MUSICA › PAGINA/12 PRESENTA DOS CD DE ATAHUALPA YUPANQUI
La voz, instrumento de la tierra profunda
El poeta, cantor y guitarrista ofrece su talento en Pasaban los cantores..., editado originalmente en 1979, y en A qué le llaman distancia, una recopilación de obras propias y ajenas.
› Por Karina Micheletto
Atahualpa Yupanqui es uno de referentes centrales de la música argentina. Aunque sólo se conoce una pequeña parte de todo lo que escribió (unas 1200 composiciones, más las que siguen apareciendo entre los regalos que el poeta dejaba al que le caía simpático en el momento), hoy su obra sigue viva y potente, interpelando al que la quiera oír. Como un mojón cultural en el que un país puede mirarse y reconocerse, sustentado por una poética de hondo contenido filosófico y una forma de interpretar tradicional y renovadora a la vez. Página/12 presenta con su edición de mañana el primero de dos discos que recortan una parte de la extensa obra del poeta, guitarrista y cantor: Pasaban los cantores..., editado originalmente en 1979. El segundo CD, A qué le llaman distancia, contiene una recopilación de obras propias y ajenas –algunas realmente poco difundidas en la voz de Atahualpa como La engañera y Zamba del pañuelo– y aparecerá con la edición del próximo domingo.
Gran parte de Pasaban los cantores... está constituido por poemas recitados con la voz grave y profunda de Yupanqui, sentencias cadenciosas que homenajean al paisaje y a sus habitantes anónimos, o a grandes admirados de Atahualpa como Julio Argentino Jerez. En Destino del canto, el recitado que abre el CD, Yupanqui sintetiza el núcleo filosófico en el que se anudan su visión del rol del cantor popular y su convicción de que éste siempre estará ligado a la tierra: “Nada resulta superior al destino del canto. Ninguna fuerza abatirá tus sueños, porque ellos se nutren con su propia luz. Se alimentan de su propia pasión. Renacen cada día para ser. Sí, la tierra señala a sus elegidos. El alma de la tierra, como una sombra, sigue a los seres indicados para traducirla en la esperanza, en la pena, en la soledad. / Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de la tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo. Pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil. Nada apagará la lumbre de tu antorcha porque no es sólo tuya, es de la tierra que te ha señalado, y te ha señalado para tu sacrificio, no para tu vanidad” (esta última frase, resaltada en su recitado como para que escuche el que le toque escuchar). Desde esta cosmovisión, la condición del artista es la de instrumento y a la vez custodio, y así lo explicaba el poeta cada vez que podía: “El hombre canta lo que la tierra le dicta. El hombre no elabora, traduce”.
Hacia el final del poema, Yupanqui anota: “Sí, la tierra señala a sus elegidos y al llegar el final tendrán su premio. Nadie los nombrará, serán lo anónimo, pero ninguna tumba guardará su canto”. Aspiración máxima del poeta, cumplida en tantas obras como Luna tucumana o Chacarera de las piedras (por citar dos de las incluidas en la selección del segundo CD de Página/12). Si la leyenda indica que aquella frase de “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas” fue tomada de un arriero de los tantos que Yupanqui conoció en sus extensas recorridas a caballo; o si no falta la coplera norteña que marca la similitud entre algún verso de Atahualpa y alguna copla de esas que bajan de los cerros, creadas por todos y por nadie, es porque el cantor siempre se asumió instrumento y vehículo de su tierra y de quienes la habitan. Hay que haber andado mucho para cantar y contar con esta belleza: “Un mundo en cada gramilla, adioses en el cardal, y pensar que para muchos, la tierra es tierra nomás”. (De la milonga Para el que mira sin ver, incluida en el primer CD.)
Así lo explicó en una entrevista que le realizó Rodolfo Braceli, publicada en el libro ¿En qué creen los que sí creen? (Editorial Aguilar, 2001): “De los compositores me gusta Julián Aguirre, enormemente. Me gusta López Buchardo. Y hay un sujeto que se llama Anónimo que para mí es bárbaro. El de la vidalita, la huella, la zamba de Vargas... Me gustaría parecerme a él. ¡Cuánto compuso ese NN! Dentro de ese NN está el ser argentino, el verdadero folklore. Folklore es eso: lo que el pueblo aprende sin que nadie se lo haya enseñado”. Con humildad, también tomó distancia: “En cuanto a yo poeta, no exageremos: alguna que otra vez le arrimo el bochín a la poesía. No más que eso. Pegar unos gritos en el cerro no significa estar haciendo el Sermón de la Montaña”.
En la poesía de Yupanqui están las voces de hombres como don Manuel Silplituca, “un viejo cantor riojano que no tenía más instrumento que su viejo tambor de vidala, pequeño y sonador y preferido”, y también, “el hombre que lucha y trabaja y a veces todo lo que le queda tiene la exacta dimensión de su poncho. Vale decir, apenitas su tumba” (A Don Manuel Silplituca, del CD Pasaban los cantores...). O Don Manuel Acosta Villafañe, el coplero jujeño a quien Yupanqui le rinde homenaje en el mismo CD. O esa Chinita del campo a quien le dice con ternura: “Chinita del campo todo corazón, si supieras cuánto te respeto yo”. Pero a esa poesía también la habita el silencio, ese silencio que buscó hacer sonar obstinadamente, desvelado por encontrar el tono exacto e imposible que pudiera apresarlo, al que se acercó en la Vidala del silencio (“no me conformó, no alcancé a decir no el uno por mil de mi preocupación por traducir el sonido del silencio”, diría), y al que terminó teniéndole rabia.
Yupanqui encarna la tradición de una manera muy distinta a la de aquel folklore vernáculo que intenta fijar límites alrededor de una imposible esencia de “argentinidad”. Si el paisaje es el núcleo de la trama estética de su poesía, no lo es en el sentido bucólico del dibujo infantil del rancho con tranquera, y la china sonriente acercando el mate desde la puerta. Podría decirse que no le canta a la luna porque alumbra y nada más, forzando el guiño. Hay una fuerza filosófica potente en la exaltación yupanquiana del paisaje, hecha siempre desde el lugar del caminante, sintetizada bellamente, por ejemplo, en A qué le llaman distancia –por tomar un tema de los escogidos en estos discos.
La selección abarca algunas canciones instrumentales como Zamba del grillo, El pocas pulgas, La tristecita, de Ariel Ramírez, o La añera. Entre los que llevan la firma de otros autores, se destacan la Zamba del pañuelo, de Castilla y Leguizamón, y Quiero ser luz, compuesta por Daniel Reguera, enfermo de cáncer y resistiéndose a la muerte: “Se me está haciendo la noche / en la mitad de la tarde, / no quiero volverme sombra / quiero ser luz, y quedarme”. En 1965, Atahualpa captaría el ruego del poeta en un soneto en su homenaje: “Si una guitarra triste me dijera / que no quiere morir entristecida / me pondría a rezar sobre su herida / con tal de recobrar su primavera. Si un trovador me pidiera / un poquito de luz para su vida, / toda la selva en fuego convertida / para su corazón yo le ofreciera. / Mas, de poco valió la proclamada / pujanza de mi anhelo, si callada / la muerte te llevó, Daniel Reguera. / Pasa tu zamba por la noche oscura, / y el eco de tu voz en la llanura / sigue buscando luz y primavera”.
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