MUSICA › EL ABIGARRADO PANORAMA DEL FESTIVAL CERVANTINO
Guanajuato está ganada por visitantes de toda laya, que vienen no sólo a disfrutar al Cuarteto Latinoamericano o la Sinfónica Nacional, sino también a zambullirse en un caldo de sonidos urbanos.
Desde Guanajuato
En el DF hay una calle que se llama Sonora. Y es el nombre de un desierto. Y es que todo en México es sonoro, aun los desiertos. Esa relación con el sonido, sin embargo, es particular. Los planos se superponen sin anularse entre sí; tres grupos de mariachis y bandas norteñas pueden estar a pocos metros de distancia, mientras la gente canta con unos o con otros, y las radios de las tiendas pasan reggaetón o ska o música tradicional o Julieta Venegas. Y hay en la calle un sonido que para algunos mexicanos significa la máxima diversión y para un argentino resulta siniestro. Un hombre de negro y con cara de payaso circula entre las mesas de los bares entrechocando dos varillas metálicas. El instrumento está conectado a una batería y lo que el hombre ofrece es “un toque”: corriente eléctrica que los amigos, algo bebidos, reciben gozosos.
Guanajuato tiene menos de 150.000 habitantes pero, durante el Cervantino, esa cifra se duplica. Los que llegan, sin embargo, en su mayoría no lo hacen para ver los espectáculos, sino para vivir cierto clima de desenfreno en las calles. Mochileros de distintas partes de México y de California vienen a estar durante el Cervantino. Aun así, la variedad de espectáculos callejeros es imposible de ignorar. También allí reina el palimpsesto sonoro. En las plazas impera el mismo eclecticismo, la contigüidad entre vanguardia, experimentación y culturas populares que en la que podría llamarse la primera división del Cervantino, que transcurre en el Teatro Juárez, en el gigantesco y ultramoderno Auditorio del Estado, en los teatros Principal y Cervantes y en las iglesias barrocas.
El grupo de rock Barro Negro, disfrazados, tocando cada integrante en un pequeño ring de box, superpone, en la Plaza San Roque, una música donde caben desde la cumbia hasta el jazz con proyecciones en video y dos bailarinas dentro de cubos de tela iluminados. En otra plaza, la Allende, el dúo Rana Sorda musicaliza, con una suerte de improvisación electropop, Häxan, un film sobre brujería realizado por el danés Benjamin Christensen en 1921; luego, junto a Roscoe Mitchell –legendario saxofonista del Art Ensemble of Chicago–, Chris Chafe y Roberto Morales Manzanares se sumarán a músicos y artistas visuales situados en distintos lugares de México, EE.UU. e Irlanda para un encuentro multimediático y virtual. Tanto allí como en el concierto de La Banda Elástica, grupo del DF que cultiva un estilo cercano al free jazz, con idas y venidas desde y hacia Frank Za-ppa y Gentle Giant, las ideas fueron superiores a su concreción.
Poncho Sánchez y su banda de jazz latino, la cantante Susana Harp junto a las bandas de Guanajuato y Campeche y la Orquesta Sinfónica de Campeche con un programa de danzones de Cuba y México, con el cubano Gonzalo Romeu en el piano, fueron quienes concitaron más público en el Patio de la Alhóndiga. La Sinfónica Nacional de México, dirigida con precisión por el joven Carlos Miguel Prieto y con la participación del coro finlandés YL y dos grandes solistas, la mezzosoprano Tina Penttinen y el barítono Jorma Hynninen, protagonizó otra clase de evento, el estreno aquí del poema sinfónico Kullervo, escrito en 1882 por Jan Sibelius. Y en el auditorio de la Universidad, donde hay talleres y clases magistrales -–entre ellas la del compositor argentino radicado en Londres Alejandro Viñao– se presentó uno de los grupos de cámara más importantes del mundo, el formidable Cuarteto Latinoamericano.
Este conjunto mexicano, además de por la excelencia de sus interpretaciones, se destaca por abordar un repertorio interesantísimo y nada frecuentado. Sus grabaciones de los cuartetos de Villa-Lobos, de Ginastera, de Carlos Chávez y de Silvestre Revueltas son referencias inevitables. En este concierto optaron por un programa más bien liviano y con una excesiva presencia del posmodernismo anglosajón, con los derivativos Sueños del sefarad, de David Stock (música de película sin película), y el quinteto Tuireadh, del británico James McMillan, donde se agregó el notable clarinetista Fernando Domínguez. La otra obra en programa fue un trabajoso ejercicio de transcripción de canciones populares mexicanas realizado por Stefano Scodanibbio. El chiste consiste en que los ritmos son de un organito de plaza que se frena y acelera permamentemente, sin que eso implique elaboración posterior. Habiendo organitos –y una ciudad sonora como pocas–, el esfuerzo resulta inútil.
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