MUSICA › MURIO EL FOLKLORISTA ROLANDO “CHIVO” VALLADARES
Tenía 90 años y era una suerte de patriarca de la música popular argentina. Compañero de aventuras del Cuchi Leguizamón y Manuel J. Castilla, compuso “Subo”, “Vidala del lapacho” y “Bajo el sauce solo”, entre otras obras fundamentales del cancionero.
› Por Karina Micheletto
A los 90 años, después de pasar diez días internado por un cuadro respiratorio severo, murió en San Miguel de Tucumán Rolando “Chivo” Valladares, finísimo cultor de la vidala, autor necesario del cancionero argentino, compañero de aventuras de gente como Manuel J. Castilla o Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Fue el autor de “Bajo el sauce solo”, “Zamba del romero”, “Subo”, “Vidala del lapacho” y “Vidala del último día”, entre otras joyas de folklore; compuso junto a autores como Castilla, Raúl Galán, Néstor Soria y Teuco Castilla, entre otros; también hay unas veinte canciones que tienen su poesía. Llegó a grabar dos discos –que hoy se consiguen como “rarezas” en algún blog de coleccionistas del folklore– y a integrar un trío juvenil de corta duración, pero trascendió en la música, más que como intérprete, como autor de bellas canciones.
Rolando Valladares nació el 10 de marzo de 1918 en San Miguel de Tucumán, en el seno de una familia de profesionales de la que se suponía que debían seguir surgiendo profesionales, aunque marcada fuertemente por la música. Su padre era escribano “pero también poeta, guitarrero y cantor, igual que mi hermano”, aclaraba él. Su hermana, Leda Valladares, también dejó su sello en la música argentina, además de su trabajo como investigadora y compiladora. Sin saber leer y escribir música, Valladares había inventado un intrincado sistema propio para componer, con números que correspondían a las cuerdas y los espacios del diapasón de la guitarra. Pasados los 80 años, quiso saldar esa deuda pendiente y le pidió a un joven músico tucumano, Leopoldo Deza, que le enseñara. De aquellas tardes de solfeo en un aula improvisada surgió la idea de hacer un cancionero que reuniera su obra completa, hasta entonces dispersa y, en muchos casos, no transcripta en partituras. Afortunadamente, Deza llegó a publicar en 2006 el resultado de este arduo trabajo, editado por la Universidad Nacional de Tucumán con el nombre Solo en mi rancho.
A hombres como el Chivo, la muerte les suele traer como premio final diversas formas de reconocimiento público. Con la muerte llega también el lamento por la falta de ese reconocimiento en vida, que por algo en estas tierras se le niega sistemáticamente a la gente importante de verdad. El Chivo Valladares se reiría de estos lamentos; se reía cuando estaba llegando a los 90 y contaba que la gente se preguntaba “qué sería de su vida”, aludiendo a la muerte sin nombrarla nunca. Se lo sabía una suerte de patriarca que representaba una parte importante de nuestra memoria cultural, una memoria que todavía podía ser asible mientras gente como él viviera para compartirla. Pasó sus últimos años en forma silenciosa, casi anónima, en su casa de pleno centro de Tucumán, con la compañía amorosa de su esposa Nelly y de su hijo Eduardo, cobrando una jubilación mínima, más poco y nada que le llegaba de Sadaic en conceptos de derechos de autor.
Quien escribe estas líneas llegó hace un par de años con su amiga Silvia Majul, en busca de una entrevista que alguna vez formará parte de un libro. Así se dio el encuentro con un hombre que caminaba con dificultad y hablaba muy bajito. Pero que era capaz de recordar con exactitud cómo nacieron sus temas o sus andanzas con Manuel J. Castilla, o detalles de los variados oficios que ejerció, desde cazador y campeón de tiro, hasta herrero y obrero de una fábrica de neumáticos. Que se medicaba con una ginebrita con soda y hielo, “para subir la presión”. ¿Se siente poco reconocido?, se le preguntó. “Yo no pretendo que me reconozcan”, respondió. “Si analizo la situación, ha habido tantas cosas tan enormes, tan inesperadas, tan transformadoras, que ni siquiera la imaginación del hombre puede abarcarlas. Ha sido tal el batifondo, que no ha habido lugar para muchas cosas, nadie ha advertido los mundos emocionales en un montón de seres. Pero no podría haber sido diferente. Por ejemplo, la bomba atómica. ¿Qué puede importar mi cuestión emocional ante semejante cosa?”
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