MUSICA › LOS TALLERES MUSICALES QUE SE LLEVAN A CABO EN DISTINTAS UNIDADES PENITENCIARIAS
“Tocando una siente que
está en otra parte”
Desde marzo de este año, en distintas unidades de Ezeiza, de mujeres y de hombres, la Secretaría de Cultura de la Nación y el Ministerio de Justicia llevan conjuntamente adelante talleres musicales
› Por Mariano Blejman
Raúl Malosetti tiene un auto rojo y una de esas caras profundas, marcadas por el paso de los años, de esos años en los que militaba en el peronismo de izquierda. Ahora Raúl va manejando rumbo a Ezeiza con la guitarra recién afinada en el asiento de atrás de su auto. Raúl es músico. Lleva la ventanilla abierta, y entra el aire frío de la mañana pero él no se inmuta. Podría pensarse que se va preparando para enfrentar ese encierro. Sus ganas de dar clases de guitarra a un grupo de reclusos tiene algo que ver con su pasado militante, dice. Desde marzo, es uno de los cuatro profesores de música que visitan un grupo de cárceles para enseñar a tocar a los reclusos. Cada miércoles y cada viernes, Raúl afina la guitarra con una pasión inusitada para ser tan temprano. Ese es uno de los cuatro talleres organizados por la Secretaría de Cultura de la Nación y el Ministerio de Justicia. Pero hay otros tres talleres: también en Ezeiza, Carlos Alvarez da guitarra en la Unidad 3 y Andrés Bustos da percusión en la Unidad 19, de hombres. Además, Eduardo Taconi guitarrea en el Moyano.
Pero Raúl dejó su auto rojo en la puerta de la Unidad 31, sin llaves. Después de una pequeña burocracia, se descubre olor a limpio en este día especial: Raúl cumple años. No dice cuántos, nadie se lo pregunta. Las chicas prepararon una torta y esperan impacientes la llegada del profe. El clima festivo, la presencia de visitas no habituales, la sala decorada para la ocasión hacen perder el foco por un momento. Podría parecer un cumpleaños de esos que se hacen en cualquier barrio pero, claro, es una cárcel: de menor seguridad, pero cárcel al fin. Una estrecha pared que cuelga un mapa de biomas argentinos, unos cuántos barrotes, afuera pasa la autopista, adentro pasan otras cosas. Las chicas escribieron “¡Feliz cumple!” en un pizarrón que corresponde al área de educación de la Unidad 31 de Ezeiza, ahí cerquita de donde aterrizan y despegan los aviones. Anita, la “polaca”, conoce bien el aeropuerto. Ahí llegó un día desde algún país europeo y desde allí vino directamente a caer, acusada de traer sustancias prohibidas. Candelaria está hace poco, y también conoce los aviones. Era azafata de Southern Winds y dice que una amiga la inculpó en un caso de contrabando amparada por la Ley del Arrepentido (“nada que ver con el gran caso de las valijas”, aclara). Tiene una guitarra con su nombre tallado, que le regaló su papá hace poco en una de sus visitas.
La procesión, por dentro
Amparo, Brenda, Gaby, Betty, entre otras tantas, se esconden o se dejan ver detrás de sus peinados recién estilizados. La mayoría son “procesadas”. No deja de ser notoria la similitud existente entre el Proceso de la última dictadura militar y el estado de “procesado” de los todavía no condenados. Tal vez así haya estado la sociedad argentina en esos años: procesada. “Cuando toco, me olvido que estoy aquí”, dirá más tarde una interna de la Unidad 31 que estudia guitarra y ya ofreció un inusual concierto para el resto de la población del penal. Lo más extraño de este curso de guitarra dentro de la cárcel es la ausencia de las mismas (guitarras). Dicen que hay un expediente dando vueltas entre los vericuetos de la burocracia, pero hay apenas cuatro o cinco guitarras para una veintena de mujeres. Durante las dos horas de clase, van a repasar un cancionero que incluye zambas, guarañas, chacareras, algo de blues en mi mayor, y todo para afilar las uñas con vistas a un próximo show en la cárcel con público garantizado. Una de las canciones es Luna cautiva, segundos afuera.
Una chica es contorsionista, hacía sus piruetas en un circo hasta que la detuvieron. Ahora es la que más carisma tiene: por uno u otro motivo la guitarra le llega siempre a sus manos. Otra de las chicas se queja: le cuesta cantar y tocar a la vez. “Es puro entrenamiento. Empezá con unaletra que conozcas bien y que tenga música fácil”, aconseja Raúl Malosetti, que no deja de fumar para tocar y enseñar.
