Mar 06.05.2008
espectaculos

A PUNTO DE CUMPLIR 84 AñOS, CHARLES AZNAVOUR SE DESPIDIó DE LOS ESCENARIOS PORTEñOS

Las modas pasan, el romanticismo no

El último héroe de la chanson francesa se mostró en gran estado, para hacer revivir en sus fans los viejos buenos tiempos.

› Por Karina Micheletto

¡Oh, l’amour, l’amour! ¡Cuánto ha dado de cantar el amor! Las formas posibles de cantarlo, y de contarlo, son también históricas. Por eso, todos lo que llenaron el sábado y el domingo pasado el teatro Gran Rex lo hicieron con la conciencia de estar asistiendo a un acontecimiento que se proyecta como irrepetible: la última oportunidad de ver al último representante vivo de la chanson francesa. La chance de escuchar por última vez, reconcentrada en el formato del vivo, una forma de cantarle al amor que –es evidente al escuchar a los melódicos románticos actuales– ya mutó definitivamente a otros formatos. Y Charles Aznavour, el monsieur en cuestión, cumplió con creces con la demanda. A punto de cumplir 84 años, y en gran estado físico y vocal, el francés de origen armenio mostró por qué es uno de los grandes cancionistas del mundo. De esos que ya no vienen más.

¿Cuántos antes de su visita a la Argentina creían que este hombre ya andaría cantando por otros cielos? Y aquí está el señor Aznavour, vivito y coleando, marcando con un leve movimiento del pie un éxito tras otro desde su pequeña estatura, entrando en calor corporal hacia el final, hasta terminar bailoteando en giros concéntricos. Serán casi una treintena de éxitos, en francés, en inglés y en español, durante una hora cuarenta y cinco exacta de show, mediados apenas por unas breves palabras en francés. Así irán pasando –y despertando el ¡aaahhh! de la platea con los primeros acordes– “La mamma”, “Sa jeunesse”, “La boheme”, “Te espero”, “Non, je n’ai rien oubilé”, “She”, el clásico que ayudó a popularizar Elvis Costello; “Je voyage”, compartido con Katia Aznavour, que es una de las coristas y parece la nieta de Charles, pero es su hija.

Si es probable que Aznavour ya no pueda cumplir con todas las promesas que enuncia en sus canciones (“Apaga la luz, y en la oscuridad, de tu juventud, dame la verdad... Y en un frenesí, loco de emoción, voy a hacer de ti, mi mejor canción”, de “Apaga la luz”, o “Cuando te penetro, siento que me quemo, pero sin sufrir”, de “Dime que me amas”, por ejemplo), también es seguro que es capaz de hacerlas revivir en quienes las escuchan. Los más añosos lo recuerdan como el señor champagne de aquella propaganda de Monitor, apenas un desliz masificante en la trayectoria de este caballero distinguido como chevalier de la Legión de Honor, officier de las Artes y Letras de Francia, entre otras medallas. Para todos, su música representa la actualización de una forma posible del recuerdo, siempre unido a lazos afectivos.

Aznavour canta con el talento de los clásicos, es decir, de los que ya no necesitan abundar en el gesto de demostrar. Lo acompaña una orquesta en sintonía Aznavour, es decir, aplomada y distinguida, capaz de ajustar los tiempos y subir o bajar sus bríos con delicada intensidad. De esta orquesta, que incluye piano, teclados, batería, percusión, guitarra, bajo, vientos, y un par de coristas, sólo puede saberse el nombre de su director, Gérard Daguerre. A una velada tan paqueta como ésta le faltó el programa de mano, censurado por la producción porque la foto de Aznavour (que reveló ser un obsesivo al echar a los fotógrafos tras el primer tema) no estaba autorizada.

El teatro luce repleto y de gala, los tickets que costaron entre 600 y 300 pesos en el sector de plateas, agotados. Pareciera que todo el Club de Lectores de La Nación se ha dado cita esta noche. Una multitud de señoras mayores de perfumes pesados y señores de estricto traje y bastón celebran el encuentro. Festejan que Aznavour está vivo y canta para ellos, que también están vivos, y pueden pagar para verlo. Recuerdan lo que fueron alguna vez, tal vez el recuerdo anula la certeza de lo que terminaron siendo; todo narcótico tiene su precio. Para el final, Aznavour deja “Venecia sin ti”, y entonces baja una bola de espejos gigante que envuelve a todo el teatro, como llevándolo a bailar con el anfitrión. Charles regala una última frase, que quizá sirva para extender los comentarios de la cena: “Las modas pasan, pero el amor, no”.

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