Dom 23.11.2008
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MUSICA › HORACIO MALVICINO HABLA DE SU LIBRO EL TANO Y YO

“Tocar con Piazzolla era una misa”

El guitarrista, que grabó 15 discos con el autor de “Adiós Nonino”, no toca de oído. Retrata a Piazzolla a través de historias cotidianas –algunas desopilantes, otras grotescas– y de paso cuenta aspectos de su propia vida de bohemio y amante del jazz.

Era bravo Malveta: no sabía decir que no. En algún momento de los sesenta, luego de haber batallado firme como guitarrista del revolucionario Octeto Buenos Aires y del Quinteto, grupos de trinchera de Astor Piazzolla, tenía dos trabajos: un combo vocal con fines de entretener (Mac Ke Mac’s) y una Orquesta de Cuerdas que, por entonces, se presentaba dos veces por semana en Radio El Mundo sustentada por él, Jaime Gosis, Elvino Vardaro y el mismo Astor. Los MKM recibieron un jugoso convite para tocar en Perú durante un mes y el jazzmen de Concordia entró en una encrucijada: ¿iba a decirle al jefe de la mirada láser que se iba? Nunca se animó. Llegó el día y, después de la primera entrada en la radio, le dijo: “Tano, voy a comprar cigarrillos, vuelvo en cinco minutos”, y se fue a Lima. “¡Era un film de Hitchcock! Astor, que tenía pocas pulgas, me rajó a la mierda”, evoca. Anécdotas de ese tipo son las que pueblan El Tano y Yo, flamante libro de Horacio Malvicino que acaba de ver la luz a través del sello Corregidor. Un puñado de páginas (170) sin pretensiones literarias, musicológicas ni novelescas, sino un compilado de hechos redactados en una forma simple, sin giros y con abundancia de comillas, paréntesis y signos de admiración. “Tal vez podría haber cuidado más las formas literarias, pero está escrito con mi lenguaje diario y habitual. En realidad, me propuse ser yo sin disfraz, sin querer ponerme más o menos intelectual”, sincera el autor.

El Tano y Yo, entonces, es un compilado de hechos y anécdotas con destino público, más un archivo de fotos inéditas de varios de los destinos que este pionero del jazz moderno en Argentina visitó como parte de los grupos de Piazzolla desde que trabó caminos con él en 1954: París, Montpellier, Berlín, San Francisco, Mónaco, Londres, Alaska, Lisboa, Pompeya, Houston, Tokio, Venecia, Milán, junto a muchos músicos que acompañaron a Don Pantaleón en diferentes formaciones (Antonio Agri, Héctor Console, Gerardo Gandini, Pablo Ziegler, Quicho Díaz, José Bragato, Suárez Paz, Amelita Baltar) o el facsímil del Festival de Jazz de La Haya (1985), que lo muestra compartiendo cartel con una constelación de estrellas: desde Miles Davis hasta BB King. Y algunas viñetas de los períodos en que Malvicino se cortó solo, como guitarrista “animal” de jazz o aceitando grupos pop de la época. “Se me ocurrió escribirlo porque todas las travesuras de Piazzolla las he contado entre amigos y músicos, y ellos me decían ‘si te acordás de tantas cosas, por qué no las escribís’. Me parecía medio descarado escribir un libro, porque no es mi metier, pero me puse: compré un cuaderno grande con una birome y empecé. Lógico: hay infinidad de anécdotas que no puedo poner, ¡son impublicables! Aun así, no es para inundar la ciudad con afiches, pero es un libro interesante.”

–En un tono coloquial, como si se lo estuviera contando a un amigo colectivo...

–Claro, porque la intención fue escribir como hablo y no pretender emular a Borges (risas). Por eso trato de ser lo más ameno posible. Cuento una cantidad de cosas que no se conocen sobre él, porque la mayoría de los libros que han salido abundan en aspectos biográficos. Se han preocupado de qué edad tenía cuando tocó “Adiós Nonino” por primera vez, dónde estudió bandoneón... esas cosas.

