vista como su autor la concibió. Y, en este caso, con posibilidades escénicas y presupuestarias inimaginables en el ’68. La puesta de Marcelo Lombardero, con la escenografía de Tito Egurza, la precisa iluminación de José Luis Fiorruccio y el vestuario de Luciana Gutman, evita, igual que la coreografía, los lugares comunes de la iconografía tanguera. A lo sumo, alude ocasionalmente a ese mundo, pero parte de la base de que María... es una obra de los ’60.

Pero aunque la “operita” reclamara en sus tiempos el reconocimiento como “obra clásica” –un reconocimiento que le llegó mucho después por parte de Gidon Kremer–, lo que sucede es que, independientemente de los encasillamientos, María de Buenos Aires responde a la dinámica de las obras populares y esa pertenencia se le nota al intentar recuperarla en nuevas interpretaciones. Ya desde la tesitura grave y la corta extensión del registro de la protagonista, pensadas para Amelita Baltar, todo en María... está escrito con los intérpretes en la cabeza. En esta versión, el grupo, que dirige José Carli pero cuya voz cantante es sin duda el bandoneón de Néstor Marconi, de excelente labor, es todo lo cercano al original que puede ser. Arturo Schneider fue parte del grupo del ’68; Roizner, el baterista, tocó con Piazzolla en el primer octeto electrónico, y Pablo Agri y Cristian Zárate conocen el estilo de Piazzolla a la perfección. Pero la música popular, que puede ser tan compleja, tan desafiante para el oyente y tan interesante como la música clásica, tiene con ella, sin embargo, una diferencia esencial. Allí la interpretación no completa la obra, la hace. Los ex músicos de Charlie Parker jamás podrán hacer la música de Charlie Parker, salvo que la imiten, lo que, obviamente, carecería de atractivo. Y la música de Piazzolla jamás será la música de Piazzolla –podría, eventualmente, ser otra cosa si se lo intentara– sin Piazzolla y sin la convicción y hasta la furia de los músicos con los que, en esos ya lejanos ’60, cambiaba para siempre la música del mundo.

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