MUSICA › EL MUSICóLOGO LUCIO BRUNO VIDELA Y LA INCREíBLE HISTORIA DE UN RESCATE
Su obsesión era seguirle el rastro a una partitura que se creía perdida. Después de sortear múltiples obstáculos llegó a reconstruir Chasca, de Enrique Mario Casella, probablemente la primera grabación comercial de una ópera argentina.
› Por Facundo García
En 2002 el país se caía a pedazos. En medio de otras urgencias, la obsesión de Lucio Bruno Videla era seguirle el rastro a una partitura que se creía perdida. Rebuscándoselas como director y violinista había llegado hasta Viena, y desde esa ciudad mandaba mails consultando a diferentes especialistas. Cada tanto anotaba las conclusiones de su pesquisa: “Al no haber tenido Sudamérica un gran desarrollo industrial –escribía– los compositores tuvieron dificultades para conseguir que su obra no cayera en el olvido. Sencillamente no era común encontrar imprentas que se dedicaran a editar música”. Ese tono melancólico dejó paso a la alegría el día que le informaron que en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos se habían hallado unos microfilms que podían corresponder a Chasca, la obra de Enrique Mario Casella (1891-1948) que él tanto había buscado. De este modo casi novelesco, ensamblando zonas de un rompecabezas que muchos consideraban irresoluble, se fue armando la que probablemente sea la primera grabación comercial de una ópera argentina.
“No fue fácil. Además de la falta de editores, hay otro motivo cultural que colaboró para que se perdieran miles de creaciones. Y es que en la España de los siglos XVIII y XIX la música no ocupaba el lugar que se le daba en Alemania o Francia. Era considerada inferior, por eso no se la resguardó”, explica el entrevistado, ya con el disco a punto de salir a la calle. “Debemos sacar a la luz el patrimonio escondido. Imaginen la potencia anímica que guardan todos esos sonidos maravillosos que están esperando encerrados en armarios y cajones”, señala Videla.
–¿Qué se sabía de Chasca antes de encontrarla?
–En principio, que había sido presentada en una única función en Tucumán, allá por 1939. Según lo que comentaron los diarios de entonces era una puesta de avanzada. No obstante, se traspapeló. Del autor sabíamos que había sido violinista, pianista, director y compositor. Que era hijo de Italo, un tano que después de tocar con Arturo Toscanini se había venido acá a probar suerte. Y además sabíamos que era un personaje atípico, capaz de agarrar el auto un fin de semana y perderse por la ruta hasta llegar a Perú, empujado por la curiosidad de conocer sonidos nuevos. O sea un loco lindo, tan interesante como difícil de seguir.
Nacido en Montevideo, Casella pasó parte de su infancia en Buenos Aires, y más tarde viajó a Europa para perfeccionarse. En 1914 la Primera Guerra Mundial lo devolvió al sur. No le debe haber molestado demasiado, ya que aparentemente amaba la vida en las provincias. Pasó por Goya (Corrientes), aunque era el noroeste la región que más lo seducía. Para 1921 ya había compuesto más de ochenta obras y se había establecido en Tucumán. Se ganaba la vida como docente y había fundado diferentes entidades culturales. Su profesión lo llevó por Mendoza, Salta, Córdoba y Tucumán, y más tarde hizo de las suyas por Bolivia, Colombia, Perú y Chile. Cuando no estaba tocando o componiendo pintaba cuadros, hacía muebles o se perdía por los pueblos, donde se dejaba impresionar por la vida del paisanaje.
“Era un inquieto en todo sentido. En 1925, en ocasión del aniversario de la independencia de Bolivia, presentó su Suite incaica, donde aprovechaba elementos del acervo precolombino. Utilizó escalas pentatónicas y, a diferencia de otros que también estaban inspirados por el ‘americanismo’ pero se quedaban en lo discursivo, hizo una especie de deconstrucción del lenguaje musical europeo. Eliminó, por ejemplo, el concepto de tema y desarrollo, que era la clave de la música tonal. Se mandó con temas sin desarrollo: líneas melódicas que se repetían con diversos ropajes orquestales”, recapitula Videla.
Con esa novedad la pegó. Los elogios lo envalentonaron y así llegó Corimayo, que tuvo gran aceptación en Tucumán y en el Teatro Avenida de la Capital, con el condimento de una muestra de arte incaico que contribuyó todavía más al éxito. “A la gente le gustó, y Casella se dio cuenta de que ahí había un área en la que se podía combinar lo académico con lo popular –analiza el investigador–. Dado que había hecho música para películas de Luis Moglia Barth y Mario Soffici, intentó concebir un arte multimedia ¡y lo hizo a principios del siglo XX!”
