MUSICA › RECITAL DE LILY ALLEN EN EL ESTADIO LUNA PARK
La cantante británica brindó un set breve y contundente, en formato pop y bailable. Muchos de sus guiños escénicos resultaron irónicos, en virtud de sus conflictos pasados y de la incertidumbre sobre su futuro artístico. Pero todos se fueron contentos.
› Por Luis Paz
Es una pena. Que Lily Allen no esté pensando en grabar un nuevo disco y salir de gira “por bastante tiempo”, eso mismo. Hasta que la joven cantante británica reformule su intención de dedicarse a la actuación, quedará el consuelo de verla en Lily Allen & Friends, su programa de la BBC, o recordar su sonrisa picaresca en aquel video donde jugaba a lograr la venganza despechada perfecta: charlar con un figurado ex abandónico luego de pagarles a sus amigos para que lo fueran a patotear, le desacomodaran los discos y le taparan el inodoro. Pero más allá de esa reivindicación que acaba con los sexismos al volverse machista por tan feminista, los mejores souvenirs que deja son, muy probablemente, sus dos únicos discos –Allright, Still (2006) e It’s not me, it’s you (2009)– y, con menos seguridad pero aun así la misma posibilidad latente, su segundo show en Buenos Aires, brindado antenoche en el Luna Park más cómodo que los vendedores de gaseosa podrían pedir: sólo las plateas centrales y el campo, encapsulado por telones oscuros y con mucho espacio entre los cuerpos, libre de humo debajo del escenario y plagado de familias dispuestas para la compra.
Lo que es irónico (y hasta parece que todo lo que lleve el sello de la primera figura internacional que dio MySpace debiera serlo) por varios motivos y de palmo a palmo. Haber visto a nenas de ocho o nueve años corear “Everyone’s at it”, en el comienzo del show, adoptando la lectura que allí Allen hace sobre la utilización de ciertas sustancias, es un ejemplo. Haber tenido que apagar el cigarrillo luego de “22”, porque sólo sobre el tablado se podía hacer humo, otro. Y haber asistido a un extraño baile que fue pogo de los pies hasta los codos de los presentes y coreografía con muñecas sueltas y chasquidos en el resto durante “Smile”, su mayor hit, el signo más claro del recurso.
Y hay más todavía: el percibir el abandono de ese look foráneamente palermitano de vestido de feria americana y zapatillas de diseño por un outfit digno de Liza Minnelli, un maquillaje propio de alguna Marcha del Orgullo (una bandera argentina pintada de sien a sien alrededor de sus ojos empequeñecidos) y un peinado tan Björk y tan punkie a la vez.
O, por ejemplo, el haber puesto a maridos, novios y compañeros a tener que hacerse cargo de errores de cálculo, casi sin saberlo, con “I Could Say”, su segunda intervención del sábado: “Siempre me dejaste claro que odiabas a mis amigos, me hiciste sentir tan culpable cuando salía con ellos. Todo siempre era acerca de ser cool. Y ahora me doy cuenta de que no hay nada cool en vos, en absoluto”.
En un set breve de 18 canciones, ochenta minutos, botella y media de vino blanco y Virginia Slims a su discreción, Lily, la preciosa Lily –de esas preciosuras que conjugan belleza con actitud– comprimió para un público ATP frustraciones que a los más chicos de los allí presentes les falta una década sentir y que otros pasarán sus próximos 30, 40, 50 o 60 años intentando recuperar; las ofreció en un formato pop, bailable y subconscientemente apropiable y los entregó convertidos en irónicas líricas descargadas de histeria y recargadas de significados por su arribo a las márgenes con la adultez. Ya no es esa chica que aprendió del abandono, los complejos y el despecho para Allright, Still, sino una mujer con una técnica fantástica, una banda inteligente y una historia que si antes sólo entendía broncas, ahora también comprende el dolor.
Varias anécdotas apoyan la hipótesis: desde su crisis pre dulces 16 (que la llevó a estar un mes internada luego de que su primer chico la dejó, abusó de aquellas sustancias y trató de cortarse las venas) hasta su participación como exponente de la música popular contemporánea en el festival de la Isla de Wight, apenas una semana atrás; entre el corte en “Kock’em Out” en el que, presuntamente al teléfono, decía “Oh, sí, en realidad sí estoy embarazada, tendré a mi bebé en seis meses, así que no, y sí, sí”, a haber perdido el embarazo que tuvo con Ed Simons (Chemichal Brothers) y no haber tocado el tema en el Luna Park.
Pero cuidado, que eso no tiene absolutamente nada que ver con una pérdida de la diversión: el show de Lily es altamente recomendable por contenido escénico, musical y esencialmente performático, pero tal vez sólo para los que van al límite de no tener ningún preconcepto para con la música pop, las melodías pegadizas y las voces agudas o de tener todos los preconceptos posibles en torno de las relaciones.
Es claro allí, también en su reciente álbum, que lo que antes era crónica es ahora análisis. Los “puedo lucir como Kate Moss” y “es muy gracioso, porque aún tengo tu jodido dinero” del hermoso “Everything just Wonderful” aparecen en el disco que vino a presentar y despedir –irónicamente, ¡de nuevo!– ahora como inducciones del tipo “parece que la gente te ama, pululan alrededor de vos, por eso empecé a odiarte tanto” (“Go Back to the Start”), o deducciones como que no es virtud lastimar y por eso no querer venganza (“Never Gonna Happen”).
Tal vez el cover de Britney Spears, “Womanizer”, en esa gran relectura interpretativa que brilló entre buenos momentos como “Fuck you”, “It’s not Fair” (en versión remix) y “Littlest Things” (dedicada a su padre, o al espectro de su ausencia), resuma todo: “Pibe, no me contradigas, porque sé perfectamente quién sos, qué sos”. Y que ya es mujer.
Y una que creció junto a muchos de los que estaban ahí, como una teen idol rockeramente conflictuada. Y entonces, dejarla ir así de fácil, ahora que es lo de siempre pero con mejores bases, esa misma cara que ahora transmite madurez a la vez que ternura, es como dejar ir a la compañera en tren sin quedarse mirando la formación hasta que se pierde en el horizonte. Es ironía sinsentido, es despecho sin razón.
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