MUSICA › ENTREVISTA A HERBIE HANCOCK, UNA LEYENDA VIVIENTE
El pianista vive uno de los mejores momentos de sus casi 50 años de carrera. Inesperado ganador del Grammy al mejor disco por su CD de homenaje a Joni Mitchell, Hancock apuesta a un cambio en los Estados Unidos, de la mano de Obama.
› Por Iker Seisdedos *
Desde Madrid
Una reciente tarde de primavera, Herbie Hancock, leyenda del jazz y pianista extraordinario, sostenía arqueado sobre su propio eje un Memorando al futuro presidente: ¿cómo podemos restaurar el liderazgo y la reputación de América?, de Madeleine Albright. Un ejemplar dedicado. “Para Herbie. Un tipo al que ojalá los presidentes de este gran país escuchasen más a menudo. No sólo su música, sino también sus opiniones acerca del jazz y de la vida en general.” Resulta que cuando Hancock está en Washington siempre se las arregla para encontarse con la primera mujer en alcanzar, en 1997 y con la administración de Clinton, la secretaría de Estado. Juntos, aseguró, gustan de “escabullirse a cualquier garito a escuchar buena música”.
Aquél era uno de esos días del pianista en la capital administrativa del mundo, ciudad tan poco jazzística como el jazz últimamente. Desde su suite se adivinaba la silueta de la Casa Blanca, una imagen que se antojaba metáfora del brillante porvenir del viejo músico, que, parafraseando el emocionante standard, últimamente casi podría en los “días claros ver para siempre”. Este 2008, el pianista ha logrado un Grammy al mejor disco del año por River: the Joni letters (Verve / Universal). Es, además de un emocionante y delicado homenaje a Joni Mitchell, el primer disco de jazz que obtuvo el máximo reconocimiento de la industria en 44 años (Getz / Gilberto, de Stan Getz, había sido el último, gracias a un fenómeno llamado “The girl from Ipanema”).
Estos meses han sido también los de su elección como uno de los 100 personajes más influyentes de la revista Time, o su distinción como artista del año por la Universidad de Harvard. Dos días después de la entrevista ingresó como “leyenda viva” en la Biblioteca del Congreso, y en mayo, su disco Headhunters (su álbum más vendido, de 1973) fue incluido por esa institución en un lote de 25 grabaciones que “deben ser preservadas para siempre” (desde un discurso de Harry Truman de 1948, hasta el disco que se envió al espacio con el transbordador Challenger en 1977 o el Thriller de Michael Jackson).
Lo cierto es que Hancock reúne las cualidades necesarias para tanto reconocimiento. Es autor de la banda sonora de Blow up (1966), obra maestra de Michelangelo Antonioni y pieza fundamental del movimiento mod. En los setenta abanderó la bastardización del jazz con Headhunters, que marcó época con su millón de copias vendidas. Y si en los ochenta popularizó el scratch, técnica empleada por los disc jockeys de rap, en “Rockit”, un tema que asaltó por la fuerza a la generación MTV, en los noventa vio cómo su trabajo para el sello Blue Note en los inicios de su carrera fue apropiado por el hip hop y el acid jazz para conquistar a una nueva clase de oyentes.
De aquellos días, este camaleónico artista, miembro del inolvidable segundo quinteto de Miles Davis a finales de los sesenta, acaso la mejor formación jazzística que haya pisado la Tierra, conserva las manos finas que atraían el foco en la elegante y lejana tapa de su primer disco como líder, de 1962. Fue entonces cuando el mundo descubrió a un prodigioso pianista de Chicago de formación clásica. Un improvisador infatigable capaz de introducir a Debussy en el más arraigado discurso de la música negra. Por lo demás, aún viste de oscuro y luce una envidiable forma física dos días antes de su 68º cumpleaños. Mata el tiempo con revistas de divulgación científica y dobla la chaqueta del visitante como un jazzman de los de antes. Pobres, pero bien planchados.
–¿Qué ha cambiado en su forma de ver el mundo, ahora que sabe que es una leyenda viva?
