OPINION
› Por Alberto Szpunberg *
Por algún motivo –estudio o entretenimiento o devoción marketinera–, el habitual lector de libros sigue un orden establecido: por la numeración de las páginas, la secuencia de los capítulos o la saga de una trama atrapante, y así hasta alcanzar el punto final, ya sea del texto o de su paciencia. El lector de poesía, en cambio, es diferente. Humildísimo como nadie, no dispuesto a dar vueltas inútiles o ganado por la legítima ley del menor esfuerzo, lee menos cantidad de texto por página: las líneas ni siquiera llegan hasta el otro margen. Su comportamiento suele ser extraño: a menudo, abre el libro por donde se le canta (esto de que “se le canta” es uno de sus rasgos fundamentales) y va saltando de un poema a otro e, incluso, dentro de un mismo poema, de un verso a otro. Como si, por ejemplo, un día de lluvia, cruzase una vereda de baldosas flojas. Por más saltos que dé, una vez puesto a bailar, sabe que esa vereda es una experiencia irreversible. Cuando termina de atravesarla, descubre que, como en el mundo cuántico, donde sólo la ubicuidad explica el yo soy otro, las partículas de la vereda tienen un comportamiento extraño: sólo en esas baldosas es posible el milagro de que llueva de abajo para arriba.
Pronto se da cuenta de que todas las veredas, por más firmes que sean, tienen las baldosas flojas y de que el milagro es más posible de lo imaginado. Ahí empieza a ver poemas donde pone los ojos, incluso los ojos cerrados: en las paredes, en la cara de la gente, en quien lo llama por teléfono y, perdón, equivocado. En ese momento decisivo de la historia, el policía de la esquina lo mira de reojo, y el lector de poesía asume su condición de extraño, raro, subversivo. Silba bajito, pero sólo para disimular lo que él y el resto de los lectores de poesía saben: también el policía de la esquina, la esquina entera y hasta la macritud del mismo Gobierno de la Ciudad están parados sobre baldosas flojas. El lector de poesía huele el humo que recorre las calles, piensa en el fantasma del manifiesto y llega a la conclusión correcta: la cosa está que arde. Como nunca se le suben los humos a la cabeza, levanta la vista y observa el estallido del ocre en los fresnos. Y el lector de poesía se asoma al poema, se incorpora a él y lo hace suyo, es decir, de todos. Este otoño, piensa, la llamarada de las hojas; el próximo invierno, el palacio homónimo, y aunque todo ya ocurrió hace mucho, y mal, muy mal, el milagro es para cualquier momento.
* Poeta. Mañana a las 19 presenta Apuntes. Luces que a lo lejos (Colihue) en la sala D.F.S.
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