A Patricia le encanta la música: dice que es una forma de ser libre y olvidarse de donde está. Betty cree que tocando la guitarra “el día se pasa más rápido”. Y Ana, la polaquita, entiende que tocar le cambia la percepción de las distancias: “Mi vida está más cerca con la música, me gusta tocar y cantar. Me transporta a otro lugar”. La mayoría de las alumnas de Raúl jamás había tocado un diapasón. Casi todas empezaron viendo de qué se trataba y, aunque el taller iba a terminar en junio, autoridades, profesores y reclusos consensuaron con el Servicio Penitenciario alargar el curso. Ahora, Raúl piensa dar clases a un segundo grupo en dos aulas contiguas a la vez.
Ese rasguido profundo
El papá de Candelaria tocaba la guitarra, pero ella nunca se puso a aprender. “Acá querés hacer de todo para que se te pase el tiempo”, dice. “Me encanta tocar, me hace acordar a mi familia. Este es el grupo más unido y más lindo de todos los talleres de la cárcel”, cuenta Candelaria, con una silueta esbelta y una sonrisa de recién llegada. Todas asienten al unísono y Raúl se prende otro cigarro, entendiendo que buena parte de su trabajo ya dio sus frutos: algunas piensan seguir las clases con él cuando salgan de ahí. “Así, la semana tiene una finalidad: esperar la llegada de los miércoles y los viernes”, dicen. Y así siguen todas, hablando unas sobre otras, aprovechando la presencia de un extraño (y unos cuántos acompañantes) para decir lo que piensan, para decirse a ellas mismas que es rasguido profundo, un acorde en séptima o aquel Do sostenido es una manera de saltar estos alambrados inhumanos.
Brenda dice que tocar la guitarra la ayudó en sus tiempos de crisis, donde las paredes marrones se convierten en testigos inútiles. Lo malo, dice, es que sólo se puede tocar durante la clase, ni antes ni después. Sólo dos horas, dos veces por semana, con cuatro guitarras para veinte personas. Pero lo mejor de todo es verlo al profe (“su mujer debe ser una genia”, dice una por lo bajo) y Raúl no sabe bien qué hacer con tanto elogio junto. Agradece la torta, sopla las velitas y sigue: “Bueno, vamos a tocar”, dice, y empuña su guitarra con esos dedos de obrero metalúrgico. Porque con esa barba tupida, esa mirada que no habla demasiado, les va sacando la ficha (vaya ironía en este lugar común) a las chicas. Raúl sabe exactamente en qué anda cada una, y si por algún motivo una no va a clases, Raúl la manda a llamar.
Hace un tiempo, invitó a su primo Javier Malosetti (“lo conocíamos de la tele”, contaron ellas) a dar una clase a la Unidad 31. Javier puso todo su empeño en una clase inolvidable y demostró su “carisma”, dicen las chicas. “Este es el único lugar donde se llora por estar alegre”, cuenta Brenda. Cada tres o cuatro preguntas, alguna chica vuelve a pedir más guitarras. En la cárcel las actividades principales son estudiar o trabajar, así que esto de los talleres genera complicaciones. Anita, la polaca, hace más de un año que no quiere ver a sus padres. “No quiero que me vean en este lugar”, dice. “Pero si me vieran tocando la guitarra no tendría problemas”. Otra dice que está bueno tocar otro tipo de música y, entre risas, recuerda que dentro de los pabellones todo va entre “cumbia y música paraguaya y cumbia y música paraguaya...”
La clase de guitarra va llegando al fin: han pasado dos horas, donde la necesidad de expresarse con las cuerdas permitió a las chicas estar fuera incluso del sistema. “Acá estamos fuera del capitalismo. No hay consumo, no hay kioscos, no compramos nada”, cuenta una. Entonces, todas recuerdan que lo difícil fue pasar los primeros días. Cuenta Candelaria: “Cuando me dijeron que iba a tener que estar diez días adentro casi me muero. Ahora llevo unos meses y una se va acostumbrando”. Al final, Raúl Malosetti desanda cada una de las puertas atravesadas por el frío, machacando a ritmo sincopado cuerdas ajenas. Afuera sigue esperando el auto rojo.