–Está el de Natalio Gorín, que es como una entrevista larga.

–Bueno, él lo conoció bien. Yo conocí a Piazzolla por radio, cuando aún vivía en Concordia. Mi padre escuchaba el Glostora Tango Club y Piazzolla no estaba, pero un día lo escuché en Radio Splendid y lo empecé a seguir. Cuando llegué a Buenos Aires, fui directo a verlo. Me deleitaba, hasta que se dio la casualidad de que, después de desarmar su orquesta, decidió armar un grupo más pequeño y formó el Octeto Buenos Aires, donde se le ocurrió poner una guitarra que improvisara.

–La primera guitarra eléctrica del tango, el “invitado de piedra”.

–Totalmente. El tango, en general, no ha sido muy improvisador. Siempre se tocaba leyendo. El, entonces, fue al Bop Club, donde tocábamos nosotros, los jazzeros de entonces, empezó a averiguar y le hablaron de mí. A los dos días me llamó por teléfono y empezó la historia.

–Un cambio de rumbo para usted, porque no había venido de Concordia a tocar la guitarra sino a estudiar medicina.

–Claro, pero eso se interrumpió cuando mi viejo no me pudo enviar más plata, entonces agarré la guitarra y salí a buscar trabajo. Lo del Octeto fueron dos años y dos discos espectaculares. Entre el pequeño grupito que nos venía a ver cuando empezamos con el Octeto, estaba Gorín. Era un pibe.

–¿Por qué dice que Piazzolla debería haber rotulado al Octeto como música de Buenos Aires y no como tango?

–Porque al tradicionalista le molestó mucho que saliéramos con eso... te tiraban tomates, te puteaban por la calle. Claro, ¡¿qué hacía una guitarra eléctrica en el tango?! Hasta me llegaron a amenazar por teléfono. Era muy gracioso. Lamentablemente no existía la TV como para hacer un gran lío en una mesa. Más allá de todo, tocar con Piazzolla era una misa. Como era tremendamente exigente, se disfrutaba mucho.

–Qué paradoja que “Balada para un loco” haya sido uno de los temas que menos le gustaba hacer. Usted, incluso, dice que le tenía bronca...

–Sí, porque fue hecha para un festival. Otra que no le gustaba para nada era “Libertango”, que estuvo primera en ventas en Italia. Pero él tenía esas salidas siempre: podía decir que Gardel era un perro cantando o que el peor tango de la historia había sido “La cumparsita”. Eran dichos que impactaban.

–A De Angelis lo mataba.

–Sí, pero al final se dieron un abrazo.

–Oscar López Ruiz, que lo reemplazó a usted en el Quinteto, cuenta en su libro una anécdota: cuando entra el quinteto entero a una “amueblada” –-hoy telo– y Piazzolla, en broma, pide un turno para los cinco...

–Era impresionante. Sus bromas no eran sangrientas, eran más bien travesuras. Sin avisar, otra vez, se metió adentro de una amueblada en Constitución... que era un patio con todas habitaciones alrededor, donde iban las parejas. ¡Y el auto metido adentro del patio tocando bocina...! fue terrible, porque salió toda la gente en paños menores. Así fue más o menos hasta los 30 años, cuando me casé. Yo era muy bohemio y lo económico no me preocupaba en lo más mínimo. Venía de una crianza consentida, porque mi hermana melliza había fallecido y me cuidaban mucho. Entonces, caí a estudiar a Buenos Aires con esa ceguera del tipo que no tiene ningún tipo de experiencia. Iba caminando y viendo de a poquito. Vivía en una pensión y tenía un pantalón, un saco, una camisa y un calzoncillo... nada más.

Malvicino está cómodamente sentado en su oficina de AADI (Asociación Argentina de Intérpretes). Es vicepresidente de la institución desde hace 15, no fuma pero deja fumar, y está rodeado de recuerdos: la Gibson 335 que le regaló Al Di Meola, retratos amarrados a la pared que lo muestran junto a Gary Burton, Dizzy Gillespie y el mismo Astor, o una página de diario El Mundo –1946– que muestra un collage de orquestas que se presentan el mismo día: Biagi, Troilo, Laurenz, Caló, Goñi. “Nadie creía en esto, ni yo mismo me iba a preocupar cuando era chico y era músico por los derechos de intérprete; pero hoy día, la paga de los derechos es mucho mejor que una jubilación” sostiene, sobre los fines del ente recaudador.