–Nada (carcajada). Es muy agradable el reconocimiento que he recibido. Sobre todo lo de los Grammy, que ha sido fundamental, entre otras cosas, para darle una nueva vida comercial al disco (sus ventas se han doblado hasta alcanzar los 450.000 ejemplares). ¿Sabe? Todo el mundo ve en este país la dichosa ceremonia, igual que se ven los Oscar o la Super Bowl. Para un músico es el más grande premio dentro de los grandes premios. Todos quedaron muy sorprendidos, y más que nadie, yo mismo. ¡Le Gané a Amy Winehouse, que es cien veces más conocida! Pero si me lo pregunta, no sé si merezco tanta atención. Pero sí que el jazz la merece. Yo veo que este premio es una señal de que el jazz se hace por fin más visible en América. Yo siento que el jazz es muy saludable para el alma humana, porque tiene que ver realmente con liberar almas. Es como si el espíritu no obtuviese satisfacción suficiente con otras formas musicales, que pueden ser maravillosas, pero, sinceramente, no le alcanzan al jazz. Todos los géneros son válidos, pero hay algo muy especial en éste al que he dedicado mi vida. No se trata de competir, sino de confiar en ti mismo y en los músicos que te acompañan. Es una caída libre y necesitas compañeros en los que apoyarte. Es la música del momento y nunca juzga a nadie. No conozco a ninguna persona que se meta en esto por la fama, las joyas o las mujeres. Lo demás, aparte de esas bellas cualidades, me trae sin cuidado.
–¿A qué atribuye entonces que ese reconocimiento a la expresión cultural más perdurable y original de su país llegue tan tarde?
–Recuerdo cuando tocaba con Miles (Davis) en los sesenta. El jazz aún era una música que se tocaba en los clubes, lejos de los grandes festivales. Eramos tipos con clase y hacíamos una música que no compraba nadie. Yo tenía veintitantos años y todo era respeto. Luego, el jazz se convirtió en demasiado virtuoso. Y la gente normal lo asimiló a algo complicado. Llegó el rock and roll y se acabó la historia.
–¿Tuvo que ver la irrupción del free jazz, que vino a hacer saltar todo por los aires?
–Me sentí fascinado con aquella locura, y en cierto modo, me involucré en tocar con Eric Dolphy, por ejemplo. La banda de Miles estaba influenciada por el avantgarde y también por el free jazz. Aunque a él todos aquellos músicos le parecieran, por decirlo de un modo suave, unos fantoches. Sí, pero incorporó elementos de su lenguaje en nuestra música. Tampoco muchos entendían lo que hacíamos nosotros en aquel grupo.
–¿Y usted? ¿Alcanzaba a sus 25 años a entender la importancia de aquella música?
–Disfrutábamos al explorar, al meternos en áreas que nadie había frecuentado. La idea de explorar nuevos territorios está aún muy presente para mí. Incluso con River..., que puede verse como un álbum más fácil de escuchar. O con el anterior (Possibilities), que fue muy criticado, porque colaboré con artistas como Christina Aguilera. Decían que carecía de un centro. Que abarcaba mucho y apretaba poco. Como si eso fuese algo intrínsecamente malo. Para mí, eso es precisamente lo que hay que hacer ahora mismo. Es el signo de los tiempos que marcan las descargas digitales. Ya nadie escucha los álbumes enteros. Sólo se atiende a las canciones. Por eso hice un disco en el que parecía que cada tema provenía de un disco distinto.
–¿Por qué homenajea la música de Joni Mitchell, precisamente ahora, cuando el público y la industria parecen ignorarla más que nunca?
–Fue una idea de Dahlia Ambach, del sello Verve. “Sé que ustedes son amigos y que la respetas”, me dijo. Me interesó el reto. Porque normalmente nunca hago caso a las canciones. Sólo a las armonías, a los arreglos, nunca a la letra. Las palabras no las escucho. Cuando escucho una canción, simplemente soy incapaz de asimilar las palabras. Es muy normal entre los músicos de jazz, salvo si eres Lester Young o Wayne Shorter, mi gran amigo (con él militó en la banda de Miles Davis y colabora en el disco). Dahlia fue también la que propuso al productor, Larry Klein, ex marido de Joni Mitchell, a pesar de lo cual son amigos, no se vaya a creer.
–¿Cómo recuerda a la joven Joni Mitchell? ¿Fue bien recibida la cantautora rubia de folk cuando empezó a mezclarse con músicos de jazz?
