CINE ONLINE › LA INMIGRANTE, DE JAMES GRAY, CON MARION COTILLARD Y JOAQUIN PHOENIX
Un centenar de críticos estadounidenses eligió a Cotillard como Mejor Actriz del año por este film y por Dos días, una noche. En La inmigrante la francesa encarna a una polaca que huye a los Estados Unidos y termina prostituyéndose para pagar el tratamiento de su hermana.
› Por Horacio Bernades
De las clásicas encuestas de “las mejores del año”, que se publican todas las temporadas, en el rubro cine la más importante es, por cantidad y calidad, la de The Village Voice. Este año, la tapa de esa publicación fue para la actriz francesa Marion Cotillard, que ganó fama internacional por el Oscar que se llevó en 2007, haciendo la mímica de Edith Piaf en La vie en rose. No es por eso, claro, que la bella Marion encabezó en diciembre pasado la sección Cine de la publicación neoyorquina, sino porque cerca de un centenar de críticos estadounidenses la eligió Mejor Actriz por partida doble. Una de esas dos actuaciones fue la de Dos días, una noche, la película más reciente de los hermanos Dardenne. La otra, la de La inmigrante (The Immigrant), del bastante menos conocido James Gray. El mismo doblete que Cotillard presentó en la última edición de Cannes, donde ambas fueron parte de la competencia oficial.
El estreno local de Dos días, una noche se anuncia para febrero próximo. La nueva del realizador de Los dueños de la noche y Los amantes –que formó parte, además, del Top Ten de las mejores del año en la encuesta de The Village Voice– no va a estrenarse en Argentina y tampoco se anuncia, por el momento, su lanzamiento en DVD. Para verla hay que recurrir al truco de siempre, el de las bajadas de Internet, donde pueden hallarse versiones subtituladas. Primer film de época de un realizador cuyas tres primeras películas (Little Odessa, 1994; La traición/The Yards, 2000; Los dueños de la noche/We Own the Night, 2007) fueron dramas policial-familiares, en The Immigrant Cotillard viaja de Polonia a Estados Unidos, casi un siglo atrás. El argumento se corresponde con el de cualquier dramón de lágrimas, sangre y padecimiento. El tratamiento, no.
Da la impresión, y las declaraciones de Gray lo confirman, que el modelo en que el realizador se basó es el de las “películas para llorar”, protagonizadas por Barbara Stanwyck, Bette Davis o Joan Crawford en los años ’30 o ’40. Más aún –aunque esto no sea reconocido textualmente por este descendiente de rusos judíos– el referente parecería ser el del folletín. Véase si no. En Polonia, Ewa Cybulska vio cómo el ejército zarista decapitaba a sus padres. Recién llegada a Ellis Island, puerto de entrada a los Estados Unidos, sufre la separación de su hermana, a la que le descubren tuberculosis y dejan internada allí mismo, antes de su deportación. Luego de eso y con intención de pagar la atención médica de la pobre Magda, Ewa terminará prostituyéndose. Y verá cómo uno de los hombres que la pretenden asesina al otro.
Escrita a cuatro manos con quien hasta el momento de su muerte fue su padrino artístico (Ric Menello, con quien venían de firmar la sublime Los amantes, 2008), el tratamiento dramático que Gray imprime a La inmigrante va en contra de lo que la letra indica. Allí donde se impondría el sobretono, Gray asordina. En lugar del golpe bajo, mano de terciopelo. En vez de cualquier clase de patetismo, mira a sus personajes de frente y a la misma altura. En cambio del maniqueísmo, la ambigüedad. Donde se esperarían progresión y catarsis, tono parejo y un final que no es de estallido, sino de suspiro. La ambigüedad se encarna sobre todo en el personaje de Bruno Weiss (Joaquin Phoenix, tan intenso como siempre, en su cuarto papel al hilo para Gray), que está escrito como despreciable villano de cine mudo y tratado como un tipo implosivo, sufriente y a la larga sacrificado. Lo más parecido al Rufián Melancólico que se haya visto al norte de Roberto Arlt.
Presentador de un teatro de varieté y “administrador” de chicas, Bruno le tiende la trampa a la campesina de ojos muy abiertos que compone Cotillard, y en cuanto puede la cierra sobre ella y comienza a explotarla. ¿O será que la ama? Gray es la clase de narrador que, parecería, no puede odiar a sus personajes. Así sean dictatoriales pater familiae rusos (Maximilian Schell en Little Odessa, lanzada aquí en VHS como Cuestión de sangre), ex convictos (La traición) o una familia de policías (Los dueños de la noche). ¿Podría tratar a un pobre cafiolo como si fuera de una sola pieza? Iniciada con un plano en el que la Estatua de la Libertad aparece significativamente de espaldas, la contraposición entre la ingenuidad y la manipulación, la ilusión y la representación, la fachada y lo que hay detrás, atraviesan toda la película.
Primera heroína femenina en el cine del realizador, Cotillard recuerda, con sus grandes ojos redondos y su expresión de devoción traicionada, a la Lilian Gish de los melodramas mudos de David Wark Griffith o la Falconetti de La pasión de Juana de Arco (esta última, otra de las influencias reconocidas por Gray). El de Ewa es el martirologio de una paisana que no se entrega: en las primeras escenas, en cuanto puede se hace de unos pesos y un cuchillo. De Ewa son la ilusión y la paulatina desilusión. Ante un auditorio tan ingenuo pero tan alerta como ella, las chicas de Bruno representan papeles exóticos, como solía ser en el varieté: una es una presunta española, otra una oriental de ojos rasgados a fuerza de maquillaje, la de más allá Cleopatra. Ewa, la Estatua de la Libertad. Apunte cruel: a metros de ese monumento su hermana quedó detenida, y ella misma acaba de perder su libertad a manos del pimp.
Más tarde, Bruno presentará a sus pupilas como hijas de familias aristocráticas de Nueva York... ante un grupo de homeless que vive bajo un puente del Central Park. La otra referencia a la representación es literal y la encarna un mago, Orlando de nombre artístico, a quien Jeremy Renner compone como un Clark Gable de bigotito, sonrisa ganadora y aire canchero. En otras palabras, más una ilusión que una persona. A Bruno, Gray suele mostrarlo reflejado en espejos. A diferencia de Ewa, a quien la cámara observa de frente y en primeros planos, iluminada desde abajo por el consagrado Darius Khondji (Delicatessen, Se7en, Medianoche en París). Tanto como para convertirla en una madonna. Gray, cuyas películas suelen transcurrir en ambientes tan rusos y neoyorquinos como lo son sus raíces familiares, no niega que hay en esta historia, como en varias de las anteriores, reflejos de sus abuelos. O de historias que éstos le contaron. ¿Un cine autobiográfico, camuflado tras la ficción? “Las películas con las que me formé, en los ’70, eran sumamente personales”, dice Gray en entrevistas. “Scorsese, Coppola, Cassavetes, hablaban de sí mismos, de lo que les pasaba o habían vivido. Yo intento hacer lo mismo. Creo que cada uno de nosotros es único, nadie se parece a nadie, y yo como cineasta tengo que hablar desde mí. Hasta ahora lo vengo consiguiendo.” Se ve que no le resulta del todo fácil, tiene que tomarse su tiempo para sacar sus proyectos adelante (cinco películas en veinte años, seis años de pausa entre Los amantes y ésta). Pero cuando filma, filma aquello en lo que cree. Con sus películas, el público no llenará las salas como con las del mainstream, pero tampoco es que no va verlas nadie. Gray, cuyo verdadero apellido se ignora, parece saber lo que quiere y hasta dónde le da el cuero. No le va nada mal.
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