–¿Por qué “cuando ‘era’ músico”?

–No, no. La música sigue. Tal vez no fui muy explícito. Quise decir cuando empezaba con la música, entre los 17 y los 20 años. Entonces, yo tenía mucho trabajo pero poco conocimiento. Sabía de la existencia de Sadaic. Uno no sería un Jobim o un Piazzolla, aunque siempre escribe alguna cosa. Pero no le daba mucha importancia.

Hoy tiene 79 años, y el verbo en pasado era un decir. En rigor, Malvicino, el guitarrista, prepara una gira por Brasil para mediados de marzo de 2009 como parte de la banda con que Gary Burton ejecuta a Piazzolla. “Grabé tres discos con él. Ahora está viviendo en Miami y tiene muchas ganas de tocar”, dice. Están él, Suárez Paz, Console y Ziegler, la parte sobreviviente del quinteto que recorrió el mundo junto al creador de “Invierno porteño”. “Yo creo que, pese al noneto, al cuarteto o al sexteto que vinieron después, el quinteto fue la formación en la que Piazzolla se movió más cómodamente.”

–La que conquistó Jamaica...

–Ese fue un enorme desafío, porque Jamaica era la catedral del jazz. Ir a tocar ahí con un bandoneón era casi un sacrilegio. Tocaban Ella Fitzgerald, Tommy Flanagan, Jim Hall... en fin. Era la época de las peñas y los amantes del jazz no desaprovechábamos esas oportunidades. Ibamos a buscar a cada grande que venía después de los shows, porque el músico de jazz siempre tiene ganas de tocar. Buscábamos la casa de un amigo y lo llevábamos para que nos deslumbrara. Imagine lo que fue escuchar por primera vez a la banda de Dizzy Gillespie, con el joven Quincy Jones como tercera trompeta... impresionante. Ver una banda con cinco saxos, cuatro trombones y cuatro trompetas era un descubrimiento, porque estábamos acostumbrados a las orquestas que tocaban en un estilo high society, más a la moda. Y Gillespie era la última palabra en esa época. Tuve la suerte de compartir una jam con él.

–Esas fueron buenas. ¿Y las malas?

–Bueno, yo siempre quise ser cantor y jugador de fútbol, dos cosas que no logré jamás. Pero lo intenté, eh. Una vez, recién llegado de Concordia, me contrató un grupo para tocar en una boîte y yo le dije al director que sabía cantar, total... tenía pensado empezar con música instrumental y, al ellos escucharme tocar, zafaba. Pero empezamos cantando: yo había comprado la revista El alma que canta, que traía letras de canciones populares, y me acuerdo que recorté cuatro o cinco, me las metí en el bolsillo y justo me embocó el director con “Luna Lunera” (se ríe). Me acerqué al micrófono y empecé a cantar. Las cosas que me gritaba el tipo... ¡hijo de puta! Me quería reventar.

–Pero volvió a cantar con Piazzolla...

–Claro (risas). Fue en la última época del quinteto, durante un fin de gira en Portugal. Terminamos el último tema y tomando el micrófono, Astor anunció que yo, además de tocar la guitarra, era un buen cantor y me pidió que como final de gira lo hiciera. El suponía que no me iba a animar, pero yo me acerqué al micrófono y comencé a bordonear un aire de milonga... arranqué cantando una letra muy zafada: “Anoche salí en curda, con intención de c...”. El Tano, desesperado, no sabía qué hacer. Corrió atrás del escenario y, mientras yo seguía cantando, apareció agitando una botella de champagne Magnum de 5 litros y, al mejor estilo Fórmula 1, comenzó a bañarme con la lluvia de espuma. Fue la última vez que canté en público.

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