MUSICA › EGBERTO GISMONTI ACTUó JUNTO A SU HIJO ALEXANDRE
Con las mismas músicas de siempre, Gismonti logró, como cada vez desde que llegó a esta ciudad por primera vez, hace más de treinta años, que sonaran como si se tratara de estrenos. El único conflicto es la diferencia de toque –y de picardía– entre él y su hijo.
› Por Diego Fischerman
La música de Egberto Gismonti se encuentra cerca de muchas tradiciones distintas. Y no cabe exactamente en ninguna de ellas. No es precisamente música popular brasileña, una categoría que se insinúa más cerca de la canción, ni jazz, aunque haya tocado con algunos grandes artistas de ese género, entre otras cosas porque su obra está, casi siempre, escrita del principio al fin. Ni tampoco, por supuesto, es música clásica, dado que, si se toca esa escritura lo que suena no es exactamente su música. Situada a la vera de casi todo, la obra de este nativo de Carmo es, simplemente, una de las más importantes, personales y sorprendentes de todo el siglo XX. Aunque no se sepa cómo llamarla o, quizá, precisamente por eso.
“Esta es la vigésima vez que toco en Buenos Aires”, dijo en uno de los pocos momentos en que habló desde el escenario. “Y si uno vuelve tantas veces es por algo”, concluyó. En efecto, Gismonti llegó a esta ciudad por primera vez cuando su carrera recién comenzaba. Compartió una vez el concierto con el grupo MIA, donde estaban, entre otros, Verónica Condomí, Alberto Muñoz y Liliana y Lito Vitale, y también, mucho después, con Martha Argerich como parte del Festival que llevaba el nombre de la pianista. Se presentó una vez en el Teatro Colón y de esa ocasión el músico extrajo un recuerdo que sintetiza esa historia: “En el Colón el escenario está muy cerca de las primeras filas de la platea. Y yo veía a un matrimonio, de unos 50 años, junto a uno mucho más joven, de unos 25, uno de cuyos integrantes tenía un niño en brazos. Ya iban, para entonces, tres generaciones de porteños que me escuchaban”. En esta ocasión, como en la anterior, Gismonti llegó junto a su hijo Alexandre, un guitarrista de técnica notable. En la primera parte del concierto presentaron música para dos guitarras y, más tarde, dúos de piano y guitarra. En el medio, Egberto tocó el piano a solas y, también, invitó a la cantante argentina Silvia Iriondo, quien con expresividad y dominio de los matices, cantó una serie de coplas recopiladas por la musicóloga Isabel Aretz y otra perteneciente al nordeste chaqueño. Sobre el final de estas canciones, el brasileño se suma en una improvisación en el piano.
“Maracatú”, “Cego Aderaldo” –en piano solo y asombroso en su polirritmia, como siempre–, “Agua y vino” como bis. Los temas son los mismos que Gismonti toca desde siempre. No hay tampoco arreglos nuevos; a lo sumo transcripciones para dos guitarras con algún pequeño desvío o comentario que él o su hijo pueden intercalar. Y, sin embargo, toda esa música, cuando es tocada por Egberto, suena como si se tratara de la primera vez. Hay algo del gesto de la improvisación, aun cuando no haya improvisación en un sentido estricto, que alimenta a esa música y la hace siempre nueva. Y allí es donde aparece el único punto de conflicto de este modelo familiar de Gismonti, la diferencia de toque entre él y su hijo. No se trata de destreza, desde luego. Hasta podría pensarse que el joven lo aventaja en dominio técnico y en pureza del sonido. Pero Egberto toca su propia música, con esa picardía, ese adelantamiento de un microsegundo en el ataque de una nota, ese acento apenas insinuado donde nadie esperaba que estuviese, con esa libertad, en definitiva, que alguien puede permitirse consigo mismo. Alexandre, en cambio, no puede dejar de tocar esa música como algo conocido al dedillo, estudiado a la perfección, impecable pero ajeno. Si el valor de la interpretación es uno de los puntos esenciales para definir la especificidad de las músicas llamadas clásica y popular; si en la primera es algo que completa la obra y en la segunda es lo que la constituye, las maneras de Egberto son las del músico popular y las de Alexandre las del clásico. No se trata, desde ya, de una mera cuestión de postura. Se trata de la libertad –o la falta de ella– que cada uno se permite con esas piezas exquisitas. “Lo más importante es lo que no puede verse ni tocarse”, reflexionó Egberto Gismonti en voz alta. “Y eso es lo que pasa de generación en generación.” En este caso, eso intangible que hace que su música tenga un cuerpo, un grano distinto del de un Preludio de Villa-Lobos tocado por un guitarrista clásico –aunque sus materiales y procedimientos muchas veces coincidan–, aún no hizo ese tránsito. Todavía está en el territorio del padre.
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