MUSICA › PRESENTACION DE LUTHERAPIA EN EL TEATRO GRAN REX
El nuevo espectáculo de la agrupación ratifica todo aquello que la hace única e irrepetible. Con absoluta naturalidad, Les Luthiers logra compatibilizar excelencia académica, soltura actoral y gracia colectiva. Sus fans, agradecidos.
› Por Diego Fischerman
Si sólo se tratara de los instrumentos, de esa “exorcítara” de la que nada puede adelantarse, o del arpa construida con una tapa de inodoro, o de viejos conocidos como la flauta de pan construida con tubos de ensayo o el “latín” o violín de lata, y del virtuosismo que Les Luthiers ha logrado en su ejecución, alcanzaría. Si no hubiera otra cosa que la fenomenal parodia de estilos y la perfección con la que logran pasar de un rock pesado que habla de los ruidos de la ciudad a una balada folkie –una especie de “Mañanas campestres”– en la que hablan de los ruidos del campo, o la exactitud de la escritura mozartiana en el número final o del medievalismo del que abre Lutherapia, su nuevo espectáculo, sería suficiente. Como lo sería, desde ya, el desopilante guión que urde la trama y algunos chistes memorables que salpican la delirante relación entre un musicólogo conflictuado –encargado de un trabajo sobre la obra de Mastropiero, por supuesto– y su psicoanalista.
Pero este grupo que ya hace cuarenta y un años que reafirma su vigencia se caracteriza por el exceso. Y esta vez vuelve a demostrar que todo aquello que por separado sería meritorio –excelencia en la escritura musical, virtuosismo en la ejecución de instrumentos imposibles, precisión en la sátira de géneros y estilos, soltura actoral, gracia personal y buenos chistes colectivos–, todo junto es un milagro. O, en todo caso, lo que hace a Les Luthiers únicos e irrepetibles. Escenas como la lectura de la carta del paciente (voz de Rabinovich en off) por el terapeuta –Mundstock, obviamente–, la cumbia compuesta para la Universidad de la Sorbona –por un pequeño error de interpretación de Mastropiero– en la que la simple confrontación del mundo bailantero con el de la filosofía produce toda una cadena de significaciones de la que tampoco corresponde adelantar nada, salvo, quizá, que para los asistentes al espectáculo la palabra “epistemología” ya nunca vuelva a ser lo que había sido, o el “tarareo conceptual” del “aria agraria” que se entronca con viejos ingenios como la canción en falso ruso o aquel scat –también conceptual– armado con frases como “probará varón tu piba”, están, sin duda entre los “grandes hitos” –para tomar uno de sus títulos– de Les Luthiers.
La estructura de Lutherapia, con un hilo conductor en la resolución del trauma del musicólogo –y un remate a lo Hitchcock– y algún elemento que, como sucedía en la composición de aquel himno patriótico, pasa de número a número, es absolutamente eficaz y allí aparece, además, el otro sostén del milagro: la formidable empatía que establece el grupo con un público que llena la sala del Gran Rex –y que poco antes de comenzada la función continuaba haciendo cola para sacar entradas para las funciones venideras– y que festeja con pasión cada uno de los chistes y canciones. Un público, además, en el que abundan las familias con hijos pequeños, poniendo de manifiesto un pasaje de la posta lutherista que los padres y hermanos mayores se empeñan en perpetuar. Son más de cuatro décadas y ya varias generaciones de fanáticos crecieron junto a ellos. Y ése, tal vez, sea el último prodigio. Que en un país donde todo lo provisorio resulta definitivo y en que lo definitivo acaba siendo provisorio, Les Luthiers siga estando.
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