MUSICA › BRILLANTE CONCIERTO DE ORNETTE COLEMAN EN EL GRAN REX
El legendario saxofonista tocó por primera vez en Buenos Aires. Y el público se encontró con un músico siempre original, que casi cincuenta años después de la revolución del “free jazz” no deja de manifestar la madurez de su aquí y ahora.
› Por Santiago Giordano
Vestido de celeste, Ornette Coleman camina lentamente hacia el atril que lo espera en el centro del escenario. Algunos metros detrás, sus músicos acompañan esa lentitud. Coronado de aplausos, el saxofonista saluda inclinando apenas la cabeza. En el paso lento se reflejan sus 79 años y el misticismo inevitable de un revolucionario de regreso. Si el término no estuviese tan corroído por el uso cotidiano, daría gusto llamarlo leyenda. El jueves, en el Teatro Gran Rex, Ornette Coleman cruzó ingenuidades de niño y pases mágicos de viejo brujo del jazz, sin perder por un instante el implacable sentido creativo que lo colocó entre los músicos más controvertidos de la segunda mitad del siglo XX. Con el saxo alto –que alternó ocasionalmente con trompeta y violín–, Coleman encabezó un cuarteto que se completó con contrabajo, bajo eléctrico y batería, una formación muy parecida a la de su último disco, Sound Grammar (2006), que cuenta con dos contrabajos. Un cambio mínimo para quien se alimenta de variaciones, pero significante, si no en la “gramática del sonido”, sí en la economía de un cuarteto que durante poco más de una hora puso en acto los fundamentos del “harmolodic”, principio musical devenido en filosofía.
Un primer gesto nervioso y serpenteante del cuarteto fue como la fanfarria que llamó al inicio del concierto. El viaje propondría una sucesión de piezas más o menos breves, síntesis de ideas en las que las jerarquías entre solo y acompañamiento, tema e improvisación, ya no tienen importancia. Hasta el aspecto tímbrico se relativiza por el uso extremo de los instrumentos. El contrabajo puede sonar como un violoncello, el bajo eléctrico como guitarra, el violín como un surtidor de glissandi, la trompeta de onomatopeyas; la batería plantea numerosos recursos para organizar el tiempo o colorearlo. A veces las dos cosas a la vez.
Aun dentro de la integración que plantea el “harmolodic”, fue posible individualizar ese sonido que sabe ir del cálido al caliente, con el que el saxo de Coleman trazó frases que en sentido clásico resultan de una belleza extraordinaria. Coleman bien podría ser el centro de una genealogía jazzística, en la que hacia adelante aporta datos para descifrar no sólo lo que bajo el aura de su genio extendió el rótulo de free jazz, sino además a Keith Jarrett, Pat Metheny o al mismo Miles Davis, por ejemplo. Hacia atrás, recoge sus raíces en el blues y Bach, a los que su música hizo referencias concretas durante el concierto.
Más allá de las intensidades y la infinidad de matices y climas de la ejecución, en la construcción de la música se evidencia un sólido andamiaje. El compositor –más bien un “organizador de sonidos”, como prefería John Cage– tempera al improvisador. El músico arquitecto de su propia tradición controla al ideólogo de lo espontáneo.
Verificada una cierta circularidad de la historia, modelada por las eternas tensiones entre viejo y nuevo, hablar en términos de futuro, al menos en música, presenta sus riesgos. Si con Free Jazz, la mítica sesión de diciembre de 1960 en los A&R Studios de Nueva York, Coleman sacudió aquel presente y planteó las coordenadas por donde podía pasar el futuro, el concierto del jueves mostró a un músico siempre original, que casi 50 años después, tras numerosos discos, muchos de ellos ejemplares, no deja de manifestar la madurez de su aquí y ahora con una música de gran belleza.
Una música cuyo encanto, entre otras cosas, reside en esperar desde su lugar al futuro que viene, sin nostalgias del futuro que pasó.
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