MUSICA › ARBOLITO EN ARGENTINOS JUNIORS, JUNTO CON RALY BARRIONUEVO Y LA BOMBA DE TIEMPO
Mientras se prepara para grabar su quinto disco, el grupo protagonizó frente a cuatro mil personas una noche de pura alegría.
› Por Cristian Vitale
Bien entrada la madrugada del domingo frío, Agustín destapa la olla y el humo se dispara hacia arriba, como todos los humos en la misma situación. Es el tremendo locro que el polifuncional músico de Arbolito preparó, entre los resquicios que permite un día de toque, para festejar sus 35 años. El lugar –algo así como el camarín del polideportivo de Argentinos Juniors– no es tan grande, pero alcanza para albergar a la grey: amigos, amigas, algún pelado colado, vino tinto, fernet, gaseosas, globos y niños. Muchos nenes corriendo por ahí, pasando música -–de la buena– en una notebook o comiendo empanadas... alguno que baila, otra que canta y así. Para quien nunca haya ido a un recital de los Jethro Tull argentinos, vale la introducción: La secuencia, en términos de camaradería y fiesta, es una reproducción a escala micro de sus recitales.
Antes de la comilona, el polideportivo está atiborrado de lo mismo: amigos, amigas, algún pelado colado, globos y niños. El espíritu humano, lo colectivo, expresa lo mismo en el cumpleaños y el show. Adentro y afuera. Tocando o comiendo. Difícilmente una banda se exponga así, tan cristalina; no importa que se haya transformado, a paso paulatino, en una de las más convocantes de Cromañón para acá. No cuenta eso cuando el acento está puesto en otro lado, distante de la máquina fagocitadora de talentos... de la industria rock, en suma.
Arbolito, felizmente, no es una banda de rock. Al menos no en su forma industrial e individualista. No se deja aplastar –incluso después de poner el gancho con la discográfica Sony– por la mano invisible del mercado. Pone condiciones y trabaja libre. Se mueve parecido a cuando la carta de presentación era ese cassette mal grabado de La mala reputación y soñaba conquistar las rutas del país con una chata que apenas si llegaba a cruzar la General Paz (Mientras la chata nos lleve); o con un viejo micro de gira que, para volver a arrancar, tenían que estacionar en una calle inclinada. Así creció el árbol, al ritmo de una naturaleza esencialmente humana. Un tempo del alma que no comulga con la ansiedad de ese rocker medio con proyectos de fama, groupies y excesos al pedo. De espejismos. Ese calor humano, entonces, explica más de lo que se ve sobre un recital de ellos. Lo que se ve es un sexteto de músicos que toca de manera increíble, que ha generado –en cuatro discos– una andanada de hermosas canciones para transformar cada recital en una explosión de alegría –“La arveja esperanza”, “Sariri”, “Saya del yuyo” o “La novia”, sólo por nombrar algunos– y una transparencia que pone el ojo en el contenido y no en las formas.
Pero lo que no se ve –si no se intuye– es que las casi cuatro mil personas que poblaron Argentinos Juniors el sábado comparten una visión del mundo con la banda que está arriba. Que no hay una distancia. No hay barreras. No existen las miserables pretensiones de idolatría que ha sumado millas en el rock desde su mismísimo origen. Arbolito se mueve en otra dimensión. Una dimensión horizontal, sutil, de entrega y bajo perfil. Un eslabón –el perdido, tal vez– entre el espíritu de la (su) tierra y el lado más nítido del rock. De folklore-rock, por buscar la definición más fácil. Desde ahí, una hendija generada por ellos mismos, han logrado semejante adhesión popular que cuatro, cinco años atrás parecía casi utópica. Una adhesión que también se rige por las mismas reglas de convivencia, valores y expresión: nunca faltan las banderas multicolores de los pueblos indígenas, alguna que otra del Che Guevara, un pogo que es el de alegría y no el de los dientes apretados, ese que es excluyente para los boxeadores del rock.
Un acierto –o parte de la misma cosa– fue la previa: La Bomba de Tiempo, tambores contra el frío primero, y Raly Barrionuevo, después. El hombre nacido en Frías –la misma generación, parecida conciencia– dejó el escenario caliente con un péndulo de clímax diversos con la chacarera, siempre, en el ojo del huracán. “El activista”, “Esta historia”, “Oye Marcos” y dos versiones fulminantes –por su nervio rockero– de “Hasta siempre” y, sobre todo, de “Mensajes del alma”, una de las mejores versiones que pudieron hacerse sobre el acervo de León Gieco. Herido pero bien claro, Raly enganchó con Arbolito para poner guitarra y voz en “Niña mapuche”. Y, como él, fueron acompañando la anteúltima fiesta de Arbolito –luego de la fecha del 26 de junio con Peteco Carabajal, el grupo entrará a grabar su quinto disco– el ex Piojos Dani Buira (“Como una luz”), Verónica Condomí (“Guagüita”) y el ballet Amerindio –hombres y mujeres de Bolivia– intensificando colores y movimientos por dos: “Saya del yuyo” y “Sariri”, un pogo como ofrenda para el Alto Perú. La suma de los factores resulta clara: Arbolito ratificó, con creces, su consolidación como banda que, más allá de sus cualidades musicales de excepción para la música popular de hoy, ha sabido construir su propio destino. No cualquiera.
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