–Muchos, al principio, se mostraban fríos con ella, porque la habían escuchado en la radio y no entendían qué se le había perdido allí. Era una hippie con una guitarra. Yo, personalmente, no la había escuchado demasiado antes de conocerla. Nacer en 1940 es pertenecer a la generación previa al rock and roll. Es una mera cuestión de cinco años. Recuerdo que estaba haciendo su disco Mingus (1979) cuando fui a un ensayo. Jaco Pastorius me llamó. Ellos ya habían trabajado juntos antes. Dijo: “Estamos haciendo un disco de homenaje al bueno de Charlie Mingus”. Yo pensé, ¿y esta chica para qué se mete en esta historia? Jaco me dijo: “Wayne Shorter está conmigo”. Si Wayne estaba allí, nada malo podía suceder. Así que fui.
–¿Era Jaco Pastorius uno de esos tipos incómodos a los que se refería antes?
–Muchos eran yonquis. Jaco no era exactamente así. Probablemente tomó heroína. Y cocaína también. Pero lo suyo era más grave. Tenía un desequilibrio químico en su cabeza. Acabó loco. Pero cuando yo lo conocí era un tipo muy normal. Vivía en Florida, tenía mujer y dos hijos, John y Mary. Era un joven marido que tocaba el bajo como los ángeles. Se enroló en Weather Report y aquél fue el mejor vehículo para su fenomenal desarrollo. Hacían música asombrosa, reconocida por la crítica y por las audiencias de jazz. Era un público grande para un grupo como ése, pero no una gran audiencia tipo rock. Y Jaco era una estrella del rock. Sobre todo en el escenario. No obtuvo la atención que esperaba. Creo que eso minó su frágil personalidad hasta acabar con él.
–Un caso muy distinto del de Joni Mitchell.
–Ella siempre pareció incómoda con los grandes públicos. Lo tiene todo para gustar, pero, según ella misma, su música es sólo querida por los gays y los negros. ¡Será que tiene pruebas! Puedo entender por qué lo dice. Su sentimiento es que los negros siempre entendieron mejor su música que los blancos. Alguna vez me ha contado lo que las mujeres negras le dicen por la calle, que sus letras parecen escritas por una de ellas. Que dice cosas que les llegan muy adentro. Los blancos entran en la parte más intelectual de su música, supongo, y los negros, en el alma. En cuanto a los gays, y voy a generalizar, probablemente haya un alto grado de respeto por las formas artísticas.
–Perdone, pero todo eso, los blancos intelectuales, los negros pasionales y los homosexuales sensibles per se, suena a horroroso tópico.
–Pero es verdad. Es difícil explicar por qué, pero es así.
–¿Hay un reconocimiento a todos ellos implícito en el éxito de su disco?
–Creo que sí. No sé por qué, pero nunca había pensado en ello.
–Fue saludado como el Grammy más adecuado para la era Barack Obama...
–Nadie esperaba que un negro fuese candidato en EE.UU., como nadie hubiese apostado por un viejo músico de jazz para el Grammy. Ambos son signos de cambio en una América que está necesitada de dar una vuelta de página.
–¿Tiene que ver con asuntos raciales? Es sólo una parte del problema.
–Incluye cuestiones como el color de la piel, sin duda, pero no es sólo eso. También está implicado el género. Es un buen y saludable signo. Había creído que vería a una mujer presidenta, o a una candidata mujer, pero no a un negro... no, señor.
–Ni siquiera cuando Jesse Jackson estuvo a punto de ser candidato en 1988...
–Nunca creí en él. Nunca me pareció trigo limpio, ni siquiera el hombre adecuado. Obama, en cambio, sí lo es. Pero no es por el color de su piel. Tengo muchos amigos con los que he hablado de este tema. Algunos lo apoyaron porque lo consideraban parte de los suyos. Pero otros, simplemente, aducían las razones que yo aduzco. Es el tipo correcto, está despertando la conciencia de un montón de votantes jóvenes. Eso es todo. Nadie lo había logrado antes. Quizá sólo Kennedy. A quien yo, por supuesto, voté en su día. Tenía poco más de 20 años y me convenció.
* De El País de Madrid. Especial para PáginaI12.
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