MANUEL VICENT Y SU LIBRO COMER Y BEBER A MI MANERA, QUE PRESENTA HOY
“La alta cocina la han hecho las mujeres de la escasez, de la penuria; de la miseria se han hecho platos exquisitos”, sostiene el español, que hoy a las 20 protagonizará en el predio de la Rural un encuentro imperdible con Juan Cruz.
› Por Silvina Friera
La esencia de la vida, el verdadero rostro de Dios, quizá se encuentra en el perfume del tocino o en el aroma de las longanizas asadas al carbón. O en un bocadillo de chocolate, con un mínimo de cacao y mucha grasa, duro como una piedra. El gusto de la memoria puede, a veces, ser traicionero, pero jamás infiel. “Cuando se vive muchos años fuera de la tierra, uno pierde el idioma, olvida a amigos, adopta nuevas costumbres, pero nunca abandona las especias que sazonaron los alimentos de su niñez, ya que el Dios verdadero cabalga sobre la pimienta, el estragón o el comino”, escribe Manuel Vicent en Comer y beber a mi manera (Alfaguara). El libro, suerte de “acto de fe” del buen paladar, no debería confundirse con el culto a la nueva cocina, a esas raciones ínfimas, “comidas para desdentados”, de nombres tan sofisticados como un trabalenguas que casi nunca se puede decir de corrido. El escritor español despeja cualquier duda, ahuyenta al posible despistado que busque en esas páginas el abecé del buen gourmet, del sibarita o bon vivant globalizado. El reivindica los platos que surgen de la escasez, cómo con poco se elabora mucho; los platos y delicias de la abuela sabia y la madre amorosa.
Vicent se presenta hoy a las 20 en la Feria del Libro junto al escritor Juan Cruz, en un diálogo que promete ser imperdible. “Nos haremos una entrevista mutua, sobre nuestros libros, pero con Juan nunca se sabe para dónde dispara, es inaprensible”, bromea el escritor. Se percibe el cansancio en sus ojos, en el modo de hablar pausado, como si estuviera acomodándose al cambio de horarios y de clima –apenas lleva un par de horas en el país–, pero el humor y la ironía nunca abandonan a este escritor y periodista valenciano. “Casi no me acuerdo de este libro porque lo escribí hace dos veranos en mi casa de vacaciones de Denia, entre llantos de niños, amigos que iban y venían, y yo entusiasmado con las tortillas de patatas..., era una locura.”
La escena mundana, Vicent a punto de tomar un café en el piso catorce de la editorial, de pronto adquiere una levedad cómico-religiosa. Página/12 le recuerda que en una parte del libro, Comer o no comer carne, el escritor revela que su primera deserción de la carne se produjo cuando vio cómo mataban a un cochinillo. ¿Cómo va a hacer para no comer carne en Buenos Aires?
–Soy vegetariano hace veinte años, pero soy un vegetariano pecador, tengo tentaciones clandestinas. Estoy por hacerme vegetariano militante y comer hierba como una vaca (risas). Pero estoy aquí, y voy a comer carne y después me azoto y ya está. ¡Qué le voy a hacer, soy un pecador!
Se ríe con la moderación propia del ironista, esa risa a mitad de camino entre la mueca de la sonrisa y la carcajada. Pero no ha comido con moderación, al menos eso es lo que parece cuando se lee el libro que acaba de publicar. “La literatura está en las cartas de los restaurantes de la nueva cocina, sobre todo de influencia francesa. Las cartas de los restaurantes franceses están llenas de hipérboles y de figuras retóricas, pero después cuando llega el plato, que es enorme, la ración es pequeña. La cocina francesa está podrida de literatura; como toda la cultura francesa, es literaria”, explica Vicent. “Este es un libro que rehúye de la literatura y trata de recuperar los sabores primitivos, de recuperar la ciencia del paladar, no del gusto del maître. Este libro es un ejercicio de purificación, de volver a las sensaciones primarias, sabiendo que comer es una de las principales fuentes de la mística y también del hedonismo, pero para llegar al hedonismo hay que pasar primero por un sacrificio que consiste en ir eliminando lo que en la cocina siempre sobra”, aclara. “La alta cocina la han hecho las mujeres de la escasez, de la penuria; de la miseria se han hecho platos exquisitos. Esa es la verdadera imaginación. Hay que reivindicar esa cocina fundamental de la tía soltera, la abuela sabia, la madre amorosa y las hermanas hacendosas que nos han hecho comer desde la niñez.”
–¿Cómo explica el auge de la nueva cocina?
–La nueva cocina no ha traspasado los tabiques del restaurante; probablemente sería una tortura si te obligaran todos los días, de noche y de día, a comer en esos lugares. Se puede ir para probar, como quien va de excursión a un paraje que no ha visto nunca. Pero ir todos los días a ese paraje sería suicida; la comida que te ofrecen es para desdentados, todo es una cosa blanda, pero eso no quiere decir que esté contra esa cocina. El número uno en España y tal vez en el mundo es Ferran Adrià, de El Bulli. El plantea sus platos como obras de arte, como parte del arte moderno. Una vez fui al Bulli (el nombre del perro que tenían unos alemanes a los que Adrià les compró el local), cuando no era tan famoso. La salsa que acompañaba a unos salmonetes era una salsa cuyos dibujos estaban sacados de unas vidrieras emplomadas de Gaudí. Estaba muy bien, pero todos los días comiendo vidrieras acabarías pegándote un tiro. ¿No te parece? (risas).
