MUSICA › EL PáJARO CANZANI EDITA EN PARíS SU NUEVO DISCO, TRANSAMERICANA
El ex bajista de Los Jaivas cuenta cómo es el CD que acaba de salir en Francia y repasa su carrera, que se inició en Uruguay con los hits “Chibidón” y “Todos goleando” y dos recordados discos de acento latino, Trip de Capricornio y La fuerza aérea.
› Por Cristian Vitale
–¿Por qué le dicen Pájaro?
–Era chico. En una noche de llovizna mística, alguien me vio como un pájaro... fue como la prueba del guerrero.
De los tres Carlos que había esa noche, jugando en una comunidad de Montevideo, fue Canzani quien recibió el apodo. Era un sello al devenir. Pájaro, por entonces un botija más que tocaba el redoblante de murga con una lata de aceite y dos palillos de tacuara, no podía disimular en juegos lo que devendría realidad: un guerrero trashumante de la música. En 1973, no mucho después de la secuencia, el Pájaro tomó el vuelo que había dejado El Kinto (grupo fundacional del rock uruguayo) y, de repente, pasó a integrar lo que la historia reconoce como la Generación del ’73. Estaban Jaime Roos, Galemire, el Negro Trasante, Carlos da Silveira, Chocho Lazzaroff... un seleccionado juvenil con destino de mayor. Con ellos armó Aguaragua, grupo de culto para el uruguayo –inquieto– medio y editó dos discos: el homónimo y Algún día. “Son la fotografía de una época de ruptura”, dice hoy, instalado en París, donde acaba de editar Transamericana.
Entre Aguaragua y Transamericana corre un caudaloso río de haceres. Tras ganar, a los 17, el premio Candombe Beat en Salto, cruzó el charco y se integró como bajista a Los Jaivas. Era 1975 y había que escapar de las dictaduras. El, de la uruguaya y ellos, de Pinochet. “Vivíamos una situación de emergencia excepcional, donde no había tiempo para mediocridad ni mediastintas. Buenos Aires era una caldera cultural impresionante, el último refugio libertario del continente”, dice. Con ellos registró, entero, el mítico Canción del sur, vivió en comunidad, viajó a París cuando las cosas se pusieron turbias y en 1979 le dejó el lugar al histórico Mario Mutis. “Nos vinimos a París con la tribu jaiva directamente a grabar en los estudios EMI. En la maquina de café nos cruzábamos con Jagger y Richards, luego con Ringo Starr... parecía que Submarino Amarillo seguía en rodaje”, se ríe. El último gran capítulo, junto a los chilenos, sería mediando los ochenta –graba Si tú no estás– y, luego, apariciones espontáneas. Llegan el dúo con el ugandés Geoffrey Oryema, que participa en el compilado Voices of the Real World, editado por el sello de Peter Gabriel (Real World); los hits “Chibidón” y “Todos goleando”, canción oficial de la Copa América 1995, y dos discos de acento latino que redondearían su periplo solista hasta Transamericana: Trip de Capricornio y La fuerza aérea.
“Me acuerdo siempre de una conversación entre Dylan y Harrison. Uno le decía al otro que las canciones eran como mariposas que revoloteaban alrededor de la cabeza. De pronto, una se posaba, pero no podías elegir cuál. Un hit es un accidente en la vida de un músico. Para el público la mayoría de las veces es la manera más fácil de simplificar tu trayectoria. El árbol que esconde al bosque, ¿no? Al final te vienen a ver a un show sólo esperando que cantes eso. Si todos supiéramos cómo hacer un hit sería muy aburrido”, sostiene, tratando de explicar por qué “Chibidón” puso su nombre en boca de todos los uruguayos. Fue número uno y corte infaltable en todas las radios del país celeste, y de Francia, las comprometidas y las otras. “¿Acaso ‘Todos juntos’ o ‘Muchacha ojos de papel’ no son hits también?”, se pregunta.
–¿Y el de Transamericana, el disco, es “Transamericana”, el tema?
–En un sentido popular, sí. Cuando me encontré con los chicos de la banda hip-hop paulista Zafrica Brasil, la idea de grabar juntos fue más que evidente. Salí al jardín con una guitarra y les mostré el gimmick de la canción. Ellos excitadísimos corrieron a buscar papel y lápiz y les sugerí que la letra para completar su aporte en el tema debería hablar de tres elementos que son denominadores comunes de nuestros valores sudamericanos: las comidas, el fútbol y la mística de la fiesta. La Transamericana es un lugar ideal, una ruta a través de las venas de América acarreando nuestra savia. Las fronteras dividen, todo lo demás nos une.
–¿Qué hay de la impronta Jaiva en el trabajo?
–Fui Jaiva. Algo de ello siempre queda y sigo siéndolo. Aunque en este momento no estemos tocando juntos, las puertas están siempre abiertas. Somos lo que nos alimenta, por lo tanto hay reflejos en el agua de todo lo que he manyado por la vida. Las cosas que nos unieron y compartimos están siempre vivas. Por ejemplo, desde hace 20 años, cuando subo al escenario a calentar la voz en la prueba de sonido, siempre canto religiosamente “Ponta de areia” de Milton Nascimento. Es una forma de hermandad.
–Es elocuente la cantidad de ritmos y géneros que fusiona. ¿Por qué tanta inquietud?
–Es producto de mi formación musical. He tenido la suerte de nacer en un país y en una época donde la televisión aún no alienaba los hogares ni empobrecía el diálogo de la gente. En mi casa se oía todo tipo de música, desde la rumba cubana a Hendrix, de Atahualpa a Joao Gilberto, por la ventana entraban los ritmos de murga y candombe, en el conservatorio estudiaba piano, Bach, Chopin, luego hice Bartok en guitarra. Viajar y encontrarse con músicos de distintos universos musicales abren la cabeza y el espíritu. Se dispara la creatividad, la curiosidad por entender cómo se toca aquel instrumento que no es de tu lugar, pero te conmueve.
–¿Por qué se autodenomina ese “rebelde sin cura” que aparece en “El revoltoso”?
–Mirá: mi familia me puso en el mejor colegio católico pensando en ofrecerme la mejor educación. Pero en esta sociedad los bebés no eligen entre un cura, un chamán, un rabino, un monje budista o un mufti. Yo, que iba a ser arquitecto, me hice músico, hippie y militante de izquierda. El hombre conquista su propia personalidad a partir de las armas de que dispone y asume las consecuencias.
–¿Escuchó Viglietti su versión de “A Desalambrar”?, ¿dijo algo?
–Con Daniel nos conocemos desde que lo vi cantar en el liceo de Fray Bentos. Verlo a él sólo con su guitarra fue un hermoso shock en una época en que yo moría por Woodstock. Me hubiera pasado lo mismo si hubieran sido Dylan o Lennon. Es una de mis influencias, claro. Le dije que mi versión era la lectura que yo podía hacer de esa canción, que es un monumento. Lo máximo que me puede decir Viglietti, desde su sublime humildad, es una sonrisa.
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