Llegaron invitaciones y propuestas, pero el artista hacía lo posible por resguardar aquellas tardes tucumanas en las que podía componer al amparo del silencio y la siesta. En Las vírgenes del sol retrató el conflicto desatado cuando los españoles tuvieron relaciones con las mujeres que los incas destinaban a la adoración del Sol. Hasta se animó con una zarzuela, La virgencita de Covadonga, que contó con la colaboración de Luis Llaneo. E incluso en 1929 se despachó con La Tapera, una ficción criolla que –a diferencia de otras, que se ambientaban en la Pampa– hacía eje en los paisajes y costumbres del norte. Hubo más: la desaparecida El país del ensueño, la nunca estrenada y surrealista El maleficio de la Luna o la ópera con saxos El embrujo de la copla aceleraron el proceso de crecimiento que alcanzó una de sus cimas en el tríptico integrado por Chasca, El Irupé y El Crespín; de las cuales sólo llegaría a estrenarse la primera, que hasta hace muy poco se consideraba inhallable y hoy ha vuelto al primer plano.
Lo curioso es que en los setenta la familia Casella había donado un ejemplar completo de ese tríptico al Teatro Colón. Enrique Sivieri –que en aquella época estaba a cargo del Coliseo– se entusiasmó tanto con esa rareza que se la llevó a su casa sin saber que no iba a poder curiosearla mucho, porque la muerte le venía pisando los talones. “A los pocos días este hombre falleció y se armó lío. Las tres partituras quedaron en el Colón, y de ahí fueron a parar a la Biblioteca Nacional. Pero faltaba una hoja, que era precisamente un pedacito de Chasca. Yo suponía que esa parte habría quedado en lo de Sivieri. Ahí se me agotaban los datos. Había pasado demasiado tiempo como para poder recuperarla”, destaca el musicólogo.
¿Cómo acabar con el puzzle? La respuesta llegó desde el costado menos previsible. Hace tres décadas, se envió dinero desde Estados Unidos para microfilmar y conservar partituras argentinas. “Y algo pasó, porque la actividad se interrumpió y el material terminó mal archivado”, especifica Videla. A pesar de eso, en alguna parte de la Biblioteca del Congreso de Washington descansaban las escurridizas notas que completaban la serie. Juntando lo rastreado aquí con lo que se había conservado en Estados Unidos se logró la reconstrucción: “Cuando en 2005 –estando en Viena y después de siete años de averiguaciones– me postearon en Internet el escaneo de los compases que tanto había perseguido y conseguí imprimirlos, sentí que el esfuerzo había valido la pena”, suspira el compilador.
Actualmente se puede hablar de Chasca con más certezas. “Está basada en una leyenda catamarqueña e incluye nada menos que tres orquestas –se explaya Videla–. Una se ubica detrás del escenario y otras dos en plataformas elevadas, con el objetivo de generar un sonido trifónico. No hay cuerdas frotadas, porque la cultura incaica no las conoció hasta la llegada de los europeos. En su lugar, hay dos cuartetos de saxos y una percusión potente. Mirando los bocetos que dejó el autor, se comprueba que quería reemplazar la escenografía por proyecciones cinematográficas y apelar a un drama dinámico, dividido en seis cuadros que en total no ocupan más de una hora. Era un adelantado.”
El relato transcurre en el actual territorio argentino –aunque en épocas precolombinas– y cuenta las desventuras de una princesa de la nobleza incaica que se enamora de un poeta. El conflicto empieza cuando Pachacutec, el joven guerrero, pide la mano de la doncella a cambio de defender el reino. Y ahí la princesa Chasca se encuentra en la encrucijada de obedecer a su corazón o al mandato de su tribu. Para el especialista “el final es trágico, con muertes, danzas e interpretaciones vocales muy exigentes”.
Se espera que la placa esté lista para el Bicentenario. Como complemento, habrá una edición en papel que se repartirá por distintos centros educativos. “En total, la grabación incluyó un coro de unas cuarenta personas, con una orquesta enorme, profesores y seis solistas”, pondera Videla, que quiere conservar el staff que armó para el registro y organizar una gira. “Lo ideal sería que éste pudiera ser el punto de partida para un programa de rescate de la música nacional de orquesta con llegada a las provincias”, sostiene. Anoche, el director ofreció en La Scala de San Telmo una muestra de las tareas que viene realizando al dirigir Los Poemas del Agua, otra creación de Casella.
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