–¿Cuándo comienza esta tendencia a relacionar la comida con el arte?
–La nueva cocina nace con la cultura zen, con lo minimalista, con lo conceptual; comer no es llenar el estómago, sino que es un estado mental. Ya no se trata de saciar el hambre, sino que está diluido en un entorno intelectual. El sabor está ahora unido también a la vista, al oído, a lo que te cuenta el maître, que te recita casi un poema gastronómico. La nueva cocina nace con todo el movimiento minimalista en el arte. Como los cocineros de la alta cocina se creen y son artistas, sacar una sopera llena de humo es de un realismo brutal (risas). Todo tiene que ser medido visualmente. Además ese tipo de comida no engorda, la gente quiere tener el estómago plano y hacer bien la digestión.
En el libro, Vicent sugiere que, para adelgazar, nada mejor que la comunión con la naturaleza. “Mucha gente quiere cambiar de yo mediante una rigurosa dieta. Ya se sabe que a los dioses no les gustan el tocino ni las salsas. Contra los lípidos y los glúcidos hay que levantar la bandera de la pasión. No tiene ningún sentido abrasarse el alma con lechugas para recuperar la belleza si uno después no está a la altura del placer cuando llega. La dieta más científica consiste en reventar de felicidad y no pensar en la báscula.”
–En el libro describe los cambios en los hábitos de los progresistas, cómo en los ’60 se comía lo que había y cómo a partir de los ’70 se incorpora el hedonismo gastronómico. ¿Cómo afectó este cambio en lo ideológico?
–La ideología pasó del progre marxista al gastrónomo, yo he recorrido ese camino. En un libro que escribí, Villa Valeria, un lugar donde nos reuníamos los progresistas en los sesenta, la reina era la tortilla de patatas, era el verdadero sol de España. Pero con el desencanto, los progres empezaron a hacerse gastrónomos. Antes se podía ir a un buen restaurante, pero no era filosófico hacer eso, la comida colectiva era la tortilla de patatas. Con el paso del tiempo, aquellos seres maravillosos empezaban a entender de vinos; todo lo que antes era un lenguaje marxista ahora era un lenguaje culinario.
–Ya no había más luchas de clases, en todo caso de paladares.
–Había lucha de cocineros (risas).
En Comer y beber a mi manera, el escritor español recuerda que todo el lujo de “los rojos adorables”, de la oposición política en los años sesenta, consistía en unas aceitunas rellenas de Alcoi, que según explicaba un revolucionario de entonces fue donde se produjo en el siglo XIX el primer levantamiento obrero. Pero en los setenta, mientras Franco expiraba, los progresistas austeros se pasaron al bando de la nueva gastronomía. “En las sobremesas de cualquier almuerzo editorial, los filósofos y los escritores, a los que la falta de proteínas les había dejado en un metro sesenta de talla, no cesaban de hablar de cosechas de vino”, cuenta Vicent. “Ya no existe ningún antiguo progresista, empezando por mí mismo, que no presuma de saber cocinar un plato muy elaborado y de su exclusiva especialidad. Uno llega desarmado a la casa de un antiguo rojo y se encuentra con una bazofia imaginativa de su propia creación, cocinada con sus propias manos, las mismas que un día manejaban tantos panfletos.”
–¿Lo que se come da cuenta de lo político: dime qué comes y te diré quién eres, qué piensas?
–El que ha comido siempre bien no tiene más problema que ver al mundo como una maravilla. Se dice que uno de los fundamentos de la inteligencia es el hambre: si tienes hambre, te espabilas para solucionarlo y desarrollas el cerebro. Si uno come muchísimo, en esas sobremesas se plantean muy pocos problemas políticos. No hay que resolver el mundo, sólo la digestión.
–¿Qué comen los dirigentes socialistas y los del PP?
–Comen todos muy bien, comen exactamente lo mismo, en los mismos restaurantes. Antes se decía que la derecha comía platos caseros, tradicionales, pero ahora no es así. La derecha siempre ha comido mejor que la izquierda, por lo tanto tiene más experiencia, ha bebido mejor vino y no tiene que hacer imposturas, sabe más que la izquierda tradicionalmente, aunque ahora la izquierda se ha reciclado y come muy bien.
–¿La izquierda ya no es culposa?
–No, todos quieren participar del gran banquete de la vida. La izquierda tiene derecho a la felicidad como una conquista. ¿No queríamos el paraíso?, ¡pues ya lo tenemos!
–En el final de libro, ante la idea de la muerte, aparece la nostalgia por esos sabores que lo acompañaron en la infancia y por los platos que no podrá disfrutar. ¿Por qué no aparece la literatura, los libros que habría deseado escribir y no pudo?
–¿Más literatura que morirse? Se han escrito millones de páginas sobre la muerte. Pero ese final es literario porque no sé qué va a pasar. Goethe dijo “luz, más luz” y lo que quería era que abrieran las ventanas. Pero se transformó en una frase célebre, se interpretó como que iba a entrar en el reino de la luz o que iba a venir la gran luz. Desde esta parte del mundo, cuando imagino la muerte, pienso que voy a echar de menos el olor del café por las mañanas, la visión del mar, el perfume de las algas, cosas muy carnales, más que el libro que me hubiera gustado escribir.
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